Milton Pacheco

Tomo algunos jitomates mientras me pregunto cuánta vida cabe en cuatro minutos con veintidós segundos. Eso dura la canción. Tuve que sacar el celular y abrir Shazam para averiguar su nombre. Pongo los jitomates en el carrito. Sigo avanzando en círculo frente a la isla de las verduras. Me pregunto si mi familia ya habrá salido a buscarme. Seguro que fueron a hospitales, los separos, al Semefo, pero no al súper. No recuerdo haberles dicho a dónde iba. Llevo aquí más de setenta y dos horas. Suficiente para activar la alerta Amber.
Pongo tres zanahorias en una bolsa. La rola que suena en los altavoces del Chedraui es de Plastilina Mosh, viene en su primer disco, Aqua no sé qué. Vuelvo a revisar WhatsApp, Facebook, Instagram y todas las redes desde donde se pueda enviar algún mensaje. Ninguna funciona. Agarro ajo, cebolla, los arrojo con furia a la canastilla metálica donde la gente suele sentar a sus niños.
Han pasado dos minutos con once segundos. Lo sé porque he llegado a esa parte de la canción donde una voz femenina canta un coro en francés. Lo he memorizado luego de escucharlo tantas veces. Abro Google Translator, tecleo las palabras que aparecen luego en español: “Han pasado tres semanas desde que leí algo de ti, temo que hayas desaparecido, me pongo triste cuando pienso en ti, Milton Pacheco'”.
Estoy cansado, más viejo, una rodilla me duele más de lo normal. Ya se me aflojaron todos los dientes. Mi espalda baja sufre de calambres. Seguir empujando el carrito se hace cada vez más difícil. En la parte alta de la canastilla hay calabazas, pimientos, chile serrano. Ya no tengo fuerzas para tomarlos. No puedo caminar a las cajas ni a otros departamentos. Si estuviera en el de salchichonería, mínimo comería.
Estoy atrapado en la isla de frutas y verduras. Lo primero que hice al llegar a la tienda fue revisar los primeros artículos de mi lista y caminar hacia los vegetales. Entonces sonó la canción. Por eso me quedé aquí. Sigo el ritmo tamborileando con los dedos mientras checo el precio del jitomate, ¿Habrá sido eso? ¿Una cuestión de sincronización? ¿O sólo un acto de mala suerte?
Vivo dentro de un bucle. Giro en una órbita que empieza, termina y vuelve a empezar. Veo toda esa gente que entra y sale sin prestar atención a la música que ambienta el lugar.
Son cuatro minutos con veintidós segundos lo que dura Milton Pacheco. Estoy convencido que este lapso entraña una fórmula, y ésta, una anomalía. La falla temporal está en la canción, quizá en su tonalidad o armonía, en la perfecta mezcla de sonidos que produce el sintetizador. O sólo en mi estado de ánimo, en la predisposición al fracaso que siempre me ha definido.
Han pasado más de tres días. Percibo el flujo del tiempo en mi cuerpo anciano. He logrado entrever el significado de todo esto por la sabiduría que distingue a la vejez. Me relajo. El tema va a terminar. Me alejo de mí. Miro hacia la entrada y me veo llegar hace treinta y tantos años, más joven, más fuerte, más distraído. Mi último pensamiento se lo dedico a este hombre que comienza a palpar la verdura
¿Cuánto de su vida cabrá en esta canción?

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