Juan, el fluctuante

Lo señalaron y se rieron en su cara mientras se pavoneaban con sus nuevas y flamantes esposas. Juan se sentía mal y miraba con desprecio a su mujer. Es que la amo (trataba de convencerse en vano). Pero ella a su vez se sentía reducida delante de esas mujeres caballonas, altas, de piernas torneadas y caderas anchas, con cuellos larguísimos y de piel tan brillosa y dorada como el aceite. Eres un idiota (le susurraba mientras dormía); idiota, idiota, idiota, me hubieras cambiado cuando pudiste, idiota, idiota, idiota. Luego se soltaba a llorar.
¿Y cómo quieres que me sienta, Juan? Mira nomás cómo me veo delante de esas jirafonas (más bien son como mujeres jaguar, mujeres leopardo, mujeres fiera, fantaseaba Juan). Ya no quiero salir a ningún lado. Tú ve al mercado y haz las compras, idiota. Y no te olvides de nada, que no saldré en un buen tiempo.
Juan andaba con la cabeza gacha mientras los demás hombres se desvivían por las amazonas. Ahí va, Juan el idiota, decían cuando lo veían pasar mientras ellos; panzones, feos, fodongos y ñangos, se aferraban a las cinturas avispadas de sus nuevos idilios.
Pero vino el temporal de lluvias y los hombres ansiosos por presumir sus modelos jugando bajo el agua, salieron como mocosos de ocho años a brincar sobre los charcos. Las tardes se inundaron de lluvia y gritos de felicidad y lujuria. Juan los miraba por su ventana mientras fumaba y su mujer tejía.
Ahí estarías, idiota. Aguántese; sea hombre.
Entonces el desastre ocurrió. Como generalmente pasa, la lluvia sacó a relucir la verdad y cada quien supo que recibió una mujer falsificada, androides de segunda, tercera, o quién sabe de cuántas manos. Las mujeres comenzaron a perder el brillo de su piel, que fue sustituida por un color ocre muy similar al de los tornillos oxidados. Juan sintió pena y alegría por ellos.
Fue así como las calles, jardines y la plaza de la isla empezaron a ser habitadas por estatuas femeninas de hierro y los hombres miraron con envidia a la única mujer que se paseaba orgullosa y solitaria. Juan guardaba distancia unos pasos atrás de ella. Es que me afeas, le increpaba su esposa.
Algunos hombres salieron en busca del mercader que los había estafado, y nunca más volvieron.
Sofía, en cambio, disfrutó de las delicias de la fama. Los pocos hombres que se quedaron, enfocaron todos sus recursos en conquistarla y llenarla de halagos, sin importarles el esposo que aguardaba detrás de las cortinas. A Sofía eso no le molestaba, pues diariamente tenía una larga fila; en su mayoría ancianos, que resignados a la soledad entregaban sus ahorros y tierras a cambio de sólo sentir la textura de su piel, oler sus axilas sucias y; los más adinerados, palpar los pliegues de su ingle; acciones que Juan desconocía por completo.
Cierto día Sofía dejó su casa y a Juan en ella, se fue a vivir a un palacio que mandó a construir para zambullirse en placeres banales, o al menos eso pensó Juan para consolarse.
¿Qué haría Juan con esa infección en su corazón? Cuando su alma había sido extraída de forma tan silenciosa dejando sólo despojos de su identidad, de su esencia. Era un dolor seco en los huesos, en la sombra; y él sabía que a las sombras no les duele nada, pero lo que él sentía era eso: el sufrimiento de un idiota.
Entonces empacó sus ropas en una valija y se fue a la estación del tren, su destino era invariablemente el lugar T.

El lugar T está lleno de gente paria, desangelada, perdida, dada al catre, sin filin, sin pounch, sin esperanza; aunque digan que la esperanza muere al último, sus pobladores debieron matarla para poder entrar al lugar T. No existe otra forma. Todos los sabían, era un lugar para los pusilánimes, para que fueran a morir allí esos que no se atrevían a apretar la soga al cuello, a saltar sobre las vías, a jalar el gatillo.
Debes ir a la estación del tren, esperar una hora o diez años hasta estar lo suficientemente podrido por dentro, cuando tu cuerpo esté compuesto por agua, huesos, piel y miseria. Tendrás que vivir en una fonda, comenzar a aplastar cucarachas y a hablar con fantasmas que nunca pudieron ir al lugar T. Pero, ¿cómo saber quién es un fantasma y quién no? Para llegar al lugar T debes olvidar esas preguntas, cualquier pregunta, y estar convencido de que existe un tren que detendrá su andar brevemente para que puedas abordarlo entre el vapor y el caos. Hay días que esos trenes se descarrilan y mueres, y ahí quedaste; retorciéndote junto con otros mensos como tú.
Juan pensaba que los maquinistas eran Dios y el Diablo que pasaban todo el tiempo jugando dados, rayuela, lotería o serpientes y escaleras y fumando todo el tiempo. Tenía razón.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *