Querida Carol, el Bulldog Café cerró

Querida Carol:

Las últimas noches me he acordado de ti. Es que dejamos un tema pendiente hace 19 años, cuando nos separamos: nunca fuimos juntos al Bulldog Café. Ahora es demasiado tarde. Lo han cerrado. ¿Recuerdas nuestras caminatas nocturnas por Mixcoac? ¿Recuerdas las largas hileras en la casona de Rubens y avenida Revolución? Eso a ti te desanimaba. Jamás te gustó hacer fila. Ir al Bull significaba sufrir la larga espera –como una hora, a veces más— para estar frente a Moi, el amo y señor de la puerta.  

“Otro día que no haya tanta perrada venimos”, me dijiste con fastidio las dos ocasiones que casi te convenzo de entrar. Te seguí porque tu propuesta de faje con besos que aumentaran de intensidad, caricias donde nuestras manos se tornaran escurridizas y el intento por llegarle a la muerte chiquita en el hotel de paso que estaba muy cerca del Bulldog, siempre fue mejor que el alcohol y el rock.

Yo quería entrar al Bull porque era la meca del rock mexicano. Por lo menos del fresón, ese que el periodista Hugo García Michel llama Rockcito. Molotov, Café Tacuba, Fobia, La Castañeda, Cuca, Jumbo, Kinky… todos tocaban ahí. Yo lo imaginaba como nuestro Hard Rock pero sin comida y con sonido MTV: canciones de Guns & Roses, Metallica, Limp Bizkit y Linkin Park antes de que tocara la banda en turno. Sin embargo, ¿sabes qué es lo curioso? La gente que ahora está rayando los cincuenta años dice que la mejor época del Bulldog la vivieron ellos.

¿Te conté que unos diez años antes, en 1992, un empresario que también le dio a la tocada, o más bien le intentó, se le ocurrió abrir un foro para esas bandas que protagonizaron el boom del rock mexicano de los noventa? Rafael Villafañe se llama; Raal es su yo rockstar. El compa le sabía ya al negocio de las discotecas. Él junto a otro empresario, de nombre Eduardo Césarman, abrieron en 1977 el legendario Baby´O de Acapulco, al que tampoco entramos. ¿Te acuerdas, querida Carol, del edificio semicircular que está en la esquina de Sullivan e Insurgentes, ese que te conté fue diseñado Mario Pani? En la planta baja, Raal abrió el primer Bulldog. Entonces era el Hotel Plaza. Hoy son las oficinas de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda de la CDMX.

Yo tenía 13 años cuando escuché a mis primos decir que, a excepción del cover, no se necesitaba nada para entrar a ese sitio de culto del rock, ni siquiera identificación —aunque a mí no me dejaron pasar cuando lo intenté—. También comentaban que la barra libre de vodka con jugo de uva —moradito le llaman al trago— no paraba, al igual que el ligue. Tampoco la música de Soda Stereo, de los Fabulosos Cadillacs, de los Caifanes, la Maldita Vecindad hasta terminar con unas de Rigo y otras de José José, todo bien mezclado sin necesidad de computadoras, software y botoncitos. En alguna ocasión escuché decir al periodista Sergio González Rodríguez que la gente que asistía ahí era más banda. Favorecía a la diversidad que el local estaba muy cerca del Centro Histórico, accesible para los que venían de Neza, de Tlalnepantla, de Atizapán y demás municipios de la periferia de la Ciudad de México; así como a los de Coyoacán, la del Valle y demás colonias pequeñoburguesas, como decía el Subcomandante Marcos. Era esa época donde la banda reventaba toda la noche, púes los sacaban a las ocho de la mañana del siguiente día.

Nunca pude entrar. Cuando cumplí dieciocho años cerraron ese primer Bulldog. Era diciembre del 97. Raal dijo que el contrato de arrendamiento del inmueble había terminado y que el repertorio de bandas ya era muy limitado. Yo creo que la crisis financiera que estalló en Tailandia en julio de ese año y se extendió en todo el mundo, como siempre le jodió la bolsa a la clase media mexicana.

La última tocada del Bulldog de Sullivan la hizo Molotov. Dicen que fue una de las mejores noches de fiesta en esta ciudad, que a las ocho de la mañana el mariachi interrumpió al rock y puso a cantar a los borrachos y que todo terminó hasta las tres de la tarde. De habernos conocido antes, querida Carol, igual hasta nos colábamos. En una de esas también nos hubiéramos llevado, como todos los demás, un cachito del Bull, ¡chingue a su madre! Dicen que Miki Huidobro lo sugirió desde el escenario: “En ésta última noche en el Bulldog róbense un cacho y llévenselo a su casa”. Y así todos le tomaron la palabra: venga un retazo de la barra, un trozo del tapiz, un cuadro de la alfombra, un pedazo de algún candil. Hasta nuestros nombres hubiésemos escrito en la pared.

Fue lamentable el cierre porque no había muchos lugares para el rock. Rockotitlán, por ejemplo, ya estaba en la últimas. Las opciones eran el Alicia, que tenía poco de abrir —y hoy ya está a punto de cerrar por problemas económicos; la pinche lana, ya sabes— y los conciertos masivos en C.U. y la Magdalena Mixhuca. ¿Te acuerdas? Donde pedían diez pesos y un kilo de frijol, arroz o despensa para entrar. Según todo iba a parar al Ejército Zapatista.

Pasaron un par de años para que me enterara que el Bulldog estaba de regreso ahora en Mixcoac, desde el 2000, el mismo año en que nos conocimos.  

No sé si la situación económica del país era mejor, pero al inicio del milenio, Raal anunció que el Bulldog tendría una segunda parte. Hace poco leí en un viejo ejemplar del Reforma que el músico dijo que extrañaba las noches de antro rockero y que el lugar abriría solo por seis meses, suficiente para que desfilaran las bandas nacionales. Además, la intención era hacerlo un bar itinerante. Yo creo que ni él imaginaba que el tiempo se alargaría por casi dieciocho años.

De las dos veces que nos formamos para entrar al Bulldog, querida Carol, lo que más te llamó la atención fueron sus paredes exteriores de estilo mudéjar, que lo hacían ver como un palacio árabe. Ni tú ni yo sabíamos que hacía una construcción así entre edificios setenteros, un supermercado, la avenida Revolución y su insoportable carga vehicular. Muchos años después, Yuri Contreras, entonces gerente de Radio México Internacional, me contó que en 1903 el terreno de la casona era enorme, tanto que la Comercial Mexicana, cuyo estacionamiento también le servía al Bull, ocupa el espacio que alguna vez fue el jardín y que ahí un tren de juguete, que simulaba la ruta México-Veracruz con montañas y todo, era la atracción de los niños que se asomaban por la reja.

En los años cuarenta, cuando se realizó la traza de la avenida Revolución, se demolió prácticamente la mitad de la construcción. En los noventa, un grupo de empresarios adquirió la casa en ruinas. En el 97 la restauraron —dicen que en el aplanado de los muros se utilizó cal, arena y baba de nopal. ¡Órale! El INBA la añadió a su lista de inmuebles con valor artístico y se abrió al publico como un restaurante bar llamado D’seo. Querida Carol, te alegrará saber que resolví nuestra duda por la letra “S” que está arriba de la puerta. Es una inicial. La casona perteneció originalmente a la familia Serralde.

Y así, un 9 de marzo del 2000, mientras tú y yo festejábamos desnudos tu cumpleaños en una azotea de Cuernavaca, en una casa que tuve que cuidar durante las vacaciones —una de mis chambas de universitario— Fobia inauguraba el nuevo Bulldog. Un año después veíamos las largas filas que llegaban hasta la Comercial Mexicana.

He de confesarte que las dos veces que mis invitaciones al Bulldog no prosperaron, también lo agradecí. De entrada, tenía que pagar 300 pesos: 250 de mi cover y 50 del tuyo. Lo bueno era que nos daban cortesías para las bebidas. También había que contemplar una cantidad para la cena, que regularmente eran los jochos de afuera, otro tanto para el taxi a tu casa en Tlalpan o el hotel por si nos ganaban las ganas de estrujar nuestros cuerpos sin ropa. Por lo menos una salida así salía en 700 pesos. No era un tacaño, era un estudiante de la UAM Xochimilco que alquilaba una habitación con una cama y un buró cercana a la universidad; que debía pagar mi comida, copias, comprar ropa y demás. No aceptaba ayuda económica de mi mamá porque según yo ya era independiente. Recibía una beca que me daba el mínimo al mes —unos 1200 pesos—  y para completar el ingreso, tres veces por semana, o cuando no tuviera que entregar trabajos, salía con la guitarra a tocar a la calle, a los micros y al metro por unas monedas. Ir al Bulldog entonces significaba un atentado contra mi raquítica economía.

Dos años después te fuiste. No supe por qué. Solo dijiste que tenías que alejarte. Me quedé sentado en la banca del parque cercano a tu casa, viendo cómo se distanciaba el conjunto que construían tu cabello largo alborotado que caía por tu espalda, tus piernas torneadas, tus caderas redondas, tus nalgas firmes.

Unos meses después por fin pude entrar al Bulldog. Fui a festejar mi primer pago como asistente de producción de una estación de radio. Ya no tenía novia y pude ir a ver a Molotov sin preocuparme por quedar pobre esa noche. Mi amigo Pato —el que se ligó a tu amiga de filosofía— conocía a Moi, el jefe de puerta, así que tardamos unos 15 minutos en ingresar. ¿Puedes creer que en 2005 ese compa abrió su propio bar en Insurgentes, llamado Rhino Café? De haber ido tú, con tu encanto de güerita del sur chilango, los pantalones a la cadera que dibujaban tu figura de reloj, las blusas que dejaban tus hombros desnudos y esas plataformas que te hacían ver alta, hubiéramos entrado más rápido. ¿Ya te dije que te extrañaba? Me sorprendió que a diferencia de otros lugares ahí pudiéramos vestir como se nos daba la gana. ¿Te acuerdas de mis pantalones de cargo y mis playeras estampadas con portadas de discos de Metallica?

Dentro era la locura. Todos al pie del escenario, la barra siempre a reventar. Los tragos costaban cinco o diez pesos. El gobierno chilango y su doble moral prohibió, a través de la Ley para el Funcionamiento de Establecimientos Mercantiles, la barra libre. Así llegaron las famosas plantillas con boletitos que se cambiaban por tragos en la barra y que estaban incluidos en la entrada.

¿Sabes? Me di cuenta que el Bulldog se prestaba para el ligue y que a las chicas les impresionaba que uno supiera el nombre del bulltender. Y todo se ponía mejor si al tender le pasabas tu planilla de boletitos con un billete 100 varos. Se hacía pasar por tu súper compa y las bebidas coloridas no paraban. Fantaseaba con reconquistarte así, aunque eso jamás hubiera funcionado porque no te gustaba beber más de un trago.

Esa noche Mike Huidobro, en medio del concierto de Molotov, sacó una máquina para cortar cabello. “¿Quién quiere que le hagamos un corte como el de nosotros?”, grito al micrófono y la ovación por un momento opacó su voz. Le di mi trago al Pato y corrí como pude hacia el escenario. Alguien llegó antes que yo. Le dijeron por dónde subir y Mike pasó la máquina con mano tan inexperta, que el mohicano quedó un tanto serpenteante. No recuerdo la hora en que el Pato y yo salimos del lugar. Él más borracho que yo. No existía Uber ni nada de esas mamadas. O manejabas borracho o le pagabas al taxi el triple de lo que te cobraba durante el día. O caminabas hasta tu casa. Y como el Pato vivía hasta Xochimilco y era el que traía carro, yo debí manejar. Te eché de menos cuando pasé frente al hotel de paso que nos acogió un par de noches. Por suerte no había alcoholímetro, aunque sí Torito. Esa noche la libramos, pero tres borracheras después lo conoceríamos por orinar en la calle.

La segunda vez que entré al Bulldog fue para ver a La Lupita en un evento que organizó Orbita, la estación de rock del IMER. ¿Te conté que hacía guiones en Horizonte, la emisora de jazz de ese grupo radiofónico? Le caía bien a Alfredo Martell, que era el gerente rockstar. Me dio una pulsera VIP y así conocí la tan codiciada planta alta del Bull. Solo los pudientes podían pagar las mesas de esa área que parecía balcón. ¿Te digo una cosa? El ambiente estaba más chingón abajo. Sí, arriba te podías sentar cuando quisieras, tenías mesa para los tragos, podías tomarte una chela con Lino Nava, al que todo mundo asediaba, y te servía como argumento para el ligue. Pero no había slam, no conocías entre los empujones al compa con el que te hermanaba una canción, no podías ver de cerca al par de morras bartender que bailaban entre ellas, de frente, moviendo la cadera, cada una con un muslo colocado en la entrepierna de la otra. No dudo que te hubieras unido a la pareja y yo me hubiera sentido el sujeto más envidiado por tener una novia que emanaba sensualidad, cachondería. Pero ya no estabas conmigo.

Después de esa noche no volví al Bulldog. Me fui a estudiar una maestría a La Habana. En realidad, ese fue el pretexto, porque a pesar de que tenía dos años que nos habíamos separado aún te extrañaba. Debía quitarme la tentación de ir a buscarte a Puebla, donde tu amiga Andrea me dijo que vivías. Cuando regresé al país había olvidado al Bulldog y a ti –o eso pensé—. Me atraparon las cantinas, las pulquerías y uno que otro congal donde las ficheras gorditas me enseñaron a bailar cumbia y norteñas.

En la primera semana de enero de 2018, el Bulldog lanzó un tweet donde anunciaba que en unos días cerraría y harían una tocada de despedida. De inmediato me acordé de ti, querida Carol. La añoranza del inicio de siglo me llegó. Le dije a Pato que fuéramos por pura nostalgia pero me argumentó que hacía tiempo que aquello estaba en decadencia, que las tocadas chidas ya eran escasas y poco a poco habían dado paso a las bandas tributo; que se había convertido en un lugar para fresear con rock, que las celebridades que llegaban al lugar ya no eran músicos que formaron nuestro soundtrack de vida, sino youtubers que transformaron la plataforma digital en la nueva caja idiota; y que no aguantaría dos horas formado —ya no conocía al de la puerta— para tomar mal alcohol por 400 pesos. Decidí no ir al último ladrido del Bulldog aquel 28 de enero. Es que no quise llevarme una decepción de chavoruco.

Querida Carol, ahora que estamos en los cuarenta creo, como le sucedió a la generación del antro de Sullivan, que la mejor época del Bull paso hace 19 años, precisamente cuando estabas tú. Sí, querida Carol, cuando caminábamos por Mixcoac en las noches, cuando nos formábamos en la interminable fila para no entrar; cuando reemplazábamos el rock y el alcohol por una cama de hotel de paso, donde enredábamos nuestras piernas y perdíamos el aliento entre besos, sudor y sexo. Sí, lo mejor del Bulldog fue hace 19 años, exactamente, querida Carol, cuando también creímos vivir nuestra mejor época.

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