Ezequiel

Después de varias horas de viaje en avión, un taxi a la playa y un pequeño tramo de recorrido en lancha, Ezequiel y yo llegamos a Isla mujeres.
Éramos amigos desde la infancia, nos conocimos en un pueblo del estado de Morelos a donde mi padre fue enviado a trabajar en la construcción de unos canales de riego y a mí me inscribieron en la misma escuela a la que él asistía.
Sus padres eran los encargados del cementerio, pero a pesar de dedicarse a cavar tumbas y cuidar difuntos, eran personas alegres y gozaban mucho haciendo reuniones en su casa. Ezequiel heredó esa felicidad por la vida.
Nuestra amistad fue casi inmediata, nuestras personalidades, aunque distintas, se complementaban, su sentido del humor era agudo y tenía una gran habilidad para entender las matemáticas. Cada vez que comía en la casa, platicaba con mi padre y mi madre acerca de sus deseos de ser ingeniero o arquitecto. Con él conocí los alrededores no habitados del pueblo: un par de ríos cercanos, las montañas desde las que se podía observar la totalidad del poblado, una cueva no muy profunda llena de murciélagos y, mi parte favorita, el casco abandonado de una hacienda que hacía muchos años fue encargada de la producción de caña de la zona.
En más de una ocasión se fue de vacaciones conmigo cuando iba a la Ciudad de México, a sus padres no les agradaba mucho la idea, pero creían que era bueno que Ezequiel conociera otros rumbos. A pesar de que la pasábamos bien, a él nunca lo cautivó. Tal vez por eso nunca siguió con la idea de ser arquitecto, o ingeniero.
Cuando cumplimos quince años comenzamos a salir con un par de amigas del pueblo, Ezequiel con Irma, la hija de un panadero y yo con Elizabeth, una chica que había ido a vivir al pueblo bajo la tutela de una tía que era la maestra de matemáticas de la secundaria. Los padres de Irma no tuvieron ningún problema con Ezequiel, era un chico muy serio, siempre cumplía con sus obligaciones y llevaba una relación respetuosa con sus padres. La tía de Elizabeth nunca estuvo contenta conmigo, opinaba que yo era un personaje de la ciudad y que en algún momento me iría del pueblo: así fue.
A los dieciocho años, me fui al DF y poco a poco nos fuimos alejando, al principio regresaba cada fin de semana al pueblo y nos veíamos, pero conforme pasó el tiempo mis visitas se fueron distanciando cada vez más hasta que dejé de ir.
No seguí los pasos de mi padre en la ingeniería y más bien continué con la tradición de mi madre y me dediqué a las leyes. Durante la carrera conocí a la que sería mi esposa y la madre de mis dos hijos. Nuestro matrimonio duró poco y aunque el divorcio fue cordial, no volvimos a ser amigos. Mi contacto con Ezequiel se limitó a un par de llamadas en alguno de sus cumpleaños, tal vez en un par de navidades en las que el alcohol me ponía melancólico. La única visita que le había hecho fue cuando nació mi primer hijo y que fui con mi esposa a conocer el pueblo en el que había pasado parte de mi infancia y adolescencia.
Un par de semanas antes de nuestro viaje a Isla mujeres, recibí un correo que me escribía uno de sus hijos en donde me comentaba que su padre había caído en una depresión muy fuerte y que en sus pláticas, llenas de nostalgia, me mencionaba haciendo referencia a nuestra gran amistad y que posiblemente una visita de mi parte no sería tan mala idea.
El fin de semana siguiente fui a buscarlo. Llegar al pueblo fue un desplazamiento en el tiempo, a pesar de que había ciertas cosas distintas, en general todo parecía seguir igual. Recorrí unas cuantas calles empedradas y polvorientas y no tardé casi nada en llegar a su casa, la casa que alguna vez había sido de sus padres y que junto con el trabajo de sepulturero le habían heredado.
Toqué en el portón de metal y escuché a unos cuantos perros ladrar en respuesta a mi llamada, unos pasos y la voz de Ezequiel reclamándoles silencio. Cuando abrió la puerta y nos vimos, pasaron unos cuantos segundos antes de que nos reconociéramos bien, hacía varias arrugas y canas que no nos veíamos. Una vez que nuestros ojos se acostumbraron a nuestros nuevos rostros que en realidad eran viejos, nos saludamos con poco entusiasmo, pero con mucho cariño.
Estuvimos sentados en el pórtico bebiendo cervezas y platicando de todo y de nada. Me comentó que había enviudado varios años atrás y que era padre de tres hijos y abuelo de dos nietos, confesó que la partida de su mujer no había sido motivo de tanto dolor y que eso no lo había derrotado. Pero después de un silencio bastante largo y con la mirada perdida en las grietas del piso me explicó, había cavado la tumba de demasiados de los jóvenes del pueblo y había sido testigo del dolor de los familiares que asistían a enterrar a sus hijos, que entraban al negocio del crimen porque pagaba mejor que cualquier otro y no les importaban las consecuencias.
Ejecutados después de horas de tortura, mutilados, acribillados, Ezequiel sólo podía imaginarse como estaban los cuerpos dentro de los ataúdes. Aceptaba vivir en un mundo en donde la muerte fuera responsabilidad de Dios, pero no concebía que la mano del hombre decidiera la muerte de alguien.
Fue al final de esa explicación que no pude más que ofrecerle que fuéramos juntos de viaje a la playa, a Isla mujeres, en donde uno de mis yernos tenía un pequeño hotel en el que podríamos hospedamos unos días y no gastaríamos mucho dinero. Me costó algo de trabajo convencerlo, pero afortunadamente cuando pidió consejo al mayor de sus hijos éste le dijo que sí, que por favor aprovechara la oportunidad y que él se encargaría del cementerio durante su ausencia.
Ya instalados en el hotel y después de comer algo, salimos a ver el mar, azul casi infinito, Ezequiel miró a lo lejos y me pregunto si era cierto que Cuba estaba muy cerca de ahí, le dije que sí. Pasamos tres días dedicados a la plática, la comida, la bebida y a ver el mar, a pesar de que ambos sabíamos nadar, nos metíamos poco al agua. Lo hermoso del lugar no le quitaba la mirada triste a sus ojos.
En la mañana del cuarto día, después de desayunar algo, Ezequiel me agradeció el viaje y me comentó que la nuestra era una buena amistad. Después me tomó de los hombros y me comentó que si Cuba estaba tan cerca, se iría nadando para allá, al principio creí que era una broma pero luego vi caminando hacia las olas y comenzar su nado mar adentro.
No hice nada por detenerlo, no tuve corazón para retenerlo, sólo vi cómo se iba adentrando al mar y me senté a despedirlo en silencio.
Si llegó a Cuba o murió en el intento nunca se sabría y la única duda que daba vueltas en mi cabeza era cómo explicarles a sus hijos que su padre había decidido exiliarse.

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