ENTRE MANOJOS DE HIERBAS

Tiene que ser aquí, murmura Yolanda, mientras da unos pasos hasta la entrada del recinto que reza Mercado Esperanza. Los puestos de flores la saludan. “¿Qué va a llevar, marchanta?”. En la esquina unas mesas anuncian un lugar de barbacoa que cobrará vida hasta el domingo. Un hombre pasa cargando garrafones de agua: dos en los hombros, uno bajo el brazo y uno más en la cabeza. Yolanda camina por los pasillos rodeada por los juguetones olores de las frutas, cajas llenas de sabrosas formas: calabazas, sandías que van de lo pequeño a lo demasiado grande, la jugosa promesa de los jitomates. Pasa frente a las verduras sin detenerse a pensar en cómo el verde de los nopales se mezcla con el alarmante amarillo de los habaneros, y sin escuchar la voz amable de la mujer que le dice que lleve mangos, que están buenísimos. Es un jueves cualquiera en un mercado de la Ciudad de México, pero no para Yolanda que cruza los pasillos como perdida.
Desde hace un año vive fuera de la realidad, como si el tiempo se hubiera detenido ese día cuando los vecinos llegaron corriendo para decirle que su Antonio, su único hijo, se desangraba en la esquina de Bolívar y Viaducto. Alcanzó a verlo morir, sus manos mojadas en la esencia vital de ese niño que parió y alimentó sola, el amor de su vida goteando sangre en la banqueta bajo el inclemente sol del verano. No podía más. Por eso estaba aquí. La querida de su primo le dijo que en este mercado podían ayudarla, que había un puesto muy especial. “Ve y cuéntale, ella te dará un alivio para todo ese dolor que te carcome el alma, búscala en el puesto de hierbas”. Yolanda se limpia las manos sudorosas en la falda negra, esa que le ha servido de paño de lágrimas por tantos meses, mientras trata de recordar cómo llegar al puesto.
“Muslo, pechuga, ¿qué va a llevar, güerita?”, una voz le corta el ensueño y la pone frente a una fila de cuerpos desplumados. Yolanda frunce el ceño al toparse de lleno con el aroma a pollo muerto y cloro. “¿Qué buscas, mijita?”. Yolanda gira la cabeza para ver quién habla. “¿Vas a llevar pierna o muslo?”. Ella niega y con voz quebrada dice: “No, no gracias; busco el puesto de las hierbas”. La mujer del pollo la mira con curiosidad y le responde: “Hay dos puestos así en este mercado, mija, pero nomás de verte ya sé cuál andas buscando. Camina derecho por este pasillo y cuando pases el puesto de los chiles da vuelta a la derecha, y ahí al fondo, lo vas a encontrar”. Yolanda murmura un par de palabras y sigue caminando. Los botes de mole perfuman sus pisadas, el negro achocolatado y el rojo picante la ven pasar mientras da vuelta hacia el fondo del pasillo. Un chico que empuja un diablito pasa corriendo con tres cajas llenas de naranjas. Yolanda se sobresalta. Se detiene y trata de calmarse, tiene que encontrar ayuda; después de la muerte de Antonio todo lo que formaba su vida perdió sentido.
Esa mujer fuerte que se enfrentó a su familia y a un hombre que la dejó sola se desvaneció con el último aliento del muchacho de diecisiete años. Ya no recordaba quién era antes de ser madre y nada en su voluntad quería regresar a ese lugar donde sería ella sin las risas de ese chico que heredó sus cabellos rizados y los ojos negros en forma de almendra que tanto le hacían pensar en su familia oaxaqueña. Pero ellos no estaban aquí. Sólo quedaba ella, una madre sin hijo, un departamento vacío con una mesa para dos donde cenaba sola y un trabajo mal pagado al que ya no quería volver. Era demasiado, necesitaba ayuda.
“Pásele, marchanta”. La voz grave de un hombre robusto la sustrae de los recuerdos y está de nuevo en el pasillo de un mercado mexicano. Yolanda deja atrás al vendedor y llega al puesto que busca. La recibe un gato negro que duerme en una silla de plástico y nadie más. Se queda de pie entre los manojos secos y las bolsas con plantas medicinales: Boldo para el riñón, Muicle para la anemia, Damiana para los nervios y Santa María para las limpias. La envuelve el aroma de las hierbas mientras sus ojos se pierden en las pequeñas canastas llenas de conchas de mar, semillas, cuarzos y una caja de amuletos para la buena suerte. Una vitrina grande con veladoras, figuras de santos y efigies prehispánicas. En una mesita, al lado del gato, hay una cajetilla de cigarros sin filtro y unos cerillos La Moderna. El puesto huele a inciensos, a ocote y resinas. El gato la mira por un segundo para luego darse la vuelta y volver a dormir. Yolanda deja salir un tímido “¿Hola?”. Su voz se pierde en el inusual silencio. “¿Hola?” repite, levantando el volumen. Del otro lado de la vitrina alguien contesta. “¿Qué buscas?”. Yolanda camina al final del puesto y da la vuelta, se encuentra entonces de frente con el origen de la voz.
“¿Qué buscas?”.
La mujer siente temor, pero habla: “Es mi hijo, Antonio, me lo mataron y yo sólo quiero verlo una vez más para pedirle perdón. Me han dicho que usted, señora, puede ayudarme. Duele tanto, un dolor que se me atora en la garganta y siento que también yo me muero”. La voz le sale entre temblores, la cabeza hundida en todo el pesar que cargan sus hombros y las gruesas lágrimas que cruzan su piel morena. Frente a ella, una figura de casi dos metros, escucha.
El silencio la envuelve, como si todos los ruidos del mercado se alejaran de ella y del puesto para dejarla ahí, tan dolorosa y suplicante frente a la Santa Muerte. Altiva, peligrosa y magnánima, envuelta en un vestido tradicional blanco, lleno de flores de colores y volados de encaje, como aquellos trajes con los que bailan las veracruzanas. El esqueleto escucha el llanto de la suplicante mujer. Y ella permanece en repentina devoción ante la misteriosa presencia. Siente cómo cada paso, cada noche en vela, la han traído hasta este momento. Lo sabe, esa sobrecogedora figura es el milagro que busca. Del silencio surge una voz. “Mírame”. Yolanda levanta los ojos para encontrarse con el cráneo vacío, coronado por flores y envuelto en el aroma de los inciensos. El dolor cede ante una repentina calma, una sensación de consuelo invade a la doliente Yolanda; sus rodillas se doblan y cae ante la poderosa.
“No tengo mucho, pero todo lo que tengo lo doy por ver a mi hijo una vez más”, dice estas palabras al tiempo que saca de su bolsa las joyas que le heredara su abuela, rubíes y un collar largo de perlas, y una botella de mezcal. Lo deja todo bajo los encajes del vestido blanco y murmura un rezo que nunca antes había pronunciado, repitiendo las palabras que, sin explicación, aparecen en su mente. “Apiádate de mí, niña blanca, apiádate de todo mi dolor, oh señora del ocaso, dame tu consuelo”. Entonces, saca del bolsillo de su suéter una foto de Antonio, el joven le devuelve una sonrisa amplia. Yolanda besa la imagen y la coloca ahí, al pie de la Santa Muerte que en silencio contempla la inusual ofrenda.
El mercado no mira a la mujer que de rodillas besa los encajes de su Patrona. Ni los vendedores de fruta, ni la pareja del puesto de quesos ni mucho menos la encargada de las hierbas. Sólo el gato negro se percata de la sumisión completa que ha nacido en la llorosa alma de Yolanda.
Mayolita. La palabra surge del aire, como si el sonido naciera de todos los lugares al mismo tiempo. Yolanda levanta los ojos y frente a ella, en lugar del blanco esqueleto, está su Antonio. La madre explota en llanto. El chico se hinca para rodearla con sus delgados brazos. Aquí estoy, mamá. Yolanda no puede detener las lágrimas, su cuerpo entero tiembla ante el abrazo bendito de su único hijo. Toma su cabeza entre las manos y lo llena de besos. Antonio, hijo mío, perdóname. ¿Pero qué le perdono, má? Hijo mío, te amo tanto. Y yo a usted, mamita. No me dejes, mijo. De eso nada mi mayolita, si vine por usted. Vámonos… amor.
Agarrados de la mano, madre e hijo se alejan. Yolanda mira los dedos de su muchacho que se entrelazan con los suyos y sonríe. Caminan hasta la salida del mercado. El sol les pega de lleno en la cara. El aire espeso del verano les envuelve el cuerpo. Pero ellos no sienten nada porque están juntos de nuevo.

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