Hecatombe con sabor a chilangolandia

La Luna engulló al Sol y poco a poco el cielo se fue oscureciendo. El crepúsculo cubrió cada rincón de la Ciudad de México. La noche cobraría vida por tres largos días. Nadie imaginaba que el fin de una época estaba por iniciar.

Aquella mañana de lunes, los telediarios saturaban todos los canales con la noticia del próximo acontecimiento astronómico que tenía conmocionado a todo México: el eclipse solar. Las redes no paraban de recomendar videos y reels que hablaban de las profecías apocalípticas, el eclipse y su extensa duración de tres días. Por si las moscas, los chilangos ya se habían encargado de vaciar los anaqueles de papel higiénico de todos los supermercados, no fuera a ser la de malas. De igual manera, se organizaron grupos de expedición a las ruinas del Templo Mayor para que los excursionistas ojiverdes y ojiazules, de pantalones harén y huipiles, gluten-free, veganos de Polanco y la Roma fuesen a entonar cánticos a la Pachamama.

El momento tan esperado llegó. Toda la gente se colocó los lentes que habían comprado en Amazon para ver el eclipse. Había gafas de todos los colores, con los superhéroes del momento y de mil formas. En un mundo capitalista, cualquier gusto e ideología era tierra fértil. La Luna lentamente fue consumiendo al incandescente astro. La penumbra cayó y se desperdigó por toda la urbe. Mientras toda la población ponía más atención a grabar el fenómeno y subirlo a las redes sociales que a disfrutar del instante, la tierra comenzó a palpitar. Los cielos se abrieron y siete lunas de sangre coronaron el firmamento. La escena era aterradora. Los habitantes sintieron pavor y un terror indescriptible que calaba hasta los huesos. Sin embargo, no renunciaron a su papel de influencers y, teléfono en mano, filmaron cada instante del terrible y escalofriante suceso.

Desde las alturas descendió un gigantesco cuerpo de luz y se posó sobre la Catedral Metropolitana. Se mantuvo por los aires unos minutos y, gradualmente se materializó una efigie andrógina que portaba un huevo y unos huesos en la mano izquierda y una pluma en la derecha. Vestía un hermoso y colorido quechquémitl, así como una larga falda decorada con serpientes y una amplia tilma anudada bajo el cuello como una especie de capa. Abrió los ojos y observó a la multitud boquiabierta que se encontraba sobre la plaza del Zócalo. Abrió la boca, tomó aire y, como un estruendoso rugido, pronunció: «Bienaventurado el que oye las palabras de esta profecía y guarda los mandatos, porque el tiempo está cerca». Al terminar de hablar, relámpagos hicieron eco en el cielo.

Uno de los que observaba entre el gentío, temeroso le preguntó: «¿y tú quién eres we?, porque estamos esperando a Papá Diosito». Furiosa, aquella deidad se proclamó con el nombre de Ometéotl. «Así de que como que no te pareces ni al que sale en el Google ni al que está en las estampitas de la escuela, you know bro», añadió el junior en un tono desafiante. Ometéotl enarcó la ceja derecha, respiró profundamente y pronunció: «¡Chaaale, aguanta vara! Che chilangos, no la quieran hacer de jamón como siempre. A todos los dioses ya nos tienen hasta el queque con su desmanes y revueltas: que si les traemos frío, ¡mal! Que, si les mandamos calor, ¡mal! Que si las quesadillas no van con queso, que si sí. ¡Al chile, ya déjense de…!».

La multitud se sobresaltó y guardó silencio. Ometéotl aprovechó el momento, extendió los brazos y llamó a los Guardianes. De cuatro de las lunas de sangre brotaron Tezcatlipoca, Xipe Tótec, Huitzilopochtli y Quetzalcóatl. El dios soltó la pluma y ésta se elevó hasta el infinito. La bóveda celeste centelleó y de las miles de estrellas que la sostenían surgieron ángeles, seres alados de incontables ojos. A su vez, dejó caer el huevo y, al impactarse contra la tierra, el suelo se agrietó y emergieron entes con garras y de aspecto cadavérico y espeluznante llamados Tzitzimimeh que iban ataviados con collares hechos de corazones humanos. «¡Ora, rífense! Empecemos con la preparación para el nacimiento del Sexto Sol, Nahui Cuauhtli», gritó a todo pulmón la divinidad. «Oye, ¿pero que eso no es del apocalipsis católico?», continuó el ojiazul. «¡Y sigues chiflando en la loma! ¡Estás viendo y no ves! ¿Qué tú no has escuchado que por ahí dicen “Tonantzin Guadalupe” o que las colonias de por acá son quesque “Andrés Mixquic” o “Francisco Tlaltenco”, pues tons no le quieras buscar tres pies al gato y jugarle al purista porque te va a cargar el payaso. ¿Qué no sabe que las reglas cambian, papi?, ¡póngase buzo!». «O sea, como de que no sé de qué me hablas, porque vivo en Polanco, pero ya relax we, abre tus chakras y trasmuta toda esa energía negativa porque si no va a ser mal karma», concluyó el yogui.

A lo lejos, de entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl se escuchó el rugir del tlapitzalli, señal que marcaba el inicio de la Ceremonia del Sexto Sol. Cada Guardián tomó su camino acompañado de sus tropas de ángeles y legiones de Tzitzimimeh. Los ángeles evitarían marcar con el sello tochtli, una figura de conejo, a cuanto chilango-sangre-impura encontrasen. Las sombras llevaban horas de haberse instaurado. Era prácticamente imposible ver a través de las tinieblas. La desaparición del sol generaba una atmósfera gélida que pronto hizo mella en los capitalinos, pues eran incapaces de soportar temperaturas tan álgidas.

Primero se dio la orden de acabar con aquellos impúdicos y de hábitos lascivos. Xipe Tótec, «el desollado», olfateó el aire en busca del aroma de las pieles que se bañan en deseo. Sin dudarlo, supo en un instante a dónde tenía que ir. En forma de murciélago se movilizó junto con sus tropas hasta Zona Rosa: bares, saunas, baños, sex shops y hasta uno que otro parquecito aledaño. Todo fue demolido. Tempestades de arena se levantaron sobre la metrópolis. «La comunidad» salió corriendo, pero contrario a lo que se podría pensar, aplaudieron «el efecto» tan realista de los bares mientras seguían la fiesta al ritmo de «Todos me miran». 

Siguieron, sin misericordia, contra los de hambre insaciable y voraz. Huitzilopochtli se le ocurrió dirigirse primero hacia los tianguis y los mercaditos que vendían garnachas como las guajolotas, pambazos, tortas de chilaquiles, quesadillas doradas con y sin queso, guaraches de medio metro y gorditas con un kilo de carnitas de relleno. El dios colibrí convocó a michis y xoloitzcuintles. En un abrir y cerrar de ojos se trasformaron en fornidos jaguares y salvajes coyotes. Las bestias arrasaron con toda la comida. El dios condenó a la gente a pasar hambre. La muchedumbre comenzó a llorar y gritar. Una anciana con diabetes y sobrepeso se arrodilló e imploró dolorosamente: «Quíteme todo, pero no el refresco ni el pan de dulce, se lo suplico, ¡tenga tantita piedad!» El Guardián y su fauna sagrada salieron de aquellos vistosos lugares sin ningún «recluta del conejo». Olores a grasa quemada, café de olla y cocteles de camarón se quedaron derramados sobre las mesas, los banquitos y el piso como testigos de la catástrofe.

Tocó el turno de ir a cazar a los traidores, mentirosos, avariciosos y estafadores. Quetzalcóatl se preparó para salir. Cerró lo ojos y esbozó una sonrisa maliciosa. Tenía claro a dónde tenía que ir. Ofreció un canto a los cielos e hizo una sublime reverencia. Un estridente trueno cayó. La tierra se abrió y surgió el Templo de Tzonmolco. En su interior se encontraba un anciano encorvado sentado con las manos reposando sobre sus piernas cruzadas en posición de flor de loto. Sobre su cabeza soportaba un enorme brasero. Era Huehuetéotl. Juntos, emprendieron el camino. Tenían claro que el objetivo sería la Cámara de Diputados y Senadores. La Serpiente emplumada, Quetzalcóatl, presentó a su séquito ante los asistentes. Ninguno se inmutó ni reconoció a los ángeles. Después de fraudes electorales, guerras sucias, mentiras que se firmaron en campañas electorales (incluso con sangre) y no se cumplieron, desvío de fondos, mordidas, compadrazgos y un sin fin de traiciones y atrocidades contra el pueblo estaban en la lista. Parecía que la ausencia de conciencia moral era lo único que los caracterizaba. A la señal del Guardián, Huehuetéotl, portador de la piroquinesis, quemó cada billete y fundió todas las monedas de los ahí presentes. Los congresistas sollozaron y gimieron en un valle de lágrimas. Les habían dado en su talón de Aquiles. No podían soportar tanta saña ni dolor.

Era claro que para Quetzalcóatl no era suficiente verlos arrastrarse en el piso gritando y sufriendo. La divinidad blanca chasqueó los dedos y, de las entrañas del suelo, saltó violentamente Tlaltecuhtli, la diosa de la tierra que se alimentaba de la carne y sangre de los muertos. Ella sonrió sardónicamente. Levantó los brazos y abrió las piernas. Ríos de sangre brotaron desde su boca. El piso se sacudió. La acción activó la alerta sísmica. Varios legisladores intentaron levantarse pues les había llegado a la mente el típico «no corro, no grito, no empujo» al que los exdefeños estaban tan acostumbrados. Los Tzitzimimeh aprovecharon que Tlaltecuhtli había abierto el suelo para elevarlos en el aire y dejarlos caer en las fauces de la hambrienta diosa. Borbotones carmesíes tiñeron al «honorable» complejo. Los ángeles, por su lado, estaban como espectadores de circo romano, apreciando la función.

Por último, el dios oscuro Tezcatlipoca tuvo la tarea de encargarse de los violentos, asesinos y homicidas. Ometéotl le había proporcionado los huesos que portaba en la mano izquierda. Viajó hasta Mixquic donde, después de un ritual, sembró los huesos en la fértil tierra mística bajo la efigie de Mictantecuhtli y Mictecacíhuatl, señores descarnados del inframundo. Llenó de copal e incienso el lugar. Los ángeles y Tzitzimimeh comenzaron una danza en círculos luminosos e infinitos sobre las estatuas. Una lluvia de pétalos dorados de cempasúchil como rocío matinal se unieron al vuelo. Finalmente, los espíritus de todos aquellos que perdieron la vida en manos de otros y nunca recibieron justicia se levantaron. Se escuchó un estruendo y la Plaza de las Tres Culturas se partió y de ella salieron los estudiantes del 68. En muchas otras partes de la capital, las mujeres víctimas de feminicidio en manos de sus exparejas, parientes o vecinos y «los que estaban en el lugar equivocado, en el momento equivocado», se levantaron en búsqueda de justicia. Todas estas almas se arremolinaron y comenzaron la cacería de los homicidas para pagarles con la misma moneda.

El primer día de eclipse estaba por terminar. La Ciudad de México había quedado devastada. Ni un alma se encontraba bajo la lóbrega urbe. Los ángeles y Tzitzimimeh estaban en la Alameda central, sumamente desanimados unos y, agotados, otros. Ometéotl se acercó a ellos y les pidió las cuentas. Los ángeles, decaídos, le comentaron que no pudieron encontrar ni un alma adecuada para poseer el sello de tochtli y ser parte de la nueva creación. Ansioso, también les preguntó a los Tzitzimimeh cómo les había ido en su chamba. Ellos, exhaustos, respondieron que estaban sobrepasados en el inframundo al punto de no poder darse abasto. Reflexivo, el dios andrógino dio una orden final: «¡Me lleva! Sáquenlos y permítanles irse. Ya mejor déjenlos así, que regresen». Los verdugos obedecieron y los seres celestiales les echaron una mano en su labor. Al terminar, ambas legiones decidieron irse a tomar unos tragos para ponerse al corriente de lo que había pasado desde la última vez que se vieron en el Quinto Sol. Por otro lado, el dios dual, Ometéotl se quedó meditabundo: «Bueno, pues ahí nos vidrios. Ahora me doy cuenta de que vivir en México ya es el infierno», pensó y se marchó.

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