Maldito jorobado

«En ese lugar te encontrarás con el jorobado», eso es todo lo que me dijeron. No me dieron más detalles. Mi única tarea consistía en entregar el paquete para recibir el pago. Lo de siempre. Había acumulado más de cuarenta años de experiencia en este tipo de trabajos. La singularidad esta vez radicaba en que la entrega se realizaría en un bar. El lugar, poco frecuentado, exhibía mesas desocupadas. La carta presumía precios exorbitantes. Cobraban el vaso de agua. Estos rincones, antes populares del Centro de Lima, ahora están sobrevalorados. Al menos no olía a orines. He pisado menesterosas tierras. Todo sea por cumplir a cabalidad el trabajo asignado. Legal o ilegal, no me importaba, me aferraba al ateísmo. Hice mis averiguaciones y, como diabla vieja que soy, pude indagar que lo peculiar que sucedía en aquel bar era que siempre había un tullido. No lo creí. ¡La gente se inventa cada cosa!
Lo que quería era terminar pronto con la entrega, que sería la última de mi extensa carrera. La jubilación me esperaba y yo ansiaba abrazarla para irnos juntas a alguna playita escondida de Huacho.
Con el paso de los años, un bastón de cabeza de marfil empezó a hacerme compañía; era mi ayudante moral. No me gustaba llevar canas, pero dejé de pintármelas por practicidad. También tuve que cargar las pastillas para los gases. Cuando consideraba que no sería una labor fácil, la pistola escondida en la ingle me daba algo de valor. En aquella ocasión no creí que fuera a necesitarla. Apresuré el paso. Me gustaba llegar unos minutos antes de la cita. Estando dentro del bar examiné al único camarero que atendía desganado. Estaba completo, me refiero a su cuerpo. No tenía siquiera un tic nervioso. Me senté en el medio del local; en la mesa estaba la lista de precios. El mesero, de baja estatura, me miraba de reojo desde su ubicación, supongo impaciente, porque no me decidía qué pedir. No llegaba el jorobado. No reconocí a ningún lisiado ni paralítico; ni tuerto. Empecé a incomodarme. Posé mi dedo sobre la lista de tragos. Mi yema sinuosa buscó el menor precio. Levanté la mano para llamar al empleado; quien, sin que me diera cuenta, ya estaba frente a mí antes de que mi brazo hiciera el esfuerzo de ir contra la gravedad. El mozo hizo una leve reverencia al apuntar el pedido. Se marchó como modelando. Del jorobado ni la sombra. El paquete descansaba en la silla como acompañante mudo de la transacción que se daría en cualquier momento. Más que cómplice, era el protagonista del asunto.
Llegó el pedido al tiempo que alguien ingresaba al bar. Miré por el rabillo del ojo. El olor a polillas me alcanzó, seguro por el viento que avivó el aroma. Aquel visitante no tenía joroba. Ya se estaba tardando en llegar el destinatario del paquete. Pensé en tomar el pisco sour de un tiro. El recién llegado, un calvo, miraba a todos lados como buscando a alguien. Eso alertó mis sentidos. Mantuve el vaso en el aire, dudosa de si llevarlo a la boca o posarlo sobre la mesa. Hicimos contacto visual. El hombre que aparentaba ser más joven que yo ladeó la cabeza. No supe interpretar el gesto. Solo asentí para no desairarlo. En eso entró una pareja que llamó mi atención. Busqué gibas en ellos o algún desperfecto en sus cuerpos. Nada. La frustración secó mi garganta. De inmediato, y sin pensarlo mucho, pasé el licor sin saborearlo. Cuando empecé a toser, el calvo se acercó.
—Señora, ¿está bien?
En un hilo de voz le dije que sí.
—Ah, bueno, tosa, tosa, que eso le hará bien. A nuestra edad debemos tomar las cosas con calma.
—Sí, sí, cof, cof.
Pasaron varios tensos segundos de silencio. Esperé a que se me calmara la tos. El calvo se sentó en mi mesa sin pedir permiso y prosiguió:
—Ya pasó, ya pasó —habló con tono condescendiente.
—Sí. Gracias.
—Ah, mire, usted tiene un bastón y un paquete aquí.
Me quedé en silencio por el atrevimiento; en tanto el mesero nos merodeaba a la caza de un nuevo pedido.
El extraño calvo con voz calmada volvió a hablarme.
—Estoy esperando un paquete, me dijeron que una persona manca me lo daría, pero ya se está haciendo tarde y no veo a alguien con esas características. Estoy apurado, debo tomar un bus pronto.
Se me bajó la presión, no sabía si debía decirle que yo estaba buscando a un jorobado. Mientras pensaba en qué responderle, al fondo del lugar una gresca se armó. La curiosidad por saber qué estaba pasando hizo que me distrajera llamada por el morbo. Incluso caminé unos pasos acompañada de mi bastón. Me acerqué para ver si podía atisbar a los peleoneros. Con gritos y forcejeos de otros comensales, se calmaron las aguas. Regresé a mi mesa. Habían pasado pocos minutos como para preocuparme por la encomienda. El bastón se me cayó y en simultáneo la mandíbula se me descolocaba. No había calvo ni paquete. Corrí hacia la puerta, a lo lejos vi cómo un jorobado se llevaba el bulto. Sin pensar en mi bastón, traté de avanzar más. Reconocí al calvo, quien corría mientras una enorme giba le crecía cuando se alejaba por el jirón Ancash.
Desconcertada por lo que veía, solo atiné a quedarme inmóvil. El paquete había sido entregado, pero no de la forma correcta. Todos los años de entrenamiento se fueron al tacho por un desliz, unos minutos de distracción. Regresé sobre mis pasos hacia la mesa, no creía lo que había ocurrido. Al querer recoger mi bastón, no pude asirlo al primer intento. Ya no tenía una mano. No grité, guardé la compostura, una veterana debía hacerlo así. La ausencia de mi miembro era el castigo por no ser prolija en mi cumplir mi trabajo. Evité rezar. Respiré profundo para calmarme y procesar lo que había sucedido. Llamé al camarero para pedirle el trago más caro de la carta como consuelo. Cuarenta años de servicio intachables se fueron al carajo. Eso no impediría que tostara el resto de mi cuerpo en el Paraíso, una de las mejores playas de Huacho.

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