Mis hijos

Carmen tenía una vida y una familia normal, aunque no era feliz. Amaba a sus 2 hijos, Gabriel y Miguel, como cualquier madre ama a su descendencia. Llevaba 15 años aguantando golpes, humillaciones y malos tratos por parte de su esposo, Manuel. Eran casi los mismos años que tenía de vida Gabriel, el mayor de sus hijos. Miguel era apenas un año menor que él. Ambos habían heredado la complexión física de su padre, lo que los hacía parecer mayores, por lo cual, muchas veces las personas, a primera vista los confundían con Manuel. A ambos adolescentes no les quedaba de otra más que ver el infierno que pasaba su madre cada vez que Manuel llegaba borracho en la madrugada y levantaba de la cama a Carmen porque el señor tenía hambre.

A Carmen no le gustaba que nadie la viera llorar, en especial sus hijos. Por eso lloraba en silencio cuando sus hijos o cualquier persona estaban cerca, y su llanto era casi un susurro, sin embargo era perceptible. Si no había nadie alrededor Carmen lloraba con todas sus fuerzas, como queriendo sacar en cada grito todo el dolor. Muchas veces se escuchaban a varias cuadras de su casa. Los vecinos decían que, cuando lloraba de esta forma parecía que Carmen estaba en la misma habitación que ellos.

Una de esas madrugadas, Carmen no podía levantarse a pesar de los gritos de su esposo que, como era costumbre, acababa de llegar ebrio y hambriento. Ella estaba vencida por el cansancio. Había pasado todo el día haciendo el aseo de la casa, preparando la comida, y lavando ajeno porque Manuel gastaba prácticamente todo su sueldo en mujeres y alcohol y lo poco le daba de gasto no alcanzaba para mucho. Se levantó de la cama de mala gana, hastiada por los vicios y los malos tratos de su esposo y fue a la cocina, donde Manuel ya la esperaba sentado y con la pistola sobre la mesa. En el ambiente de la cocina había un hedor a huevos podridos que Carmen no se explicaba.

-Apúrate jija de la chingada, que tengo hambre. Uno ya no puede llegar a su casa y que la comida esté servida.

-Guardé la comida a las 10:00 de la noche, Manuel. Ya son las 3:00 de la mañana. ­–Respodió mientras respiraba profundo como tratando de calmarse.

-¡A mí no me hables así, pendeja! Órale, muévete que me estoy muriendo de hambre. –Gritó Manuel, al mismo tiempo que golpeaba la pistola contra la mesa.

-Pues sí, no te llenaste de tus putas… –Murmuró mientras le daba la espalda a Manuel para encender la estufa. Un par de segundo después se le nubló la vista y todo se tornó en negro.

Cuando abrió los ojos, su hijo Gabriel estaba junto a ella en el piso, abrazándola. Carmen tenía un dolor horrible en la cabeza, y había mucha sangre en su blusa.

-¿Qué pasó? –Preguntó confundida.

-Mi apá te pegó con la cacha de la pistola. Yo escuché y luego luego vine a ver.

Carmen se incorporó con la ayuda de su hijo, y pudo notar que Manuel seguía en la mesa, pero ahora había alguien más sentado frente a él. A primera vista no pudo distinguir quién era, y pensó que Manuel había traído a uno de sus amigos de parranda. Pero cuando logró enfocar, se dio cuenta de algo raro; la piel de este sujeto era de un rojo muy obscuro y parecía tener escamas. Cuando este ser volteó a verla, vio que su cara tenía rasgos muy finos, y sus ojos eran de un amarillo canario que hacía mucho contraste con el tono de su piel, lo que le daba un aspecto maligno igual a un demonio. En ese momento el hedor a huevos podridos era aun más intenso.

-Para eso me gustabas Carmen. Llevas años aguantando a este pinche panzón. ¿Apoco no puedes hacer nada para quitártelo de encima? ¿O será que no tienes el valor de hacerlo? – Dijo el ente  mientras sonreía y mostraba su dentadura en la que sólo poseía colmillos.

-¿Qué pasa mamá? Parece que viste un fantasma.

-¿No lo ves tú, mijo? – Preguntó Carmen

-No má, ¿Qué?

-Nada hijo, creo que todavía no me recupero del madrazo. –Le dijo Carmen convencida de que quizás era una alucinación porque ni Gabriel ni Manuel habían reparado en la presencia de aquel demonio.

-Con una chingada, ¿Me vas a servir de tragar o no?

-Ya estoy terminando de calentar yo, apá.

Carmen se quedo parada, contemplando al demonio y analizando si aquello era una alucinación o de verdad estaba ahí.

-Ya viste Carmen, si no te chingas a este cabrón los que van a pagar después son tus hijos. ¿Qué necesidad tiene tu hijo de andar atendiendo briagos a estas horas? Tú puedes liberarte de él y salvar a tus hijos de todo el sufrimiento que les espera con un padre así. ¿Ves aquel sartén de hierro? Ponle un chingadazo en la cabeza. Hazlo, yo te voy a regalar tantita de mi fuerza para que lo logres. –Dijo mientras señalaba hacía la estufa.

Carmen volteó con miedo a ver el sartén de hierro que estaba en la estufa. Lo pensó por un  momento y sintió como su rabia se convertía en una fuerza inexplicable que recorría todo su cuerpo y la llenaba de valentía. No lo pensó dos veces, tomó el sartén y, sin darle oportunidad de reaccionar, le plantó un golpe a Manuel en la sien. El golpe no logró tumbarlo, sólo lo hizo levantarse de la mesa sin sentido del equilibrio. Sangrando y con los ojos bizcos, salió tambaleándose hacía el lavadero donde Carmen pasaba todas las tardes intentando ganar el dinero que tanta falta le hacía para solventar los gastos.

-¿Qué acaba de hacer amá? –Gritó Gabriel mientras salía corriendo detrás de su padre.

-¿Vas a dejar que ese pinche panzón siga maltratándote? ¿O de una vez te vas a deshacer de él? Ya viste, se fue a lavar la sangre a la pileta de agua donde tantas tardes has llorado por la vida que te da. Donde tantas tardes has tenido que trabajar para ganar el dinero que él se gasta con las viejas. Aprovecha y ahógalo ahorita que está ahí. –Le dijo el demonio mientras Carmen salía con el sartén en la mano y observaba cómo Manuel buscaba un trapo entre la ropa para limpiarse la sangre de la cara.

Con la misma fuerza inexplicable que había sentido antes, corrió y le soltó otro golpe en la cabeza con el sartén, y después sumergió la cabeza de Manuel en el agua mientras él manoteaba tratando de zafarse. Carmen no se podía explicar de dónde sacaba esa fuerza que podía someter a alguien del tamaño de su esposo, pero le gustaba, y de cierta forma sentía confort en hacerlo, se sentía liberada. Cuando por fin Manuel dejó de luchar por su vida, lo soltó y dejó que el cuerpo cayera en la obscuridad al lado de la pileta. Carmen se quedó ahí, llorando con el demonio junto a ella.

-No llores, recuerda que todo lo haces por el bien de tus hijos. –Le susurró el demonio al oído con una carcajada macabra. Pudo sentir su vaho que le quemaba la piel y se dio cuenta de que el hedor a huevos podridos salía de él.

Carmen se secaba las lágrimas, o al menos eso intentaba, porque no podía controlar su llanto, y cada vez que se secaba los ojos inmediatamente brotaba más agua como un manantial de sentimientos y remordimiento por lo que había hecho. Se cubrió los ojos con las manos.

-Este cabrón tiene más vidas que un gato. ¡Ahógalo bien, Carmen! –Gritó el demonio, mientras Carmen abría los ojos, y cegada por las lágrimas y la contraluz de la cocina, distinguió la silueta de Manuel parado en el umbral de la puerta.

Se lanzó sobre él con la misma fuerza sobrenatural y sin reparar en lo seca que estaba la ropa de Manuel, lo jaló hacía la pileta. Una vez más, lo sumergió en el agua hasta que ya no luchó por su vida. Pero esta vez hundió todo el cuerpo, negándole la posibilidad de sobrevivir.

-¡Muy bien Carmen! ¡Gracias! Yo me alimento del sufrimiento de los demás, esta noche me has dado un festín que nunca olvidaré, y creo que tú tampoco olvidarás. ¿Estabas cansada de la mala vida que tenías? Ya liberaste a tus hijos del sufrimiento que les tocaba. Pero no creo que tú puedas librarte, porque te condeno a una eternidad llorando y buscando aquello que hoy perdiste cegada por la rabia y el rencor hacia quien te maltrataba. –Dijo el demonio con una voz gutural mientras se reía y se desvanecía en la obscuridad.

Carmen pudo dejar de llorar. Confundida, se dirigió a la puerta para entrar nuevamente a la cocina, pero se detuvo de golpe al ver a Manuel tirado al lado de la puerta, convulsionando aún, sangrando y completamente seco. No lo podía creer. Dio la vuelta y dirigió la vista hacia la pileta, sólo para encontrar a Gabriel tirado sin vida al lado de esta, completamente mojado. Corrió a la pileta y al jalar de la playera el cuerpo que estaba dentro supo que era Miguel, su hijo menor. El llanto apareció nuevamente y con todas sus fuerzas lloró y gritó “¡Ay, mis hijos!”, una y otra vez, despertando a los vecinos que al conocer la historia de Carmen no hicieron mucho caso, pero les perturbaba que parecía estar a unos cuantos metros de ella y no a varias casas de distancia.

Carmen salió a la calle desconsolada y llorando muy quedito, casi susurrando por el miedo de que la escucharan y descubrieran lo que acababa de hacer. Iba pasando justo frente a la casa su vecina Hortensia, la única de todos los vecinos que se animó a salir para ver qué pasaba. Más motivada por el chisme que por el bienestar de su vecina Carmen.

-¿Qué pasó Carmen, otra vez te chingó el cabrón de Manuel?

Carmen sólo volteó a verla para después gritar “¡Ay, mis hijos!” de una manera tan fuerte, desgarradora, y cargada de sufrimiento, que se escuchó en todo el pueblo, y quedó resonando en los oídos de aquellos que se habían despertado, porque esa noche ignoraron a una mujer que lloraba arrepentida por el mal que había hecho a sus hijos.

1 comentario

  1. Muy bueno el cuento,. Una versión moderna y diferente de la Llorona. Felicidades!! Me encantó

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *