Luna de miel

Beatriz se apeó del vehículo y alzó la mirada hacia el imponente edificio que se alzaba frente a ellos. El hotel Marigold era un sitio precioso, lujoso, cargado de historia y leyenda. Fue el hogar ancestral de una acaudalada familia noble en la campiña inglesa, pero la guerra se llevó a los herederos de la familia y la finca terminó vendiéndose al mejor postor. La propiedad fue destrozada en parcelas más pequeñas y subastada entre un montón de nuevos ricos que fantaseaban con la idea de experimentar el estilo de vida de los aristócratas de rancio abolengo que solían mirarlos por sobre el hombro. Lo único que escapó a la avaricia de los parientes lejanos y administradores inescrupulosos fue la casa. La mansión Treverton tenía cinco pisos (contando el sótano y el ático) y treinta dos habitaciones, incluidas biblioteca, salón de baile, bodega de vinos y caballerizas. Era un sitio perfecto para la luna de miel de sus sueños y Beatriz no podía estar más feliz.

– Esto es precioso…– suspiró, sonriendo al sentir los brazos de su recién estrenado esposo rodeándola por la espalda.

– No más que tú…– Thomas dejó un beso en su mejilla y su esposa soltó una risita traviesa, acariciando sus manos con suavidad.

– Oh, por favor– se quejó, volteando a verlo de reojo– espera a que lleguemos a la habitación, al menos– susurró y Thomas sonrió más amplio, sus ojos brillando de entusiasmo.

Un botones se materializó a su lado y los saludó con una sonrisa cordial antes de coger las maletas y guiarlos a la recepción. Beatriz y su esposo lo siguieron de inmediato; ella con la mirada fija en las pinturas del techo y los elegantes acabados de las molduras y las escaleras y él con los ojos puestos en su trasero, pensando en las ventajas de tener una esposa latina. Para ella, traspasar la puerta fue como volver en el tiempo, a una época mejor, más sencilla, en la que todo tenía un orden y un lugar. La joven siempre sintió una extraña nostalgia cuando se enfrentaba a edificios históricos. Era una suave melancolía que la hacía querer regresar a un sitio que en realidad no conocía y extrañar una época en la que no vivió. Thomas decía que tenía un alma vieja, que por eso sentía fascinación por la historia y sus vestigios. Su madre la llamaba simplemente “arribista” y despreciaba sus sueños y aspiraciones, acusándola de ridícula. Pero, ahora su madre estaba muy lejos, atrapada en su pequeño país tercermundista y ella gozaba de su luna de miel en un edificio cargado de magia e historia, como siempre soñó. “¿Quién es la ridícula ahora, mamá?”, pensó, sonriendo a la preciosa recepcionista que los esperaba tras el mesón.

Se registraron y subieron a su habitación entre cuchicheos y risitas. El botones los dejó en la puerta y recibió la propina con una sonrisa antes de retirarse discretamente. La pareja se encerró en el cuarto y no salieron sino hasta la hora de la cena, anunciada por un gong, como en los mejores tiempos de la preguerra. Thomas parecía flotar sobre una nube mientras andaba y su sonrisa satisfecha y bobalicona tenía a Beatriz al borde de la carcajada. Se contuvo, sin embargo, cuando llegaron al salón comedor y se encontraron con el lugar lleno de punta a punta.

– ¿Señores Stone? Vengan conmigo, por favor– pidió el maître, guiándolos por entre las mesas llenas– Hemos reservado un sitio muy especial para ustedes– anunció, deteniéndose frente a una mesa para dos en el centro del salón.

Beatriz, que esperaba entrar al comedor como una reina, se sintió de inmediato observada y una sensación de incomodidad se asentó en la boca de su estómago. Mientras tomaba asiento, notó que casi todos los comensales eran personas mayores, vestidos íntegramente de negro que los observaban con ojos torvos y una mueca desagradable en el rostro. Todos llevaban un broche con una perla blanca y brillante en el pecho y comían el mismo plato: una sopa extraña y de color verduzco que llenaba el salón de aroma a hierbabuena y alcanfor. Era un aroma extraño para un salón comedor, pero, imaginó que se trataría de algún plato local, quizás la especialidad de la casa. Después de todos, los ingleses eran bien conocidos por su extravagante y algo insípida cocina. Además de ellos y los ancianos malhumorados, una familia con dos niños pequeños comían en un rincón lo que parecían patatas fritas con pescado y una joven rubia y de rostro ceniciento bebía un café en una mesita en el fondo, con la cabeza hundida en un libro.

El mesero les llevó sus pedidos con rapidez y la joven pareja intentó disfrutar de su comida, pese a las persistentes miradas de los ocupantes de las otras mesas. La joven del fondo y la familia (a todas luces americana) parecían tan incómodos como ellos. El ambiente era pesado, silencioso. Ni siquiera los niños hacían ruido, pese a su corta edad, como si romper el ominoso silencio fuese una especie de tácita prohibición. Beatriz jugueteó con los guisantes en su plato, pensando en que no era así como imaginó su luna de miel. El sitio era hermoso y la comida no estaba mal, pero, la presencia de esas personas la hacía sentir realmente incómoda. Mal. Casi angustiada. Ella esperaba una cena a la luz de las velas, con un cuarteto sonando en el fondo, risas y sonido de copas chocando, no esa sensación opresiva en el pecho, como si intuyera un peligro que no lograba identificar.

– ¿Qué te parece si salimos de aquí y vamos a comer a otro sitio? Estos viejos me ponen los nervios de punta…– propuso Thomas y Beatriz asintió de inmediato. Se levantaron de la mesa apresuradamente y Thomas cogió su mano. Beatriz se aferró a su agarre, muerta de miedo por alguna razón. No se atrevió a voltear, pero, pudo sentir decenas de ojos clavándose en su nuca.

– Dios, que gente más extraña…– murmuró, mientras subían por las escaleras en dirección a su habitación.

– Dan miedo…– afirmó Thomas en voz baja, cerrando la puerta tras de él. Beatriz no pudo más que darle la razón. Un rato después, dejaron su cuarto con forzado buen humor, esperando que la ciudad ofreciese un mejor panorama que su supuesto “destino ideal”.

El olor a alcanfor los golpeó como un puño en la nariz en cuanto salieron al pasillo. La pareja tosió, desorientada y Thomas se llevó una mano al rostro, maldiciendo entre dientes mientras buscaban la escalera, buscando salir lo más pronto posible del lugar. El penetrante olor del alcanfor hacía picar sus ojos y quemaba en su garganta, ahogándolos. Beatriz tosía, sin aliento y Thomas, conociendo el diagnóstico de asma que aquejaba a su mujer, cogió su mano arrastrándola a las escaleras, intentando llevarla a un sitio con un aire más limpio y menos viciado. No sabía si se trataba de la fuga de algún gas venenoso o algo similar, pero estaba seguro que si lograba salir de ahí y llevarla a campo abierto estarían bien. Sin embargo, todas sus esperanzas murieron al llegar a las escaleras. La pareja se detuvo de golpe, paralizados por la dantesca escena que se desarrollaba ante sus ojos: como si se tratase de una bizarra película de terror, los ancianos del comedor formaban filas a ambos lados de los amplios escalones, muy quietos y en silencio, esperando. Semejaban estatuas; gélidos, pálidos, sus rostros convertidos en máscaras mortuorias talladas en mármol. No parecían siquiera ser humanos.

En cuanto notaron su presencia, giraron las cabezas al unísono en su dirección, como si fuesen un solo ser o una sola consciencia. Thomas retrocedió un paso, al notar las dagas negras y brillantes en sus manos y sujetó a su esposa, protegiéndola de un peligro que no veía, pero podía sentir en la piel. El desconcierto dio paso al horror cuando, de pronto, comenzaron a recitar en voz cada vez más alta, palabras de un dialecto extraño y gutural que hería sus oídos y los llenó de pánico. Beatriz se aferró al brazo de su esposo, mientras sus ojos recorrían la hermosa estancia buscando desesperadamente una salida. Se encontraban en el segundo piso, seguro podían escapar si lograban llegar al lobby.  Pero el precioso recibidor que les dio la bienvenida apenas unas horas antes había perdido toda su magia y se había convertido en una pesadilla. Sobre un mesón de la recepción, cubierto ahora con un mantel de lino empapado de sangre reposaban los restos de la joven del libro. Un sacerdote (que reconocieron como el maître) se hallaba de pie frente al “altar”, vestido íntegramente de blanco. Sostenía la cabeza de la muchacha en el aire mientras que otros “sacerdotes” sujetaban los cuerpos de los niños de los pies, dejando que la sangre de las grotescas heridas en sus cuellos cayera sobre el pentagrama formado en el suelo con los miembros de sus padres.

– Acérquense, queridos huéspedes. Hoy es un día de celebración… y ustedes servirán como sacrificio para nuestro señor… – anunció a voz en grito, dirigiéndoles una enorme y deforme sonrisa que heló su sangre. La pareja retrocedió, emprendiendo la huida a su cuarto cuando una mano fría y enorme cogió a Beatriz por el cabello, apartándola de su esposo y la hoja de obsidiana se hundió en su abdomen sin misericordia.

No tuvo tiempo de pensar, ni de procesar el dolor espantoso y absoluto que se extendió desde el centro de su cuerpo hasta las puntas de sus dedos. La hoja subió por su pecho, desgarrando músculos y órganos y un chorro de sangre espesa y hedionda cayó a sus pies, arruinando la hermosa alfombra turca que cubría el piso. “Qué lástima”, pensó, mientras un coágulo de sangre llenaba su boca. “Era una alfombra tan bella…”. Thomas, sacudido por el pánico y la incredulidad, se lanzó hacia su esposa, intentando alcanzarla. “Esto no puede estar pasando”, se dijo mientras las vísceras de su mujer caían al suelo. Seguro estaba aún dormido, sumido en una horrible pesadilla. Era imposible que un momento tan sublime, tan hermoso, tan esperado por ambos terminara de ese modo, grotesco y miserable. No se sentía justo. No era justo. Sus ojos se encontraron por un momento y la pareja compartió una última mirada amorosa y desesperada antes que una de las ancianas, provista de una fuerza sobrenatural, lo sujetara por el cuello y abriera su piel de un tajo rápido y salvaje que cortó hasta el hueso, cubriendo a la mujer de la sangre caliente y espesa de su marido. Beatriz bajó los ojos a la alfombra, observando cómo su sangre y la de su esposo se mezclaban sobre las fibras. Una lágrima se deslizó por su mejilla al recordar sus sueños de convertirse en madre y crear una nueva vida que llevara su sangre y la de su marido. Ahora, sin embargo, lo único que habían creado era una enorme mancha sobre la alfombra. Cayó pesadamente de rodillas y se dejó arrastrar por el piso por su verdugo, ya sin sentir dolor ni miedo. Antes de cerrar los ojos a la vida, deseó haber aceptado la sugerencia de su madre de irse de luna de miel a Puerto Vallarta.    

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