Pollo fresco

Tendrá como un mes que abrieron el supermercado La Comer. Ese hecho ha cambiado la configuración de la colonia. En el barrio somos pocos los que seguimos comprando el pollo con Don Pedro y sus hermanas. Creo que un poquito es por hacerle frente al capitalismo y mucho por seguir una costumbre. La atención de Pedro es pésima y la de sus hermanas no es superior. Aunque Dalia es un poco más amena. Dice mi vecina que cuando llegó a la colonia era guapita, de cuerpo costeño y cabellera rizada. En cambio, su hermana Lupe, era menos agraciada y muy flaquita; de Pedro recuerda poco, dice que se la pasaba encerrado en su casa porque siempre estaba enfermo. La vecina es bien chismosa, todo esto y más me lo contó un día que la encontré en la panadería.

— Hola, vecina, buen día. Qué bueno que ya no hace tanto frío, ¿verdad?
— Sí, por suerte, mire, hasta me salí de casa sin suéter.
— No cabe duda que ya entró la primavera. Gusto en saludarla, vecina, ya compré mi pan y ahora voy por el pollo.
— Uy, a ver si está de buenas el Pedro.

Un diálogo casual con la vecina se transforma en una charla entrañable, si tienes prisa es un dolor de muelas y si tienes tiempo de sobra el chisme se pone sabroso. Pedro casi no habla con los clientes, murmura un mantra extraño, pero es el mejor en su oficio, quizá por eso me cae bien, me lo imagino como el Joven Manos de Tijera, soltando tijeretazos de aquí para allá.

Dos muslos sin hueso por favor; Pedro asiente, no dice nada, su cabeza marchita se mueve afirmativamente en un bamboleo de ritmos prehistóricos mientras las tijeras hacen su magia, cortes precisos. Si pones atención lo escucharás repetir una y otra vez, “con calma, sin miedo”, bajito como un susurro. Cuando lo conocí pensé que Pedro era un robot o un reptiliano. Hace cuarenta años él y sus hermanas llegaron de Catemaco, Veracruz, a la capital, venían buscando un mejor futuro, no sé si lo encontraron. Él es el hermano sánwich, a las orillas se encuentran, Dalia y Lupe.

Tan pronto llegaron a la CDMX comenzaron a trabajar en una pollería de unos parientes allá por Chalco, los tres aprendieron el oficio, aunque Dalia fue más inquieta y por las tardes acudía a la prepa abierta. Por ese entonces conoció a Tomás, un fulano que tenía una papelería enfrente de su escuela. Comenzaron a salir, y poco a poco la fue enamorando. Tomás era alcohólico recuperado, diez o doce años mayor que Dalia. En sus tiempos libres apoyaba como voluntario en un anexo para adictos al alcohol. Dos años después de haber iniciado su relación se casaron, pero nunca tuvieron hijos, duraron juntos más o menos quince años, hasta que la muerte los separó. Lupe siempre dijo que Dios no le había mandado hijos a su hermana por el pasado pecador de Tomás. Hoy supe la verdad, la vecina me lo contó. Dalia es quien lleva la administración del negocio. Aunque ya estaba casada siguió estudiando y se graduó de una escuela técnica de contabilidad.

Me enteré que Pedro sufre de esquizofrenia, Dalia lo ha cuidado como a un hijo, ese que nunca pudo tener. “Con calma, sin miedo”, es parte de un protocolo para mantener a Pedro ocupado y tranquilo. Este año se cumplen 10 años de la muerte de Tomás, Lupe y Dalia no quieren que Pedro mate otra vez.


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