El cesto de fresas

De pequeña me despertaba el ruido aparatoso de fierros pesados de la carnicería de mis padres, se escuchaban simultáneamente a la salida de los primeros rayos de sol. Mi madre siempre ha sido una mujer muy trabajadora, a punto de algunas veces no sentir los pies por el cansancio. Mi padre también muy trabajador, se levantaba temprano para hacer chicharrones de puerco o de res; que, por el sabor de estos, la gente abarrotaba el lugar para no quedarse sin ellos. Así́ que, crecí́ entre ruidos y mucho trajinar ya que la casa donde vivíamos estaba contigua a la carnicería.

De cinco hermanos que somos, yo era la más pequeña, siempre anduve jugando por aquí́ y por allá́, a las muñecas, a los “trastecitos”, mis hermanas en ocasiones jugaban conmigo ya que, por la diferencia de edad, fueron más cómplices ellas en sus juegos que con los míos. Mis hermanos varones eran los mayores y por lo regular jugaban en la calle con sus amigos. De la carnicería no quedó más que un cazo de cobre (el de los chicharrones) y una báscula descalibrada. Y mi recuerdo del cesto de fresas.

Cuando era tiempo de fresas, pasaba un vendedor ambulante con un gran cesto de esta fruta. La gente le llamaba y le compraba cierta cantidad: medio kilo, un cuarto de kilo, todos con el antojo de comer fresas. En una ocasión pasó el señor de las fresas y nosotras (mis dos hermanas y yo) entusiasmadas salimos a la calle a ver al señor que gritaba: ¡fresas, fresas!

Mi padre; hombre callado y que tenías que sacarle las palabras a tirabuzón, salió́ detrás de nosotras sin decir nada, la sorpresa fue que nos compró́ todo el cesto de fresas. No sé exactamente la cantidad que era, pero por la edad que yo tenía (unos cinco años) lo veía como algo inacabable y maravilloso. Me imaginaba comiendo fresas con azúcar, con chocolate, solas, era una sensación exquisita, que aun cuando recuerdo a mi padre; pues ya no está́ en plano terrenal, me viene ese aroma a fresas, ese aroma del helado que nos preparó́ con ellas y que yo de puntillas me alzaba para alcanzar con la cuchara la nevera y mi padre diciéndome —espera a que esté listo, ya en un rato más se congela—.

El olor a fresas me trae a la memoria que alguien me amó incondicionalmente (no lo digo por lo material), que alguien puede darte y hacerte sentir que eres realmente especial, merecedora de todo un cesto, formando la ilusión que sigo conservando y pensando que cuando se pueda debemos regalar un cesto completo y no solo de fresas.

2 comentarios

  1. Felicidades Rosa María. Linda evocación a la infancia glotona e insaciable!!

  2. Muy sensible y hermoso.
    Agradable leer a Rosy, muchas felicidades.

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