El sentido trágico de la existencia en “Las mutaciones”

La novela de Jorge Comensal, publicada por editorial Antílope en 2016, se encuentra tan cerca de la elegía como de la narrativa. Es un recordatorio del sentido trágico de la existencia, de que la vida del ser humano acaba antes de haber podido desarrollarse plenamente (Erich Fromm, 2016)[1]. Se divide al menos en una terna de historias, relacionadas entre sí: la primera pertenece a Ramón Martínez y su familia; la segunda, a la psicoterapeuta Teresa de la Vega; la última, al oncólogo Aldama; el fuego que las funde e incinera es el mismo, el cambio como instrumento de continuidad que conduce a todo y a todos hacia la nada.

Ramón se ve relegado al silencio, a la imposibilidad de comunicarse con su entorno: esto lo transforma, no por voluntad propia, sino por un destino desafortunado y perentorio, en individuo asocial. Desde el momento en que le cortan la lengua, a causa de un tumor carcinógeno, su estado corresponde al de la marginación por agonía. Aunque encuentre recursos provisionales para mantener sus vínculos, pesa sobre él la amenaza de la muerte, una que se presiente insoslayable. Simboliza el destino de cualquier hombre, precipitado por la enfermedad, anticipado por la desconexión forzada a partir de su mutismo.

La mayor ironía, es que depende de su facultad de hablar como principal medio de subsistencia: perderla significa encontrarse intempestivamente desposeído del instrumento no solo para sostenerse económicamente, sino también para abrirse camino hacia los otros hombres. Este vínculo que pretendo establecer con la ética, particularmente la de carácter humanista, no es una ocurrencia personal. El autor introduce la posibilidad de este vínculo, mediante las expresiones del pensamiento lacaniano, encarnados en el personaje de la psicoanalista Teresa de la Vega, de quien hablaré más adelante. Las orientaciones mercantiles y productivas de cualquier persona se ven intempestivamente mutiladas en Ramón, junto con su órgano del gusto y del habla; a partir de entonces, sólo podrá recibir y acumular. Sin el medio para transformar la materia y la energía que posee y adquiere, el peso creciente lo abruma hasta avasallarlo. En su desesperación, busca maneras alternativas de expresión: una escritura demasiado lenta y por consiguiente impráctica para persuadir, el encubrimiento de sus ideas y acciones, el desarrollo de una comunicación impostada, de matices casi psicóticos o esquizofrénicos, con un loro al que nombra Benito.

Su historia, al igual que las dos restantes, se halla atravesada por el humor; en mi opinión, Comensal se vale de tal instrumento como recurso de denuncia y al mismo tiempo busca diluir, cuando no desplazar mediante su empleo, una visión exclusivamente trágica de la existencia. Prueba de lo primero son las expresiones del pensamiento lacaniano, encarnados en el personaje de la psicoanalista Teresa de la Vega. No es que el autor predique las ideas de Lacan a través de ella, sino que se burla por extensión de la solemnidad de todo aquel que asume una postura ideológica fría e inamovible: aunque lo procura, la terapeuta no es capaz de sostener todo el tiempo sus mismos ideales, varias veces en el pasado los ha alterado y se encuentra en una nueva transición, impulsada por Eduardo, joven paciente por el que siente alguna maternal ternura mezclada con matices eróticos, y por Ramón, el abogado de lengua cercenada a quien recibe en su consultorio avanzada la novela. Tal supuesto lo sustenta el mismo título de la obra. Mutar, en su sentido más amplio, refiere cualquier mudanza (RAE, 2022), todo lo que altera la homogeneidad. El abandono de un ideal, suele ser asumido con culpa, por la transgresión que involucra hacia la figura de autoridad intelectual que sostiene los fundamentos ideológicos interiorizados y consolidados en la estructura conocida como superyó: la terapeuta da pruebas de esta culpa, procurando rechazar, ante su propia terapeuta, los procesos de transferencia y contratransferencia, (suerte de sublimación de las relaciones afectivas) que la incitan a interpretar como afecto maternal y erótico lo que debería circunscribirse a simple comprensión e interés profesional hacia Eduardo, el paciente joven. Tal conflicto la empujará al abandono de su propia terapia, como remedio ulterior del conflicto; como suerte de racionalización o justificación para abandonar la terapia, interpondrá el poco avance o beneficio que le ha traído mantenerla durante un tiempo prolongado. Estos son los indicios que permiten sostener que si existe algún marco de orientación objetivamente válido que condujese las intenciones del autor son los de la ética humanista.

Un segundo indicio sería que, pese a enfatizar el sentido trágico de la existencia, como se ha dicho, lo matiza y transmuta mediante la comedia. No busca volver entretenida la fatalidad, su empleo correspondería más bien a la función de la asociación simbólica en el mito antiguo. Aquellos eran transcripciones taquigráficas de rituales en los que las apariciones totémicas tenían un significado determinado (Graves, 2011). La desritualización, a través del humor, del sentido trágico, invitaría a aceptar la muerte como una etapa subsecuente de la existencia individual, así como la asociación simbólica empujaba al individuo a sentirse uno con la naturaleza, el todo o la nada. El humor, invita por tanto a admitir y aceptar la mortalidad, por dura que pueda parecer esta realidad fatídica: cuerpos, relaciones, ideas, circunstancias, personalidades (la profesional del abogado y la terapeuta; la escolar de la hija; la onanista del hijo y la del vigor físico de todos los enfermos) están condenadas a la incineración en el abismo de la eternidad; seres concretos (cuerpos, objetos) y abstractos (ideas, aspiraciones) son todos perecederos.

El médico Aldama resulta ser una manifestación de lo endebles que suelen ser las esperanzas y ensoñaciones, particularmente aquellas seculares que se encuentran enmarcados en un sistema productivo determinado. Sus intereses son meramente utilitarios, abusan de la confianza del prójimo: no le interesan la recuperación y el bienestar de Ramón Martínez más allá del tiempo que le permita concretar sus intenciones utilitarias, unas que resultan finalmente avasalladas por el mismo sistema en el que tuvo fe, mismo en el que había tenido fe su paciente desahuciado.

Tampoco se salvan las manifestaciones devocionales. La sirvienta de Ramón, Elodia, resulta ser el personaje más piadoso mediante una acción de abierta impiedad: es quien lo arrebata de la prolongación de la agonía, aunque esto implique renunciar a sus valores dogmáticos más arraigados, pese a incurrir en una transgresión, no del todo imperdonable, debido a que vive conforme a la gracia cristiana[2]: ella encarna, por consiguiente, esta dádiva paradójica. La prodiga hacia el patrón desahuciado, aunque ella misma no sea capaz de comprenderlo así: es el instrumento de la continuidad permanente, que se vale del cambio, de la alternancia entre vida y muerte.

Todo cambia en la novela de Comensal, incluso la condición del loro Benito, que pasa de la precariedad a la opulencia, mediante la adquisición de una jaula magnífica, desde la que observa las postrimerías de su dueño a manos de Elodia. Vida, cambio, muerte, representan por consiguiente fractales del caleidoscopio de la continuidad del todo y la nada.

Referencias

Comensal. J. (2016). Las mutaciones. Antílope.

Fromm, E. (2016). Ética y Psicoanálisis (2.a ed.).Fondo de Cultura Económica.

Graves, R. (2011) Los mitos griegos 1 (4.a ed.). Alianza Editorial.

Real Academia Española (2022). Diccionario de la lengua española (23.ª ed., versión 23.6 en línea). https://dle.rae.es/mutar (13/04/2023).


[1] Todas las alusiones a la ética humanista aquí mencionadas corresponden a la de la obra Ética y Psicoanálisis.

[2] Aquella consiste en la atribución de la divinidad a predestinar la eternidad al hombre bueno o al hombre malo conforme a su criterio insondable.

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