Morenito

Con los brazos adoloridos, lágrimas secas en las mejillas y gotas de sangre que se detenían en la manga derecha de la sudadera, miré la pared de concreto gris y frío, donde leí: ¿Es aquí el infierno o ya llegué al cielo?
Inhalé con ansias, como si fuera la última oportunidad de obtener oxígeno. Olvidé todo por momentos, pero otras realidades en mi vida crecían de manera exponencial. Mi amigo, el Tuercas, me pidió que ya le paráramos mientras encendía unas colillas en el piso con algo de tabaco.
Los gatos en las azoteas danzaban bajo la luna sobre lo que para ellos era el retrete de la humanidad. La aguja de un tocadiscos brincaba rítmicamente, recordándonos la vida separándome de la fantasía. Los edificios eran tan pequeños que pude caminar encima de ellos. Al caer, los nervios me agitaban el corazón. Tanto hablaron los curas de la vida y su perpetuidad en el cielo que escuchaba los gritos de mis muertos, como mi amigo de la infancia, Isidro. Su voz llegaba con ráfagas de viento, distinguía entre llantos y risas: “ayúdame, no me dejes aquí, por favor, me llevarán a la cárcel”, suplicaba y luego se reía:
“No te creas, ya estoy frío, morí en esa acera, ¿no recuerdas, güey?” Tragué saliva, estaba seco. Sentí mis comisuras extenderse al grado de reventar mi piel, mas no resultaba doloroso. Unas voces hablaban encima de mí, me encontraba bajo un pedazo de arena desértica, mojado de sangre. Era mi cuerpo con los ojos cristalizados, sumidos. Los podía tocar y sentir, se escuchaban como el celofán.
La voz de mi madre atravesó mi cuerpo envolviéndome en una túnica blanca que me columpiaba entre dos rascacielos: “Solo te vengo a decir, hijo mío, que no pude quedarme contigo desde tu nacimiento porque tenía que trabajar. Dejarte o abandonarte, como te vinieron diciendo todos los de la calle; no fue voluntad mía, me arrebataron de ti. Me prometieron cosas más lindas para los dos, tú sabes, dinero acá para nosotros. Quería comprarte un refrigerador con comida siempre y olvidarnos de la parrillita eléctrica. Quería una estufa bien chula… y con engaños me llevaron al norte, allí donde los huizaches y ocotillos abundan y el desierto se hace infinito. Me hicieron cavar una gran fosa junto con otras mujeres, después de violarnos muchas veces y agarrarnos a tablazos en las nalgas. Nos mataron y aquí estamos, esperando que nos encuentren. Aproveché ahorita para venir a arrullarte y saludarte, descansa, mi niño, mi lindo morenito”. Las luces me indicaban el camino. Rompía el viento, y las partículas suspendidas en el aire rasguñaban mi cara. Una pequeña roca perforó mi frente, después mi cráneo; sangré y reconocí ese sabor tan familiar, ya en mi boca por tantos madrazos, ese sabor a fierro con tierra por levantarme una y otra vez del piso, después de ser abusado y golpeado en el barrio.
Mi piel quedó atrás, mis músculos y el esqueleto iban más rápido en la caída. Era un saco de huesos con músculos adheridos. Me aterrorizaba.
La noche, ese mar lleno de misterio, abría su boca como cachalote, devorando peces y calamares en las profundidades, a donde nadie llegaba. Mi vida se aferraba entre sus encías para no ser su presa nuevamente.
Toqué tierra con mis piernas, pero mi paz se interrumpió con unas sirenas que me hicieron arrancarme los últimos milímetros de uñas. Venían por mí, y ya me daba igual si era patrulla o ambulancia. Los sonidos lentamente se alejaron. Comencé a sentir mi corazón: hacía redobles y algunos ritmos ancestrales que llamaban a una tribu para comerse un venado. Me dio risa. Mojé mis labios con un vino barato.
Horas después, un rayo de luz me despertó en un edificio en obra negra. Estaba entre cemento y grava, qué mierda ¿otra vez estoy vivo? A unos metros, estaba el Tuercas. Me dolía el brazo y la cara ardía, con una lata me ayudé para reflejarme. Un ojo estaba morado y un poco más cerrado. “¿Qué paso? ¿Qué hicimos?”, le preguntaré al Tuercas. Me aproximé con cuidado hacia una orilla y pude darme cuenta de que estábamos en un sexto piso. “¿Cómo demonios llegamos aquí?”, me sorprendí cuando miré mis manos al sol. Tenían sangre.
“¿Tuercas? ¿Tuercas? Despierta” Giró su cuerpo y me dijo: “Morenito, ahora sí te malviajaste y te mamaste, ¿no me digas que no te acuerdas de lo que hiciste? Te pusiste de aferrado que fuéramos por más con el dealer. Y nos metimos unos buenos chingazos con los del barrio de abajo, después apuñalaste a uno de ellos varias veces, creo que te lo echaste. Nos correteó la tira y aquí nos escondimos. Ah, y después, con tu puño ensangrentado, escribiste eso en la pared”, señaló una pregunta en el muro de concreto, gris y frío. “Llorabas bien fuerte, Morenito. Ahora sí me sacaste de pedo”.

2 comentarios

    1. Gracias por tu lectura y por supuesto por el comentario, recibe un abrazo.

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