Estrellas negras

Desde su trapecio de átomos se desploma irónica y perversa.

Su negra pupila descubre abismos transparentes en los espejos de mi alcoba.

Guadalupe Dueñas

Hay algo hipnótico y terrorífico en la delicada belleza de la telaraña que cuelga como atrapasueños gigante afuera de mi ventana. La descubrí brillando con su perfección geométrica a contraluz del farol. Acababa de encender un cigarro y miraba hacia la calle, sintiéndome ajena y lejana. Papá murió hace poco más de un mes y me cuesta descifrar este instante de mi existencia. Es viernes por la noche. A la lejanía escucho música y gritos. Con las luces apagadas observo los movimientos de los transeúntes. Doy una calada mentolada y exhalo un hilo silencioso de humo hacia una pareja que pasa caminando por la acera de enfrente.  Desearía que el tabaco que exhalo se proyectara como tejido transparente y pegajoso, así podría convertirlos en mis presas. Ellos ríen y se besan. Los imagino como momias colgando de cabeza en la telaraña, envueltos en un abrazo congelado. Pronto desaparecen tras la esquina y me hundo en la penumbra de mi departamento. Qué tedio y qué fastidio. Nadie me había advertido que el duelo podía ser tan solitario e incómodo.

Casi toda mi niñez viví fuera de la ciudad. Así descubrí que la oscuridad en el campo es ruidosa y toma tiempo acostumbrarse. Cada madrugada, durante la hora más fría nuestra casa se estremecía un poco. Se sentía como un bostezo grande, seguido por un lamento de tronidos y pasos corriendo por el techo. Durante esas noches me daba consuelo percibir siluetas de estrellas negras posadas en las vigas sobre mi cama. Aprendí que no había motivo para temerles. Mi mamá decía que ellas entraban buscando refugio para guarecerse de las tormentas y a cambio nos brindaban protección. Las imaginaba hilando entre sus ocho patas los secretos y deseos con los que se fabrican los sueños. Discretas, patrullaban desde las paredes, manteniendo los aguijones de los alacranes lejos de nuestras cortinas y zapatos. Aquellas arañas fueron los amuletos más eficaces para atravesar esas noches confusas de tormenta, cuando una extraña enfermedad atacó la voluntad de mi papá hasta convertirlo en espectro y los ecos de la casa se percibían más cercanos.

Igual que las arañas, me reconozco como una criatura tímida, de grietas y sombras. Hoy quisiera recostarme sobre el mandala etéreo que cuelga de la farola afuera de mi edificio, para tenderme en su red y llorar largamente. Así podría ahuyentar los fantasmas del insomnio y sosegar las ansias de la yegua nocturna. Cae una lluvia fina como susurro y veo a la araña deslizarse sobre una cuerda invisible de regreso a su trampa. La llovizna rasga su tejido y ella se afana en repararlo. La observo envidiosa de ese talento para remendar lo que se ha roto, aquello que en apariencia no tiene remedio. Por un instante me devuelve su mirada de múltiples pupilas. Pozos abisales de un ser atemporal que no hace juicios. Siento su hechizo sedante y percibo mis párpados cargados. Después de semanas de revolverme entre mis sábanas como poseída, por fin me siento capaz de deslizarme hacia una feliz inconsciencia. Ella teje y yo duermo. Espero soñar con telarañas que se extienden sobre el firmamento como constelaciones infinitas.

2 comentarios

  1. Felicitaciones Andrea. Bellas letras con las que brillan las protagonistas …como estrellas!!!

  2. Es poco común que un texto tome algo positivo de las mal entendidas arañas. Me agrada mucho la imagen del personaje soplando humo como una telaraña sobre la pareja que va pasando y la idea de la araña como remendadora de lo que se ha roto. Al final el arrullo de araña, contrapuesto al arrullo de ovejas y pacifismos de los que todo mundo echa mano para dormir.

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