La novia emparedada

Mientras la mañana apenas se desperezaba, la tranquilidad del barrio de San Gerónimo, lejos del bullicio de los ejes viales, fue sacudida por la noticia del hallazgo de un cuerpo emparedado. El evento ocurrió en una vieja casona, situada en la parte más intrincada de la zona, en una privada. La casa estaba en remodelación. De la nada, uno de los albañiles, corrió a la calle gritando despavorido y agitando los brazos.

—¡Un muerto, un muerto, salió de la pared!

Minutos después, se vio rodeado de un puñado de personas, la mayoría mujeres, sirvientas de las casonas vecinas. Al ver su estado, y antes de dar aviso a la Cruz Roja o a la policía, se apresuraron a traerle un bolillo; el infalible remedio para el susto. Otra de las muchachas, le trajo a escondidas un caballito de tequila y una silla de plástico. Mientras la gente lo asediaba con preguntas, el hombre, llamado Eleuterio Vázquez, seguía con la mirada clavada en la puerta de la casona. Ésta, seguía abierta y no parecía haber movimientos adentro. Al rato, una de las sirvientas se asomó, pero solo para tomar conocimiento de lo que pasaba afuera.

Por azares del destino, o por otros medios menos misteriosos, en cosa de diez minutos, hizo su aparición un reportero del Gran Diario de México, seguido de un fotógrafo de Alarma. El ruido de sus motos despertó la furia de los canes del vecindario.

—¿Qué pasó, dónde está el muerto? —preguntó el reportero.

El albañil que se estaba recuperando del susto, lo miró extrañado. El trago de tequila lo había tranquilizado, pero seguía pellizcando su bolillo.

—Andábamos por la zona y oímos el bullicio —se justificó el fotógrafo, pero sin confesar que, en realidad, se enteraron al recibir una llamada anónima.

El reportero, Fidel Acosta, se acercó a Eleuterio y lo asedió con las preguntas obligadas, mientras el fotógrafo, Luís Mares, buscaba el ángulo adecuado para inmortalizarlo. Otros hombres, más viejos, platicaban en voz alta sobre las historias del barrio. Intentaban destacarse y también llamar la atención del fotógrafo. Estaban ansiosos y seguros de que una foto en el periódico, subirían sus bonos con las mujeres.

—Entonces, ¿qué viste? —inquirió el reportero.

Eleuterio, intimidado, repitió su historia agregando más detalles y presumiendo conocimiento en la materia. Había trabajado en un cementerio, construyendo mausoleos. Mientras hablaba, el recuerdo del susto le volvió a cambiar el color de la cara.

—Pos, ese muro nos costó trabajo. Yo sabía que estaba endiablado, ¿no? La señora lo dijo…

—¿Qué dijo la señora?

—¡Pues eso! 

—Eso ¿qué?

—La parca o el diablo, ¿qué sé yo? No es como en el camposanto…

El reportero se ofuscó. Parecía que la posibilidad de una muy buena historia se había ido por el caño. Lo que el albañil contaba, no le sonaba coherente. Se alejó de la multitud para dirigirse a la casa. Pero el ruido de un carro que se acercaba, lo detuvo. A bordo de su camioneta, una Dodge 4×4 del año, llegaba Luís Sanabria, el arquitecto encargado de la remodelación. Eran las 10, su hora acostumbrada para revisar el avance de la obra. El dueño de la casona, Arnaldo Villagrán, respetable abogado del despacho Villagrán & Asociados, venía detrás en uno de sus autos deportivos, un Ferrari de color negro con placas del estado de Morelos. El guardia de seguridad de la casa le había avisado del problema. Entre los dos, trataron de dispersar a la multitud.

—¿Qué pasa aquí? —inquirió el licenciado Villagrán—. Esto no es un circo.

A la pregunta expresa del reportero alcanzó a decirle que él no sabía nada, cuando desde la casa, se escuchó un grito agudo que cimbró a los asistentes. Enseguida, vieron salir a otro de los albañiles, seguido de una muchacha regordeta con su uniforme negro y delantal blanco. La muchacha, Elsa, al ver al licenciado, gritó a todo pulmón.

—¡Patrón, patrón, su señora abuela se desmayó!

Arnaldo se apresuró a entrar, seguido por el arquitecto. Mientras tanto, la multitud que se había multiplicado, se arremolinaba frente a la puerta y algunos más atrevidos trataban de asomarse hacia adentro. Todos estaban ansiosos. A punto de ser rebasado por la muchedumbre, el guardia, Rubén Álvarez, les cerró el portón. En vista de aquel portazo, la concurrencia se amontonó alrededor de Elsa. Fue ella la que empezó a contar la historia, a quienes se prestaban a oírla. 

— La señora Alba, que es la abuela del licenciado, es ya grande, tiene unos 80 años —contó la muchacha con las mejillas ya rojas por la emoción de ser fotografiada.

—Y como les decía, la abuela del licenciado se acercó al lugar donde trabajaban los albañiles. Vio el hueco en el muro, y también aquella la aparición y sólo alcanzó a decir: ¡ayyyy!, antes de caer al suelo. 

—¿Era un fantasma? —preguntó la multitud.

— ¡No! Era una mujer vestida de novia —continuó Elsa—, yo la vi con mis propios ojos.

A los pocos minutos, otro carro se acercó. Era el médico de la familia, el doctor Marcos Sanabria. El licenciado lo había llamado de emergencia. Doña Alba estaba grave. Ya corría el rumor de un cuerpo emparedado y el doctor comprendió que había sido en la casa de los Villagrán. Mientras pensaba en eso, su cuerpo se contraía. “¿Qué secretos esconden? —se dijo a sí mismo.” Aun así, entró por la puerta, sin prisa y sin responder las preguntas del reportero. El portón se abrió, y se volvió a cerrar. 

La muchacha, que todavía seguía afuera, le dijo al reportero del Gran Diario que se llamaba Elsa Aguirre. Como la artista, insistió. Confesó haber oído una discusión entre la señora Alba y su otro nieto, Vicente, que es ingeniero.

— Yo alcancé a escuchar a la señora Alba decirle al nieto que no tocaran aquel muro, porque iba traer mala suerte a la familia.

—Pero lo hicieron, ¿no? ¿Qué dijo la señora cuando se enteró? —preguntó el reportero.

—Se persignó, empezó a llorar y a decir que todo fue por su culpa. Luego, murmuró algo sobre su marido, abuelo de los jóvenes patrones, y el castigo a sus pecados, pero yo no le entendí.

Como una marea, la multitud se movió de nuevo hacia la casa. Se les había sumado varios repartidores en sus bicicletas. También llegó la camioneta de la D-TV. Su reportero, de nombre José Luís López, estaba transmitiendo en vivo a través de la cámara que sostenía Marco Antonio Pérez. Ambos se apresuraron para ganar la primicia. Sin embargo, el fotógrafo de Alarma, tomó la delantera para sacar las fotos de la que él había bautizado como “la novia emparedada”. El sonido agudo de la sirena de una patrulla detuvo de nuevo el avance de la multitud. El licenciado Arnaldo recibió en la puerta a los agentes de la policía, relajado y sonriente.

—No pasó nada —les dijo a los uniformados que miraban confundidos alrededor—, todo fue un malentendido. ¡Lo verán ustedes mismos!

Los invitó a pasar dentro de la casa. Al cabo de un buen rato, los oficiales salieron con cara de satisfacción. Se subieron a la patrulla y se alejaron a toda prisa, dejando a los reporteros con un palmo de narices.

Los pocos vecinos, que todavía permanecían afuera, se dispersaron con la insatisfacción dibujada en sus caras. Media hora más tarde, cuando arribó la ambulancia de la Cruz Roja para recoger a un albañil desmayado, la calle lucía tan solitaria como siempre. Solo el ruido sordo de los golpes de marro interrumpía la quietud del vecindario. Así que, al no encontrar quién les diera razón del hecho reportado aquella mañana, se dieron la vuelta y se alejaron.

Mientras tanto, adentro, el médico había constatado con estupor que la susodicha novia no era más que una muñeca sexual de tamaño natural, hecha de silicón y envuelta en tul. Una RealDoll flexible y casi nueva, de los años ‘80.

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