Medicina china

El tren llegó a la estación de Mohe poco después del mediodía. Yo me moría de calor, pero aún más, del asco que me producía el fuerte hedor a sudor que impregnaba mi camisa de cuadros ya acartonada por el viaje de veinticinco horas en tren. Si bien había un vuelo, el precio estratosférico no se acoplaba a mi perfil de estudiante. Era verano en Mohe y la temperatura oscilaba alrededor de los 35 grados. Descendí intentando disimular la incomodidad que me producía la camisa de vaquero que llevaba puesta. En el andén de la modesta y pequeña estación ya me esperaba Lucía. Estaba bastante impaciente y de mal humor, como solía ser ella. No la culpo, pues había tenido un viaje aún más largo que el mío, por mucho. Mi compañera de viajes venía desde Wuhan. Antes del saludo poco eufórico como era código entre nosotros, ambos nos miramos a los ojos y supimos que sufríamos del mismo mal: el nauseabundo olor que salía de nuestra ropa. En esos tiempos, en China no era popular el uso de desodorantes ni antitranspirantes como en Occidente.

Caminamos un poco bajo el infernal sol veraniego del pueblo para llegar al hostal que habíamos reservado. Deseábamos tomar una ducha cuanto antes. En verdad que la peste en mi ropa era insoportable. Los dueños, una pareja de mediana edad y de apellido Zhang, nos atendieron de manera bastante amable. Al entrar, se miraron mutuamente sorprendidos. Era raro que extranjeros se interesasen en un pueblo tan recóndito y poco conocido. Esbozaron una sonrisa nerviosa y malhecha. La mujer fue la primera en hablar. Tartamudeó un poco. Posiblemente ante el reto de tener que intentar entablar una conversación en un pobre o nulo inglés. Tomé la batuta para demostrar los años que había pasado en las aulas de la capital del país aprendiendo mandarín. Al escucharme, el dueño se mostró menos tenso, suspiró y nos preguntó el motivo de la estancia. Nosotros habíamos escuchado que en verano era posible ver las auroras boreales en ese pueblo y no queríamos dejar pasar esa oportunidad. Tomaron nuestros pasaportes y sus caras eran el mismo reflejo de la incomodidad. Probablemente porque los extranjeros únicamente podemos residir en determinados espacios. Después de minutos de duda, finalmente accedieron a respetarnos la reservación. Lucía y yo preguntamos por las regaderas. Estaban en reparación. Sentimos un balde de agua fría. Los propietarios de la pensión nos recomendaron bañarnos en un establecimiento de regaderas públicas que estaba a unas dos cuadras.

Lucía y yo nos reunimos en la puerta de las regaderas después de la ducha. Me comentó que se sintió demasiado incómoda ante la mirada de las otras mujeres desnudas observándola. Para mí, después de años de vivir en aquel país, me resultaba bastante natural ducharme ante otros sin tapujo alguno. Ella insistía en que había algo más allá del pudor. Le sugerí que mejor fuésemos a comer algo tradicional del lugar como las setas silvestres o el pescado estilo dun y que se relajase y disfrutase del lugar.

Por la noche, hablamos de nuevo con el señor Zhang para saber cómo llegar al Cementerio de prostitutas que estaba cerca y de ahí pasar a ver el espectáculo de las auroras. Creo que no esperaba la pregunta. Tosió un poco. Comentó que era un fenómeno muy bonito, no obstante, poco conocido y nos recomendó rentar un taxi para el tour, pues ya ningún transporte iba por esa carretera. Sacó la tarjeta de debajo de Guanggong, el dios de la prosperidad, y se ofreció a llamar a su conocido para que nos llevase. Emocionados, tanto Lucía como yo, aceptamos el detalle.

Cerca de las diez de la mañana, ya nos esperaba un sonriente y bonachón caballero. Abordamos su taxi con gran emoción. Tomó una desolada carretera. Parecía poco usada y tenía piedras que nos hacían dar saltos de tanto en tanto. A los costados podíamos ver las montañas tupidas de árboles. Tengo que aceptar que la vista no era para nada alentadora, por el contrario, era sombría y siniestra. Nos contó que muchos pobladores creen que los troncos que ahí crecen son especiales por su madera bicolor: la base negra eran las reminiscencias del “Primer Incendio” y la parte alta, de color óxido, era la sangre de Pangu que había sido derramada por su sacrificio. Eran solo viejos mitos, añadió mientras tiraba por la ventana la colilla de su enésimo cigarrillo.

Pasamos primero a las antiguas y lóbregas minas. El lugar gritaba secretos de mejores tiempos durante la “fiebre del oro” que tuvo lugar a finales del siglo XIX. Mi compañera y yo dimos unas cuantas vueltas mientras el chofer fumaba otro cigarro recargado en su vehículo rojizo.

Lucía y yo recorrimos cada rincón del sitio, sacamos fotos y hacíamos hipótesis de las vidas que se habían quedado en esas minas. Varios lugares ya estaban clausurados por seguridad. El lugar desprendía un olor extraño e indescriptible, tanto como el de mi camiseta. Regresamos y comimos junto al taxista. Sabíamos que no habría establecimiento de comida, así que Lucía y yo nos habíamos preparado con una dotación de papas fritas y uno que otro pan dulce que habíamos adquirido en la tienda cerca del hostal. No quedamos satisfechos, pero sabíamos que podríamos aguantar la jornada bajo el calor infernal del día. A nada de terminar el almuerzo, el señor, de apellido Song, nos preguntó si queríamos ir a un templo budista cercano que se encontraba en la Montaña de Guanyin. No era muy antiguo, pero era grande. Lucía frunció el ceño y decidimos continuar con la ruta planeada.

Cerca de las tres de la tarde, cuando los rayos del sol ya nos arrancaban la piel, decidimos retomar la carretera y ponernos en marcha para tener tiempo de ver el tan deseado espectáculo que nos había traído a estos místicos parajes. Dimos vueltas para ascender por una especie de colina. Los sanguinarios árboles observaban nuestro andar. Una sensación extraña sacudió cada espacio entre las vértebras de mi columna.

El señor Song se detuvo en la nada. Nos dijo que el coche ya no podía ir más arriba, que nos esperaría en ese mismo lugar. Le preguntamos dónde se encontraba el enclave. “Más arriba, allá búsquenlo, no se perderán”. Parecía que Lucía no tenía miedo en absoluto. Yo, por otro lado, me ahogaba en un mar de incertidumbre abrazado por la siniestra flora. Caminé con más dudas de las que yo mismo pensaba que tenía. Lucía no quitaba su cara de pocos amigos y analizaba los caminos viables que el monte nos ofrecía. Caminamos cerca de veinte minutos o poco más. Le propuse regresar con el taxista para pedirle que subiese el monte a pie junto con nosotros. Lucía no estuvo de acuerdo y continuamos caminando. Yo me estremecía de pensar que me desplazaba en medio de la nada, sin rumbo y rodeado de los susurros de los árboles que se desangraban. Nos detuvimos. Sentí que algo zumbaba cerca de mí. Pensé que me estaba comenzando a sugestionar. De pronto, el sonido se hizo cada vez más fuerte. Volteé y vi a mi costado varias abejas que me rodeaban atraídas por la pestilencia que emitía mi camiseta. Corrí con todas mis fuerzas. Estaba lleno de pavor. Sacudía las manos de lado a lado. Cerré los ojos y corrí como nunca antes en mi vida. Lucía se detuvo y no paraba de reírse y burlarse de mí. Sentí un revoltijo de rabia mezclada con terror. Salí disparado hacia un angosto camino que tímidamente se asomaba entre los hierbajos. Apenas pude visualizarlo pues me cubrí el rostro con los brazos y tenía los ojos entrecerrados. Me adentré lo más rápido posible. Me quité la camisa y la lancé lejos de mí. A los pocos metros, me topé de frente con la efigie de una mujer que estaba sentada. A pesar de que la mayoría de los insectos se habían quedado atrás alrededor de mi prenda, continué la marcha a paso presuroso. Me detuve metros después de la estatua. Había un mural con mujeres desnudas poseedoras de ojos sin pupilas que daban la impresión de danzar bajo el agua o, peor aún, de estar muriendo dentro de aquel líquido entre los peces como testigos del acontecimiento. Era sumamente tétrico.

Seguí adentrándome lentamente en el espacio. Me sentía atraído por la magia del lugar. Una plataforma baja de madera blanca se levantaba frente a mí. Subí. Noté que era una pasarela. Conforme profundizaba con cada paso, los árboles se volvían más numerosos y la luz que se filtraba entre sus follajes era casi nula. A diferencia del infierno que hacía en la carretera, aquí se sentía una humedad que calaba hasta la médula. Comencé a tener dificultad al respirar, algo presionaba mi pecho con mayor fuerza con cada pisada. Vi que la pasarela me llevaba entre lo que parecían sepulturas demasiado austeras. Eran trozos de madera que se asemejaban más a letreros de mercado que sepulcros. Las letras eran apenas visibles. Los tablones solo tenían el nombre y la nacionalidad de las mujeres que yacían bajo tierra. Unas tumbas guardaban objetos personales o fotos. Otras más, tenían cajas desvencijadas de madera semejantes a féretros. Me acerqué a un tablón de mayores dimensiones y se leía que las mujeres que estaban enterradas ahí eran rusas. Otro más alejado era el “gueto” de las japonesas. Resultaba irónico que, incluso hasta en la necrópolis, había divisiones por grupos culturales.

Me dirigí a una tumba japonesa y leí el nombre de Asho San. En ese instante surgió un aire demasiado viciado y sentí unas espantosas ganas de vomitar. Ante mí se levantó una mujer de rasgos asiáticos. Llagas y úlceras recubrían cada espacio de su cuerpo. Lo más repulsivo era que tenía la piel de los muslos abierta a tajadas. Uno de sus brazos tenía una incisión tan profunda que el hueso era visible. La piel de sus costillas tenía cortes como los de un salmón preparado para algún sushi. Era un show extremadamente repugnante. Di unos pasos hacia atrás y una mujer caucásica se despertaba de su letargo en el “barrio ruso”. El miedo me impidió moverme. Ya no sabía que era peor, si el ataque de las abejas o de las mujeres semidescuartizadas que me rodeaban. Lloré de miedo. No recuerdo si habré mojado los pantalones. Lo más seguro es que así haya sido.

Asho San habló: «Son ellos. Ellos nos quitaron la vida bajo la idea de la purificación. Hace años, con la prosperidad que las minas le dieron al Valle de Yanzhi, muchas mujeres salimos de nuestros países buscando oportunidades y nos instalamos en este pueblo. No fuimos aceptadas por ser foráneas y no tuvimos otra opción más que ejercer la prostitución para poder tener para comer y así sobrevivir. Era eso o la muerte por hambre que nos esperaba en nuestra tierra. Conforme más riqueza surgía, más chicas de fuera venían con sus sueños, belleza y ganas de quedarse. Fueron pocos años de plenitud, pues la sífilis comenzó a hundir al poblado. Muchos del pueblo nos señalaron como la fuente principal de infección. Una noche, decidieron extirpar ese “cáncer de la sociedad” que había roto con la etapa de apogeo que habían vivido. Tomaron textos de medicina china y aplicaron la “técnica del metal y el fuego”. El proceso implica utilizar las agujas metálicas para abrir la piel. Cuando la herida sangra, se busca extraer toda la sangre que contenga energía yin mediante la aplicación de calor. Así lo hicieron con nosotras. La persecución comenzó secuestrándonos a todas. Nos llevaron al montículo donde se encuentra el actual Parque de la Estrella Polar. Nos levantaron en cruces de madera. Tomaron “el metal” y nos sometieron a la cruenta tortura del lingchi o “muerte de los mil cortes”. Nuestra sangre se derramó gota a gota cuesta abajo. Las extranjeras éramos las culpables de haber traído inmundicia a su pueblo, nos gritaban. Odiaban a cualquier persona extranjera. Tenían la firme creencia de que todo aquello que venía de fuera rompía con el equilibrio social. Los ríos de sangre decoraron los árboles del parque como advertencia. Luego de días de agonía, cada una de nosotras sucumbía ante el dolor. Entonces fue cuando el fuego entró en acción. Quemaron nuestros cuerpos, a algunas de nosotras las arrojaron a las ciénegas para que su momento de congoja terminase entre el lodo, el agua y las hierbas del paisaje. Los cuerpos eran tantos que el fuego se salió de control y así fue como se generó el incendio que arrasó con la ciudad. Mientras agradecían la sanación al “Sabio de los Cielos”, las auroras bañaron el campo. Alegres, los pobladores metieron más cuerpos y sumaron más combustibles hasta que la catástrofe no tuvo remedio. Esta necrópolis ha sido fundada lejos del pueblo de Mohe; fue cercada y olvidada para sepultar memorias dolorosas y mantenerlas escondidas».

Apenas terminó de hablar, un grupo de seres extraños que parecían luciérnagas llamaron mi atención. Me sentí atraído por el fenómeno. En mi cabeza ya no había nada más que la idea de seguirlas. Subí lo que quedaba de la colina y a lo lejos, en la Montaña de Guanyin, vi una luz de un color bizarro que empapaba no sólo el templo sino todo el valle. Me recordó la noticia que había leído en un escueto periódico de un insólito caso que había sucedido en un remoto paraje llamado Arkham. Las auroras cayeron y el color se expandió vertiginosamente hasta donde estábamos. Observé cómo el cielo se tapizaba de aquel siniestro fenómeno. Cerré los ojos y sentí que una fuerza indescriptible me quemaba y comenzaba a desintegrar cada miembro de mi cuerpo. Las muertas gritaron con angustia “¡Son ellos, son ellos, ya vienen!”. Escuché un estrepitoso ruido a lo lejos. Ese ente misterioso sacudía mi cuerpo sin piedad.

Abrí los ojos y frente a mí vi la cara burlona de Lucía. No paraba de carcajearse a gritos. Me decía una y otra vez lo ridículo que me había visto escapando de las abejas hasta que me desmayé del susto. Me incorporé muy molesto con ella y con su poca empatía para ayudarme. Esperé a que me ayudase a levantarme, sin embargo, sus ganas de burlarse de mí ganaron la batalla y se alejó un poco mientras se agarraba la barriga del dolor a causa de las risas. Escuchamos unas pisadas y vimos que el señor Song había venido a nuestro encuentro. Pero no solo ellos, sino que venía acompañado de los Zhang y de todos los habitantes del pueblo. Las auroras comenzaron a aparecer. Mi corazón latió fuertemente y pensé: “¡Son ellos!”.

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