La mujer del callejón

Desde que murió el abuelo Rómulo, no he dejado de sentir un vacío en el estómago. Era un viejo infame, borracho y mujeriego. Nos maltrataba de maneras indecibles a la abuela y a mí.  

— ¡Eduviges! ¡La cerveza, carajo! Vieja hija de la tiznada. — Gritaba enronquecido y ebrio desde el catre.

Apenas hace tres días lo sepultamos. Casi medio pueblo asistió a la procesión, todos vestidos de negro. Algunas mujeres cargaban a sus críos sobre la espalda, cantando devotas alabanzas en tono de lamentos y suma tristeza en sus ojos. Los más allegados llevaban en hombros el féretro, les acompañaba la música de banda del pueblo. Otros lanzaban pirotecnia hacia el cielo como símbolo de luto. A pesar de que ahora sé que su cuerpo está en el panteón, aun siento como si su espíritu se hubiera quedado por los rincones de la casa y no hubiera atravesado el umbral del descanso eterno. Hace un rato colocaba un distintivo moño negro sobre la entrada, y clarito vi pasar su sombra en el fondo del patio, donde solía barrer la hojarasca o quemar la leña para preparar la comida de los puercos.

— ¿Abuela, estás allí? — Pregunté de golpe, pávida, cerciorándome que fuera ella la que barría las hojas muertas y no mi abuelo. Pero nadie contestó. Solo el zumbido del viento soplaba y hacía mecer las ramas secas.

Al terminar el sepulcro, mi abuela cometió la osadía de hacerle un altar sobre el pasillo de la casa. Puso dos velas y un viejo retrato de él, portando su arrogante uniforme militar. Ya le he pedido muchas veces que quite esa espantosa fotografía y que la ponga en la Capillita, allá lejos, en lo alto del monte, junto al cementerio; donde sus ojos de odio y mala vibra no hagan sentir que la foto te observa ante el más mínimo movimiento. Además, pienso que, por tal razón, las plantas se han marchitado y la casa se siente fría y desolada, tan es así, que comienzo a sudar frio y cada noche me atormentansueños extraños y aterradores. Pero mi abuela piensa que son solo invenciones mías, puros nervios y nada más.

— Anda niña, deja de estar pensando en tonterías que los rosarios de tu abuelo serán a las ocho de la noche y no hay nada que invitarles a los presentes. — Dijo mi abuela acomodándose el rebozo sobre la cabeza, entristecida y con el corazón desfallecido por el hombre, al que consideró como un deber hacerlo feliz hasta la muerte, a pesar de los tortuosos años.

Su actitud de mártir me enfadó tanto, que salí lo más rápido que pude hacia el puesto de Don Macario, para comprar tamales y atole a los invitados. Caminé varias cuadras. Algunas estaban desiertas por el poco alumbrado. Estaba por anochecer. A lo lejos, podían verse las luces de la tradicional feria del pueblo. Casi llegaba a la explanada, a unos cuantos metros del quiosco y frente al templo del Sagrado Corazón de Jesús, cuando de pronto, al intentar detenerme para recuperar el aliento, fui sorprendida por una mujer errante. Una señora de mediana edad en condiciones precarias que salía de una estrecha y oscura callejuela. Quedé helada. Con el susto reprimido en la garganta ante su aspecto horrendo y desaliñado. Tenía la mirada retraída y apagada como el de los asistentes a un sepelio, cabello deshilachado, pajoso y sin vida. Tenía aires de ruina y muerte con esos harapos que vestía.

—Buenas, Clarita— pronunció mi nombre arrastrando las letras.

Tenía parte de la cara torcida y sus facciones apenas se movían, como si hiciera un gran esfuerzo tan solo para gesticular.  Me recordó mucho al carácter antipático del abuelo cuando se embriagaba, quien además podía comerte con la pura vista y de un solo bocado, haciéndote sentir minúsculo e insignificante. Por algunos instantes, pensé que soltaría una carcajada lúgubre como lo hacía el anciano, pero no fue así, en vez de eso, soltó un llanto hondo, pero sin lágrimas. Me dio la sospecha de que estaba fingiendo.

—¿Puedo ayudarle en algo? —Dije, recordando uno de los consejos más viejos que me había dado mi abuela: “Nunca hables con extraños, niña”.

En eso el tren proveniente de otro pueblo cercano pitó, un instante de distracción que la extraña mujer del callejón aprovechó para apretarme los brazos con sus manos y dedos huesudos, acercarme al oído su desagradable aliento y decirme con voz baja y sombría:

—Ojalá que algún día, a ese malnacido y canalla de mi padre Macario se lo lleve el diablo por emborracharse tanto. — Expresó de forma irónica y cegada por la ira, con el rostro delirante de una mujer que minutos antes ostentaba tristeza y total abandono.

— Cuando veas a ese viejo rabo verde, pregúntale por Fátima. Dile que su hija le espera con ansias. —Agregó con una sonrisa llena de menosprecio.

Se alejó de nuevo hacia el lóbrego y nauseabundo callejón en cuanto pasaba la estruendosa fila de vagones del tren, traqueteando muy cerca de donde estábamos.

Seguí mi camino, agitada, hundida en mis pensamientos. Obsesionada una y otra vez por las ariscas palabras de aquella mujer que retumbaban dentro de mi cabeza: “pregúntale por Fátima… ojalá y se lo lleve el diablo…”. Cuando me di cuenta, había llegado a la feria del pueblo. La noche percutía lóbrega con más ímpetu sobre la iglesia y el Palacio Municipal. Todo era total algarabía. Un frenesí por los juegos mecánicos. Pasé por la rueda de la fortuna. Los caballitos se balanceaban y daban la impresión de mirarte de verdad. La casa de los espejos parecía abandonada. Niños y niñas glotones compraban buñuelos en los puestos, ávidos de subirse a los carros chocones.

—¡Pasen, y vengan a ver a la mujer lagarto! —Gritaba un señor vestido de horrendo payaso. Todo ese ruido comenzaba a irritarme. Hasta que por fin llegué al puesto de Don Macario.

—¡Clarita, que milagro! —dijo Don Macario

—Traigo champurrado, el que tanto te gusta. — Refirió con una voz embotada por el alcohol. Tratando de sonar amable, aunque sus palabras se escuchaban turbadas por la maldita cerveza. Tenía los ojos entre amarillos y enrojecidos, acompañados de un temblor de manos.  

—Buenas noches, qué gusto verlo Don Macario—respondí.

Me dio una profunda repugnancia el tono confuso de aquel señor ebrio y solitario, corroborando la impotencia y desesperación de un padre perdido en el alcohol como tambien lo fue mi abuelo.

—¡El gusto es mío Clarita!, poder saludarte, aunque sea de pasada. A propósito, siento mucho lo de tu abuelo, en paz descanse. La muerte y el diablo siempre rondan por este pueblo maldito —comentó mientras me despachaba.

—¿Dijo usted el diablo? —pensé, aún más convencida de que por culpa del alcohol mi abuelo tuvo una muerte sin descanso.

Un par de horas antes de su muerte, lo escuché delirando. Parecía hablar con una mujer que no era mi abuela a altas horas de la madrugada. Lo sé porque mi abuela dormía conmigo, harta de los maltratos de su marido. Al principio pensé que había sido solo mi imaginación, pues era raro recibir visitas y en especial a altas horas de la noche.

Ahora estoy convencida de que alguien o algo lo visitó antes de que sucediera su deceso. Aquel día, borracho como de costumbre, sacó su pistola y se dio un tiro en la cabeza. El sonido del disparo hizo que mi abuela y yo nos levantáramos y fuéramos a la habitación contigua, donde vimos el cadáver tirado. La sangre corría espesa de las sienes. La abuela salió gritando como loca, despertando a todo el vecindario. Aún tengo metido en la memoria el estruendoso disparo. Lo más horrendo fue cuando alcancé a ver una silueta negra dando media vuelta y de prisa hacia la puerta principal, cuando quise alcanzarla ya se había desvanecido en medio de la niebla nocturna.

El viento sopló otra vez, trayéndome de nuevo al presente. Era una corriente de aire muy familiar, similar a la del callejón oscuro. Ahí donde conocí a la tal Fátima, hija del señor Macario. Sonaba como un murmullo embrujado, como un mensajero nefasto advirtiendo que algo turbio estaba a punto de ocurrir. Para entonces, Macario comenzó a toser bruscamente y a escupir sangre. Mi abuela siempre ha dicho que es un mal augurio cuando el aire llega muy frío y repentino. Es una clara señal que a alguien cercano no tarda en llevárselo el Diablo al mundo de los muertos. Mientras recordaba sus palabras, de pronto, sentí aquel vacío en el estómago.

—¿Le sucede algo Clarita?

—No, no es nada Don Macario —pero la voz me temblaba. Seguramente había empalidecido.

El tiempo apremiaba para llevar los tamales y el atole a nuestros invitados.    

—¡Muchas gracias y que pase buena noche! —Me despedí del viejo sin cruzar mayor palabra. Él asintió, tosiendo y despidiéndose con la mano temblorosa. Eran aproximadamente las ocho menos quince cuando atravesé la plaza hasta mi domicilio.

—¿Porque tardaste tanto, niña? ¡Apúrate que el rosario va a empezar en cualquier momento! — Dijo mi abuela frente a los acompañantes. Cubriéndose con su rebozo para resguardarse del fresco nocturno.

Todo iba bien, cuando en un abrir y cerrar de ojos, apareció sentada y de espaldas en el fondo de una esquina oscura. Cerca del altar. La reconocí de inmediato. Era Fátima, hija de Macario, cuya presencia me hizo estremecer. Hice como que no la vi, prefiriendo ayudar con los preparativos del rosario.

Al poco rato, llegaron más invitados y, por último, el padre Valentín, que dio inicio a la ceremonia, dirigiéndose hacía un Cristo de madera grande que tenemos en la casa.

El padre dijo:  

—Nos persignamos. Por la señal de la santa cruz…

En esos momentos, Fátima volteó a verme, con ojos poseídos por un mal omnipresente. Los árboles gritaban, las túnicas blanquecinas de los acólitos se tornaron negras.

De nuevo el padrecito:

—Estamos aquí presentes para celebrar la misa de nuestro hermano Cipriano Martínez “N” y de Macario Gervasio López.  

Al escuchar el nombre de mi abuelo y el de don Macario, quedé totalmente petrificada, como si el tiempo se detuviera y no pudiera dar un grito de horror. Más aún, del Cristo de madera salían moscas panteoneras por sus oídos y a los vecinos se les dibujaba una risotada macabra en el rostro de aspecto cadavérico. Como si de pronto tuviese la mente extraviada, el cura sacó un arma de fuego y seapuntó en la sien. Quería detenerlo, pero las piernas no me respondieron.  La bala pasó de un lado a otro, salpicando a los presentes de sangre y trozos de masa encefálica. La víctima se desplomó, cayendo al piso. Del asco, todos tosían y vomitaban también sangre como Don Macario. Fátima me señalaba con el dedo a carcajadas, diciéndome palabrotas diabólicas:

—Escuincla estúpida, te advertí que el diablo se llevaría a mi padre, como lo hizo con tu abuelo.

Frase que se repetía una y otra vez y en cada repetición se sumaban más voces turbias y alaridos, como provenientes del mismito infierno.

En eso escuché en lo más profundo de mi inconciencia una segunda voz:

—¡Clarita, clarita!

—¡Despierta niña! ¡Por el amor de Dios!

Así, desperté de un sobresalto, con el sudor en la frente, como una sonámbula, en el patio de la casa. Era una noche negra y muda. Solo un gato ronroneaba por la azotea. Hacía tanto frio que me hacía tiritar. La abuela solo me arropó, en medio de un llanto espeluznante. Le platiqué lo acontecido días atrás. Ella prefirió romper la foto de mi abuelo y ponerme un escapulario sobre el cuello, además de verter sal y vinagre en cada esquina de las habitaciones. Al día siguiente, supe que Don Macario fue encontrado muerto en aquel callejón perturbador, provocado por una congestión alcohólica. Lo más aterrador fue lo que supe después: Don Macario nunca tuvo hijas. Para mí esa Fátima era el mismísimo diablo.

1 comentario

  1. Excelente cuento, de principio a fin. Felicito al escritor.

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