Miscelánea para enfrentar el vacío

Han pasado tres días desde que tomé la decisión consciente de no postear el meme que tenía guardado en el celular. Tras hacer una pausa opté por cancelar la publicación. Salí de Facebook y regresé a mi galería de fotos para buscar el álbum que había bautizado como “Miscelánea para enfrentar el vacío.”
Aquí comencé a analizar, no sin un cierto tamiz de indiferencia, todas las imágenes que había estado almacenando a lo a largo de diversos momentos. No quiero decir que de mi vida, pero sin duda, de una magnitud incalculable de fragmentos perdidos de tiempo y de memoria. Algunas me habían provocado, en algún lapso de procrastinación, una carcajada interna que mitigaba el desconcierto y la avasallante neutralidad de la despersonalización. Otras me nutrirían — durante su corto tiempo de vida — el ego, haciéndome sentir menos incompleto y más vivo en un sanguinario aquí y ahora de distopía virtual.
No hay nada más horrible, insultante y deprimente que la banalidad, decía Chejov. Y esta consideración fue la principal detonante de lo que vino. La auditoría de estos archivos trajo consigo una realización: la del no sentir nada como consecuencia de un vacío, ese hueco que se rebela de a poco entre las cervicales de nuestro cuello, la constante carga de la hiper estimulación y de lo que Byung-Chul Han en su libro La Expulsión de lo Distinto denomina como “la proliferación de lo igual.” Elegí del menú correspondiente la opción editar, seleccioné todos los elementos del apartado y presioné el ícono de la papelera. Con el poder de un clic suprimí todo ese espacio colonizado por imágenes y kilobytes.
Luego vino la pantalla en negro y con ella, el reflejo opaco de mi rostro, la expresión perpleja, multiplicada por la tibia oscuridad del crepúsculo vespertino ¿Ahora qué hacer?
Todavía estoy buscando las razones, concatenando los pesos en la balanza de los motivos que me llevaron a deshacerme de esa galería de cuidados paliativos enclavada justo en el centro de mi jungla tecnológica particular. Hay mucho que decir al respecto, pero es pertinente abordar previamente las siguientes interrogantes ¿Qué es un meme y por qué lo utilizamos? ¿Detrás del término existe parafernalia o filosofía? ¿Qué lleva a una persona a crearlo y en qué se basa?
Un meme es una especie de culto a la burla que adquiere tendencia al ser compartido e imitado por muchas personas. Su duración es relativa y su característica, inmutable. Tiene diversas formas como la fotografía o la imagen, aunque puede ser un video, una frase o un sonido. Esta conceptualización pudiera resultar superflua, no obstante, el término deviene de un trasfondo científico. En 1976, un libro titulado “El Gen Egoísta”, escrito por el biólogo evolutivo Richard Dawkins, afirmaba que “el meme es una unidad de transmisión cultural que pasa de un cerebro a otro mediante el habla, la escritura, el gesto, el comportamiento y en general cualquier otro fenómeno susceptible de ser imitado.”
Podríamos ahondar más en la abstracción del concepto, pero esto resultaría redundante. Respecto a sí el meme es parafernalia o filosofía podemos aducir que ambas. Esta transmisión de un momento específico en la vida de algún famoso —ya sea justa o injustamente —, de un cliché, tendencia de moda o frase o de un evento social, transgrede las barreras del espacio tiempo y el proceso mismo del lenguaje, canalizando su impacto en el jardín de nuestros subconscientes. Un meme dice mucho de quiénes somos y el camino que hemos elegido.
Tal vez responda a una que otra interrogante vital. Clasificaciones existen varias: están los primeros tipos, el del forever alone, imagen de un hombre con cara de papa cuyas lágrimas escurren hacia su minúsculo cuerpo: perfecta manifestación del solitario, aquél a quien le cuesta conectar, ya sea por fobia social, inseguridad, patrones infantiles de trauma o simple pereza. El estereotipo donde la soledad encuentra la forma adecuada para exhibirse, accionando la risa del espectador, ya se ha convertido en canon.
Tenemos también memes religiosos, de oficios o de profesiones, como ése que se desarrolla a partir de la burla al abogado “Mijo, tú que estudiaste derecho penal, sácame ese tamal del bote”. O aquél que versa sobre la carrera cuya burla es andar levantando muertos “Mijo, tú que estudiaste criminalística, checa sí están bien muertas las caguamas.”
Las personas los comparten por un complejo enramado, a saber, antropológico, psicológico, social. Lo hacen para proveerse de cierto grado de diversión que los aleje un poco de sus propios pensamientos. Los comparten para ser parte de esa burla generacional inmanente en todos los ciudadanos nativo tecnológicos. Se crean por tedio, o por ocio e incluso por una pulsión de creatividad artística y observadora.
Esto me lleva a preguntarme ¿Por qué los comparto yo? ¿Por qué estando a punto de publicar uno, experimenté una sensación de vacuidad tal que me puse a racionalizar el fenómeno?
Los memes están diseñados para gente joven y yo ya he dejado de serlo. Tal vez dentro de poco dejaré de guardar esas imágenes que causan gracia a costa de otros y mi galería será habitada por piolines de buenos pensamientos que dan los buenos días ¿Qué sé yo?
Había decidido que no podía seguir perdiendo el tiempo de esa forma. Que por fuerza hay algo más en qué malgastar mi tiempo.
Lo cierto es que los párrafos escritos hasta ahora me han transportado hacia el pasado, cuando sí que era joven y sufrí la muerte de mi padre. Las etapas del duelo se sucedían y sobreponían unas con otras y no lograba encuadrar la mirada. Todo me parecía difuso. Mi tiempo transcurría en ángulos incómodos que alteraban la percepción de mi realidad.
Paralelamente, las redes todavía no consolidaban el auge ni la predominancia de estos días actuales. Compartir esas imágenes denominadas memes no era todavía — por así decirlo — , un modus operandi. Por eso recuerdo con cierta fidelidad no desprovista quizá de engañosos elementos de ficción, una tarde en que me reuní a ensayar con amigos más jóvenes en un proyecto de metal. Tras poner final a la brutalidad de los riffs y los guturales, sometidos por la fiereza de una tarde ardiente de domingo, nos reunimos todos frente al monitor de la computadora de nuestro huésped. La intención era ver videos de bandas que nos gustaban mientras destapábamos una cerveza tras otra. La tarde avanzó, dejó de ser de la humanidad para convertirse en noche. Los grupos musicales desfilaron y atronaron con sus decibeles las bocinas: Deftones, Mastodon, Pantera y un largo etcétera. Uno de mis amigos sugirió después buscar una película prohibida, otro salir a patear un balón ponchado. Ganó el que se pronunció al final y dijo con voz pastosa “¿Ya vieron la imagen del Poker Face?” Todos nos quedamos mudos, no sabíamos a lo que se refería. “A ver, quítate, güey”, le dijo al que ocupaba la silla frente a la computadora y en un instante Google nos restregaba la cara de un gordito que miraba con aire de desconcierto y frialdad, y una frase abajo que nos hizo carcajearnos.
A éste le siguieron otras imágenes que nos produjeron la misma hilaridad, y cuando me di cuenta, habían pasado más de cuarenta y cinco minutos sin que el aguijón de la ansiedad por la muerte de mi padre (y por otras cosas) se manifestara con un dolor agudo en mi pecho.
Creo que esa tarde vencí mi duelo. La risa y la burla, los tópicos sociales sobre los que se ensañaban los memes me alejaban de mi dolor personal y me trasladaban a una comunión grupal en donde todos participábamos del mismo humor.
Así que, puestos a pensar, quizá no sea del todo superfluo reírse de uno mismo, porque eso es el meme, un insulto hacia nosotros, individual, colectivo, humano. Y la risa trae distracción, se convierte en otra miscelánea para enfrentar el vacío.

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