Valkiria

La primera vez que Sigrid sostuvo una espada entre sus pálidas y delgaduchas manos, se sintió como si el mundo entero le hubiera caído encima. No solo porque la empuñadura era mil veces más grande que su navaja para defenderse de los monstruos del bosque, sino también porque le doblaba posiblemente todo su tamaño.

A decir verdad, la pequeña escudera no tenía idea alguna de cómo actuar con un arma de esa calidad. Su miedo era el mismo que cualquier chiquilla de nueve años habría tenido al ver su rostro reflejado en el borde de la hoja afilada.

Se suponía que esas cosas eran solo para hombres. Ellos sabían cómo tomarlas sin temor a que se les cayeran al suelo y cortaran un pedazo de su pie andante. La sola idea de la sangre escurriendo por el terreno verde le erizaba los pelos al igual que si acabara de pasar un espíritu para susurrarle en su oído que debía soltarla.

Parpadeó varias veces, y quiso hacerlo… de no ser porque la mirada recia de su madre la detuvo.

Ella, la guerrera que vestía una armadura de acero, adornando su melena rubia con enredaderas de las ramas de un olivo, la escrutó con una expresión recia que podía tener muchos significados. Especialmente su decepción por verla tan encorvada en el lugar y acobardada de un objeto como otro cualquiera, al igual que los cobardes que no saben actuar ante el más vergonzoso de los sentimientos: el miedo.

—¿Qué es eso? ¿Qué crees que estás haciendo así encogida? —frunció su entrecejo con molestia, y la pequeña solo atinó a morderse los labios cuando la vio cruzarse de brazos. Ponte derecha. Sostén bien esa espada como lo haría una valkiria.

—Pero yo no lo soy —agregó con voz entrecortada— soy demasiado pequeña.

Supo que se había equivocado con sus palabras en el momento que el rostro de su madre se desfiguró con notable enfado, atravesando el espacio que las separaba para tomarla por el cuello de la camiseta y arrastrarla prácticamente hacia el centro de la simulada arena.

—Alza tu espada. —ordenó— Demuéstrame que puedes.

—No, no puedo. Es muy pesada y yo muy débil.

— Tú no eres débil, Sigrid. Solo lo crees, y eso es una trampa que te inventas tú misma para no asumir que sí puedes con esto.

La niña pasó sus manos con fuerza por la empuñadura nuevamente, haciendo un esfuerzo sobrehumano para obedecer las órdenes que le eran dadas.

De repente, el filo se alzó por encima de su cabeza y logró mantenerlo ahí mientras adoptaba su posición de ataque. Pesaba, sí, pero podía soportarlo por tal de demostrarle a su entrenadora que no era una cobarde como los demás. Solo los dioses podían saber lo mucho que luchaba por no dejarla caer.

La curvatura en los labios de la mujer fue tan solo una muestra de la satisfacción que pudo sentir al ver a su aprendiz cumplir con esa ardua tarea. He ahí una prueba de cuánta fortaleza era capaz de abarcar cuando el orgullo y la decisión formaban parte del mismo hilo.

De repente, y queriendo hacerse capaz de algo que aún no formaba parte de sus habilidades, la pequeña castaña no esperó ni un segundo más y, sin previo aviso, se abalanzó hacia su entrenadora bajo el eco de un grito de guerra, lo que afortunadamente la hizo reaccionar justo a tiempo para esquivarla y golpearle la espalda con una patada carente de mucho esfuerzo.

Su primer movimiento fue brusco e impaciente, y eso solo demostraba la falta de conocimiento que poseía en cuanto a la lucha.

—No es suficiente ¡Lucha como lo haría una mujer!

Sigrid, afectada por la vergüenza de haber caído en el primer intento, volvió a atacarla, recibiendo una respuesta automática por parte de la guerrera, quien aprovechó para embestir sus ataques en movimientos certeros que pudiera manejar a su antojo. La niña a la hora de luchar era centrada, hábil, llena de gracia. Características que le serían de gran ayuda cuando dominara por completo el arte de la batalla.

Mientras tanto, aún era demasiado joven para cantar  victoria. Mas, cuando los años fueran pasando y la sangre de sus antepasados vikingos se adueñara del poder en sus venas, la pequeña de brazos gráciles se convertiría en todo aquello por lo que su madre había estado rezando. En un arma tanto en la mente como en el físico. Ya no caería, ya no tendría miedo, su corazón sería tan duro como una roca y ella finalmente estaría lista para la prueba para la que fue destinada desde el día de su nacimiento.

Tan pronto como el pestañar de un rayo surcó el cielo, la alumna superó a la maestra sin trampa alguna, advirtiéndole mientras apuntaba hacia su cuello que por primera vez en cinco años había logrado ganarle a la mas invencible de las guerreras.

Entonces su madre sonrió, orgullosa de que su trabajo comenzara a dar frutos. Al fin y al cabo, su principal objetivo nunca había sido prepararla para que se transformara en la próxima figura que liberara pueblos y venciera cientos de ejércitos. No. Lo único que quería mostrarle era que una mujer podía ser tan capaz como lo podía ser un hombre. Teniendo una ventaja a su favor: no necesariamente debía elegir entre ser una dama o una guerrera, si podía ser ambas a la vez.

La joven ayudó a su madre a reincorporarse, y ésta, a su vez, la volteó para que pudiera mirar a la lejanía, hacia el horizonte que se perdía tras las montañas.

—Nunca digas que no puedes. Algún día, y lo juro por los nueve reinos, seremos recordadas como una leyenda. —susurró cerca de su oreja, y la castaña suspiró— Porque hay algunas que están destinadas a quedarse, y nosotros representamos el poder de aquello que antes se creía débil.

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