Mil kilómetros en Uruk


—Esta cerradura es idéntica a las que se usaban en la época de tus bisabuelos —me dijo Loftus y señaló un artefacto metálico del cual, si acaso, llegué a ver una ilustración durante mis días de cadete en la AENU. La Agencia Espacial de las Naciones Unidas—. Obsérvala con detenimiento. Piensa que le introduces una llave y que haces girar el mecanismo.
Apreté los párpados. Loftus implantó en mi mente la imagen de un diminuto objeto brillante. Supuse que eso era la mentada llave. La metí en el lugar señalado por mi amiga. Mi mano imaginaria le dio vuelta a la parte que quedaba de fuera. Escuché un tenue chasquido. Abrí los ojos. Frente a mí, la cerradura estaba abierta. El ramillete que formaban los cincuenta y cinco ojos de Loftus se agitó de izquierda a derecha. Yo ya había aprendido que eso era un gesto de alegría en su cultura.
Los habitantes de Uruk nos invitaron a su planeta en cuanto descifraron el mensaje de la Voyager 2. Naves. ¿Quién las necesita? Llegaron a la Tierra a través de un portal que construyeron usando el andamiaje que sostiene el espacio tiempo. Su cálculo fue tan preciso, que lo hicieron frente al edificio de la AENU, en Hokkaido. La agencia no tardó en proponer docenas de personas para representarnos ante nuestros nuevos aliados. Un puñado fuimos los seleccionados. Apenas llegamos, mis ojos se abrieron ante la vista de sus dos soles. Se veían casi blancos. Uno más pequeño, un poco más abajo, que su hermano mayor. El cielo era azul. No celeste, sino uno más oscuro. Más espeso. Le asignaron un embajador a cada uno de nosotros. Montados en sus esferas de luz, recorrimos en cuestión de minutos mil kilómetros sobre grandes continentes tapizados por hierba de hojas moradas y azules. Mares de metano y amoniaco. Un gigante parecido a Júpiter nos cuidaba desde el cielo. Los anillos de Saturno palidecían al lado de los de ese titán. Loftus y yo trabamos amistad de inmediato. Fue ella quien se encargó de mostrarme la que sería mi habitación. Una casa cúbica, de paredes traslúcidas que se opacaban según la voluntad del ocupante. Había sido adaptada para resolver las necesidades de un ser muy distinto a ellos. Lo único que necesitaba era pensar en algo. Por ejemplo, comida, y al poco rato aparecería sobre la mesa.
Cuando era niño, me imaginaba a los extraterrestres como aquellos hombrecitos grises de las películas. Los urukitas ni siquiera se ven como un animal terrícola. Todos los días Loftus me buscaba después del desayuno. En una escuela charlábamos acerca de los avances de la humanidad. La rutina era la misma con mis colegas. Lo mejor vino cuando mi amiga aseguró que podía enseñarme utilizar la mente, tal como ellos lo hacen. A fin de mover un objeto, los habitantes de Uruk no utilizan ninguna de sus trece extremidades.
Me tomó meses lograr abrir esta cerradura. Esa es la razón por la cual Loftus y yo estamos tan contentos. Y no soy el único. Los demás han hecho progresos similares. Hoy por la noche me reuniré con mis compañeros. Planeamos hacer una pequeña fiesta. Brindaremos por nuestros anfitriones. Por el futuro de la Tierra, tan brillante como los ríos de color turquesa que fluyen de manera lenta hacia el océano. Y ni siquiera tuvimos que hablar para ponernos de acuerdo.
Llegada la hora, salgo de mi casa. Decido caminar. Mis ojos se levantan. Sobre mi cabeza sobrevuelan los urukitas en sus esferas de luz. Los edificios me arrancan una exclamación. Suspendidos en la atmósfera del planeta, están formados por módulos que se ensamblan según las necesidades que se presentan a lo largo de su prolongado día. Esta es la razón por la que ninguna construcción es igual hoy que mañana. Mi cara vuelve al sendero, el cual está bordeado por árboles, cuyas puntas apenas se distinguen en lo alto. Ni siquiera queda espacio entre los troncos, que forman un pasillo interminable. La luz de sus dos estrellas nunca los abandona. En Uruk no conocen la noche.
Estoy cerca del sitio que mis colegas y yo escogimos para la reunión. El bosque se abre en un claro. Me detengo de forma súbita. No esperaba toparme con Warka y Orkhoe. Son supervisores de sector. Por tanto, jefes de Loftus. Me resultan menos agradables que ella.
—Moreno. ¿Qué haces por aquí? —me pregunta el primero.
Les conté acerca de nuestros planes.
—Deberías estar en tu celda —replicó Orkhoe.
Le pregunté de qué rayos hablaba. Pareció no escucharme.
—Según el jefe Gottlieb, la doctora Loftus le aseguró en sus informes que este ya comenzaba a mover objetos.
—¿Crees que abrió la cerradura con la mente?
—Pues si no, ¿por qué está aquí? Yo lo encerré antes del anochecer.
Ambos me ponen sus tentáculos encima. Me sacudo. Me contorsiono. Arremeto contra ellos, pero no los toco.
—¿Qué te parece, Charly?
—Inyéctale lorazepam. Es el único sedante que el doc autorizó.
Me llevo las manos al cuello, en el sitio donde siento una punzada. Mis protestas no hacen eco en sus oídos.
—¿Y si no se duerme?
—Le telefoneamos al jefe. Avisó que iba a estar en Langley. Él nos dirá que hacer.
A voz en cuello, les exijo que me suelten. Aúllo sus nombres. Me responden unas risotadas.
—¿De qué diablos habla este tipo, O’Neal?
—No tengo idea, Charly. Algo me dice que está a mitad de un viaje. Siento un golpe en la boca del estómago. Después, vuelo. Cuando aterrizo me quedo sin aire. La luz se apaga. Mis párpados pesan. No puedo evitar que se cierren.
—Ponle doble seguro.
Las voces de Warka y Orkhoe se alejan poco a poco:
—¿Crees que los Gigantes le empaten a los Yankees?
—Ya te lo dije. Va a acabar uno a cero. Terry será el más valioso y Mickey el Guante de Oro.
—Debí apostar unos dólares antes de que empezara. No sé cómo lo haces, Charly; siempre le atinas. Quizá debería decirle al doc que también tienes poderes psíquicos.
Sus carcajadas se pierden entre cielos azul oscuro, ríos de turquesa y bosques azules y morados.

3 comentarios

  1. Muy bueno.
    Me deja con ganas de leer la historia completa!!

  2. Felicidades, me gusta tu historia, el lenguaje, la fluidez. En tan poco texto y se imagina todo, nada aburrido.

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