Una de luchadores enmascarados

Me encontraba manejando un carro y un poco desorientado en el estado de Tabasco, cerca de la frontera con Guatemala. Llegué a un pueblito, al parecer con pocos habitantes pues sólo había unas cuantas casas a los costados de la carretera; a la entrada se podía leer en un letrero el nombre de la comunidad: Ejido Zapata. Poco menos de un kilómetro antes de la primera casa, un escultor aficionado había colocado a un costado del asfalto la estatua de una figura humana de aproximadamente metro y medio de altura; viéndola de lejos, pensé que se trataba de una imagen religiosa, pero mientras más me acercaba me daba cuenta que nada tenía que ver con representación mística alguna sino todo lo contrario. Su creador se había esmerado en definir el contorno del rostro y delinear con ímpetu los bordes de los ojos que se tornaban grandes y ovalados, el tallado del cuerpo era un poco desproporcionado pues sus piernas parecían algo cortas. Otro singular distintivo era que uno de sus brazos había sido esculpido con dirección hacia arriba mientras el otro hacia abajo, como si bailara con el viento. Las palmas de sus manos las tenía completamente abiertas como si por ello pudiera tener fuerzas sobrenaturales.

Mi curiosidad fue enorme. Nada —en ese momento— me impedía explorar la extraña y fea estatua, era como la imagen de un niño con cuerpo de adulto, piernas cortas y rostro de alienígena.

Me estacioné a pocos metros y tras bajarme del auto caminé hasta acercarme a ella con el objetivo de tocarla. ¡Era la estatua de El Santo, el “Enmascarado de Plata”. Estaba en la clásica pose de los juguetitos de plástico. ¡Qué mexicano no los tuvo alguna vez! El “artista” que había hecho ese homenaje carecía de talento, pero lo compensaba con la pasión por su ídolo. El Santo, con las piernas y pies separados, se encontraba parado sobre una base de concreto de unos sesenta centímetros de ancho. Acompañaba a la estatua un escrito, que estaba seguro lo había realizado una persona ajena al “escultor”, quizá un viajero como yo. Había sido redactado con tinta negra:

“¡Necesitamos urgentemente un héroe…! Pero para qué, si no tenemos enemigos, ¡…entonces busquemos urgentemente enemigos para poder tener un héroe!”

Lo anterior fue como una llave que abrió el cerrojo de la puerta y liberó muchas preguntas. Nunca pude comprobar si estas palabras escritas en forma de epitafio fueron dichas en alguna de las películas de El Santo o si fueron pronunciadas por el mismo Sigmund Freud para justificar los demonios de la mente; si fue una sentencia hecha por Alejandro de Macedonia antes de conquistar el mundo o fueron parte de los consejos que Maquiavelo le daba al Príncipe.

Quise ofrecerle una ofrenda al “Enmascarado de Plata”, pero no había diminuta flor alguna en los montes cercanos. Regresé a mi auto. En poco tiempo encontré el camino que me llevaría a mi destino; sin embargo, la estatua y la frase que la acompañaba iluminaron algunos pasillos de memoria que desde décadas atrás se encontraban en tinieblas.

Me proyecté al tiempo aquel del Cinema Palacio y a las funciones de luchadores que se habían vuelto populares en la década de los cincuenta y cuyas producciones disminuyeron a mediados de los años setenta. No obstante, las películas continuaron siendo populares por lo menos durante diez años después de su gran auge.

Estas filmaciones llenaban el salón del Cinema Palacio. Los espectadores daban gritos de emocionante alegría cuando veían el auto convertible blanco estacionarse y en él al Santo que con gran ímpetu brincaba por encima de la portezuela para realizar sus faenas luchísticas, y a mano limpia derrotar a cuantos enemigos se enfrentaran con él.

Es por ello por lo que no puedo hablar mal de las películas de luchadores y en especial de las de El Santo. Sería como una falta de respeto a la memoria del Cinema Palacio. Sin embargo, haré algunas preguntas existencialistas y expondré algunas teorías radicales, así como paranoicas.

Por un pasillo lúgubremente iluminado por antorchas va pasando un luchador enmascarado; con cautela, pero con prisa, se va adentrando hacia lo que es el cuartel general del siniestro doctor Maligno. Allá la modernidad ha llegado: una computadora cubre toda una pared, son los años sesenta y el tamaño sí importa. En el centro del laboratorio hay complejos y sofisticados aparatos para realizar experimentos. Es tras este panorama tecnológico cuando uno se hace una pregunta, ¿por qué alumbran con antorchas y mecheros existiendo tanta tecnología de punta?

En otro filme, una de las civilizaciones más avanzadas del cosmos invade la Tierra. Tiene armas muy poderosas, incluso pueden comunicarse con su voz interior. Debieron utilizar conocimientos de miles de años atrás para estar más adelantados que nuestra civilización y poder atravesar la bastedad del espacio-tiempo; entonces: ¿por qué sus cascos y armaduras están forrados con papel aluminio, siendo éste el mismo que utilizan reposteras para forrar las bases de los pasteles?

Pero esa no es, por mucho, la interrogante más extraordinaria. Una serie de villanos desean el control del mundo, entre éstos se encuentran doctores locos con acento alemán. Se personifica a Drácula, a mujeres-vampiro, hachas diabólicas, momias, brujos especialistas en vudú, extraterrestres, en fin, una serie de personajes clichés. Por todo lo anterior me viene a la mente la pregunta: ¿Por qué escogen a México como base de sus operaciones? ¿Acaso esos extraños y delirantes delincuentes no les tienen ningún respeto o miedo a los servicios de seguridad interna del Estado mexicano? Es posible que no supieran de la existencia del “Negro” Durazo, jefe de la División de Inteligencia para la prevención de la delincuencia, corporación policiaca que utilizaba métodos que haría palidecer a los de la misma KGB. Creo que otros villanos “normales” escogerían una montaña en una minúscula isla en medio del Océano Pacífico.

Considero que las películas de luchadores no eran malas. Sus personajes, narrativamente, se encontraban bien armados; eran campeones de lucha libre, simplemente los mejores. En las tramas, las autoridades solían recurrir a sus servicios para pedirles ayuda ante un problema que los rebasaba; esto justificaba su presencia en el lugar y el momento correctos. Se trataba pues, de un recurso que, en la actualidad, en las películas de superhéroes se sigue utilizando. Lo criticable radica en sus antagonistas. Eran elaborados con base en prototipos de villanos demasiado utilizados en la ficción de aquella época; copias muy baratas.

Sea como fuere, los villanos cometen un error al ignorar a una estirpe de héroes que parecen ser la encarnación de los anhelos estridentes de una sociedad mexicana, la que tiene una enorme prisa por integrarse a la modernidad de los años sesenta.

Los doce años es la edad prudente para que un hombre deje de creer que algún día será Batman o Spiderman. Pero dejar de soñar con ser un héroe enmascarado como El Santo o Blue Demon es probable que lleve más tiempo. Eso era porque son hombres reales, sin poderes sobrehumanos, por lo que podíamos creer que algún día seríamos como ellos. Es posible que esta sea la causa de que estos personajes, quienes “actuaron” en historias delirantes e ingenuas, hayan sido ovacionados en el Cinema Palacio, al menos durante tres décadas.

El cinéfilo que asistía al Cine Palacio soltó más de una lágrima con historias dramáticas con grandes cargas de tragedia. Se trataba, pues, de un cine oficialista (priísta) que nos enseñaba que ser sufrido y perdedor nos envolvía en un manto de santidad. Todo eso era parte del conformismo del mexicano y de la máxima de que “ser pobre y humilde era patriotismo”. Han transcurrido más de sesenta años y aún nos duele hasta el alma la terrible muerte de Torito en un incendio.

Sin embargo, con las películas de luchadores era diferente. Estaba ante nuestros ojos El Santo, un personaje a todas luces exitoso con una cadena de conquistas palpables; primero, profesional del deporte (exponente de lucha libre) y, luego, campeón mundial, amado y vitoreado por el pueblo como un héroe nacional. El “Enmascarado de Plata” manejaba unos fabulosos carros blancos descapotados y a menudo se hacía acompañar por bellas mujeres de vestidos cortos y altísimos peinados. No sabemos si alguien le pagaba para salvar al mundo. Nunca lo vimos discutir sus honorarios, pero lo que sí es un hecho es que no era para nada un pobre. ¿Acaso lo anterior no es tentador?

A pesar de que durante medio siglo nuestros directores de cine oficialista nos enseñaron que era mejor vivir en armonía con nuestra desgracia, no podemos negar que es mejor ser El Santo, el “Enmascarado de Plata”, que Pepe “El Toro” sumido en la tragedia y llorando frente a su propia casa en llamas.

No quiero pensar mal de los luchadores enmascarados, pero qué interesante hubiera sido que, en lugar de defendernos de absurdos villanos, hubieran combatido la rapante corrupción del Estado mexicano:

El Mil Máscaras contra los devaluadores del peso

Huracán Ramírez versus los sinestros paramilitares del 68

Blue Demon versus los halcones del 72

El Rayo de Jalisco contra la siniestra policía capitalina

Tinieblas el Gigante contra las momias sindicales

El Cavernario Galindo versus los ladrones de urnas electorales

Cien Caras contra los latifundistas del sureste

El Santo contra los rabiosos perros “defensores” del peso

Blue Demon y el error de diciembre del 94

¡La lista podría ser más larga!

El cine oficialista nos mostraba a mujeres-vampiro, a las momias de Guanajuato, extraterrestres, entre otros pintorescos villanos, mientras que quienes ostentaban el poder, los verdaderos enemigos, nos robaban hasta las esperanzas. ¿Es posible que en un mundo real el tamaño de la corrupción fuera tan grande que no hubiera sido vencida ni por el mismo “Santo” con toda una legión de luchadores enmascarados?

Quiero pensar que los luchadores que veíamos en la pantalla no eran simples distractores, más bien pertenecían a otra dimensión u otra realidad donde su único objetivo era llenar de sueños y alegrías a quienes asistían al Cinema Palacio.

Por ello, en ocasiones recuerdo la estatua de El Santo en aquella solitaria carretera y pienso en la sentencia escrita en su base. Ojalá hoy en día alguien pudiera toparse con ella para borrarla y escribir en su lugar: “Necesitamos que todos seamos héroes porque los enemigos ya nos rebasaron”.

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