Doña Juana

“Los animales deben estar fuera de la casa, ese es su lugar”. Es lo que recuerdo de aquellas vacaciones al final del ciclo escolar, el año en que abandoné la Orden de San Juan Bosco y debía reunirme con mis padres en casa. Era 1991, el año en que no pude tener un gato.
La abuela decía que los animales también tienen sentimientos como nosotros, y muchas veces más desinteresados que los de los humanos. Algunos hablaban en silencio con la mirada como los peces, y otras veces lo hacían con un lenguaje inocente que ya no entendíamos por nuestra soberbia. Al paso del tiempo noté que la abuela no era una creyente, pero en esos años trataba de explicarme la magia de la naturaleza, de una manera que no escandalizara a mis devotos padres, amantes del orden y el progreso.
“Si dios no existe, ¿quién creó todo esto?”, me decían mis padres, pues les encantaba hablar de religión para explicar las miserias del mundo y echarle la culpa al diablo de lo que dios no arreglaba. Ese septiembre con más ahínco, citaban la Biblia a toda hora; con la frase de “Hombre y mujer Él los creó”. Porque amar a Elizabeth en el convento, había sido algo malo y debía orar con más fe para que el malo alejara esos pensamientos equivocados.
Debido a esta relación con ellos, visitar los fines de semana a la abuela Juana era un respiro, siempre encontraba frases que me hacían reír cuando no podía solucionar esos pequeños dilemas infantiles y seguirle el ritmo a sus labores: “Híncate, a ver si baja Jesús y arregla el desmadre que hiciste”. “No tuviera pelos esa clavija ¿verdad? Porque ya sabrías donde ponerla ¡cabrona!”. La abuela era una mujer morena y recia, de voz fuerte y carcajada estruendosa, se ganaba la vida como curandera local y la gente le respetaba por su manera de opinar, y su firme aguante para beber alcohol en las fiestas patronales. Era malhablada y fumaba cigarros Faros sin filtro. Nunca me he podido explicar por qué mi madre era tan diferente a ella.
De doña Juana aprendí, en los escasos años que la tuve a mi lado, la belleza mortal y curativa de las plantas. Siempre fueron mis tías Leonor y Lorena, quienes me llevaban a verla. Nos íbamos en un camión totolero a su casa. La sensación de libertad la asocié por mucho tiempo al color de las paredes caleadas y al techo de lámina de asbesto. Mi madre no tenía tiempo para visitarla. El día que la abuela murió, tampoco fue a verla al hospital, pues estaba ocupada procurando una vida mejor para todos, siempre junto a mi padre quien nunca pudo llevar una buena relación con la abuela, y sólo la toleraba por caridad cristiana.
Me gustaba la casa de doña Juana, recuerdo las plantas de geranio, sus buganvilias, nopales y helechos del terreno donde vivía. Las flores de cuatro pétalos morados con su centro amarillo y el infinito verdor del campo, que poco a poco estaba siendo devorado por las casas del Infonavit. Mis padres decían que la abuela estaba loca. Eran tonterías de gente inculta decir que platicaba con los chivos, gallinas y perros. Yo disfrutaba las historias de ella cuando soplaba el viento y caía la lluvia. Ellos no sabían del placer que sentía, del olor a hierbas medicinales de su hogar, la paz de los ungüentos, el humo de copal y la tierra húmeda. Ella a veces me dejaba ayudarla a deshojar el pirul. El olor a té de zopaxtle con chocolate y ruda impregnaba el ambiente. Mis tías también la ayudaban a preparar los irrigadores y los baños de asiento para las mujeres. Observé que muchas veces ocupaba las plantas para ayudar a quienes no deseaban tener más bocas que alimentar. Otras veces sanaba los males de espíritu, a través de escupitajos de alcohol y ramalazos de hojas.
Esas vacaciones a fines de mi niñez, regresé una tarde de con mi abuela. Estaba algo nublado y aunque llevábamos prisa, las tías y yo encontramos un gatito negro dentro de una caja de cartón frente a mi casa. Tomé con ternura a aquella criatura temblorosa y suave. Lo miré a los ojos, y me percaté de que en uno de ellos aparecía una mancha de sangre. Sentí como las lágrimas subían a mis ojos al pensar en lo indefenso y asustado que estaba; me propuse cuidarlo. Las tías me apoyaron, entraron conmigo a casa y cenaron con nosotras, mi padre no estaba pues solía salir de viaje por días. Al cabo de un rato se despidieron y se fueron a su hogar.
Por la noche mi madre vio la caja en mi cama, la tomó con asco y la sacó a la calle a pesar de mis súplicas. Juré que rezaría con más ganas, me confesaría cada domingo y dejaría de ver en televisión a Candy Candy. “Los animales son sucios, no son como nosotros y no sabes qué enfermedades pudiera tener ese bicho”. Lo dijo en el mismo tono entre amable y digno con el que se persignaba frente a la guadalupana el 12 de diciembre. Huelga decir que el gatito murió en la calle, agotado después de maullar por días, esperando la caridad cristiana que nunca llegó.
Lloré tanto, como cuando se supo en el colegio que había besado a otra niña. No podía querer a nadie sin que algo malo pasara. Dios no escuchaba a los gatitos abandonados, ni a una niña como yo. Por la noche me puse de rodillas frente a la imagen de yeso; en mi fuero interno decidí que no volvería a contarle mis penas. Desde ese día no creo en el pecado ni en el paraíso, pero sí en la culpa. Es algo que me carcome: el recordar que no pude proteger a ese angelito abandonado.

La abuela murió de enfisema hace años, pero aún la veo en la estrella del atardecer. Ella solía decirme que siempre podría hablarle mientras la observara. Mi madre hasta la fecha considera esa estrella algo diabólico: “Es Lucifer que pretende deslumbrarnos con su falso brillo”. Pero sólo es el planeta Venus; la certeza de que la magia de la abuela aún vive en mí. La recuerdo sanando el cuerpo y el espíritu de las personas. Siempre le pido que guíe mis manos mientras preparo los brebajes para curar a la gente los viernes de limpias. También agradezco su amor por las noches mientras acaricio a Fetiche, mi gatito negro, y sé que la compasión de la abuela está en mí y no en una iglesia llena de fanáticos. Cuando bebo una copa al final del día, miro hacia la oscuridad del cielo y Juana está ahí brindando conmigo, diciéndome algo como: “¡deja de hacerte pendeja y apúrate, que mañana hay que trabajar!”. En mi casa no hay imágenes de santos, pero sí muchos animales rescatados, como en el arca de Noé. Ellos duermen conmigo, en la cama y no necesitan rezarle a nadie antes de irse a dormir. Sé lo que quiero, aunque la mujer de mi vida aún no me de el sí. Gracias a la abuela, sé que lo que siento por ella está bien, y no debo esconder la ternura que me produce querer estar a su lado para compartir la vida.
Las últimas conversaciones con Juana fueron sobre el tema de mi salida del clóset a los 17 años. La recuerdo diciéndome: “mira hija, si es tu culo y no le pides prestado a nadie el suyo, ¿qué chingados importa con quién vivas o a quien te cojas?…”
¡Salud por la abuela Juana, dondequiera que esté!

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