El grito

Se quedó parada en la esquina, cerca de la salida del metro, en el borde de la banqueta, mientras la lluvia que escurría sobre su cara y se mezclaba con las gotas saladas que surgían de sus ojos. Una marea de gente se agolpaba en la boca del subterráneo de donde surgían efluvios malsanos. El tiempo había enloquecido igual que los carros, cuyas bocinas rasgaban su paciencia. No lograba hilvanar pensamientos. Está tardando —se dijo—. Como siempre. Una vez más, recordó su advertencia.

—Si no te veo cuando yo pase, te quedas.

La punzada del enojo amargó su saliva, mientras el agua humedecía su ropa. Pero siguió ahí bajo la lluvia, obediente.

De la casa a la oficina, de la oficina a la casa, compras, preparar la comida, lavar, limpiar, servir, compras nuevamente, comida, lavar platos, ropa, ir a trabajar. Ella no contaba. Las mismas quejas goteaban de los labios de las compañeras de trabajo, sin importar su preparación, nivel o edad. Bueno, así es la vida y eso nos tocó vivir, decían. Algunas se rebelaban, pero no tardaban en regresar al redil. Así nos educaron, sonaban las justificaciones.

Las recién casadas tardaban sólo unos meses antes de entrar al coro del infortunio. A ella le pasó: claudicó por amor, ese que le pone color a la vida, pero se deslava rápido al calor de los fogones y con el agua de la colada.

—¿Qué hay de cenar? —le preguntó no bien subió al carro.

Parecía no recordar que ella también trabajaba. Salían desde temprano los dos, pero él siempre estaba de mal humor. Escuchó sus quejas con la boca cerrada. Reclamos por el tráfico, por la lluvia, por estar callada y por llorar sin motivo. Además, por mojar el asiento del carro.

—¿No se te ocurrió llevar paraguas, pendeja?

Al llegar a la casa, él se sentó frente a la tele, pero sus exigentes ojos seguían sus movimientos en la cocina. Ella hubiera querido darse una ducha caliente, descansar un rato con un té caliente entre las manos y, si acaso, acompañarlo con un bocadillo. Mientras preparaba la cena, su saliva se le fue agriando de nuevo y perdió el apetito.

No se dio el anhelado baño caliente, tampoco se preparó un té con miel como hubiera querido. Se acostó vencida por el sueño, con la cabeza en llamas y la garganta adolorida. Él se le acercó. Su pene estaba duro. Ella lo ignoró y él, furioso por su rechazo, le dio la espalda.

Esperaba que amaneciera mejor. No fue así. Fue peor. Su marido, al verse privado de su rapidín mañanero se enfureció de nuevo y antes de salir azotando la puerta, bramó:

—¡Todo es por tu culpa! ¡Eres poca cosa! ¡Inútil!

Y por primera vez, ella le gritó en respuesta.

—¡Si no te gusta, lárgate a la chingada y no vuelvas más! ¡No te quiero ver!

Luego, a solas, todas las palabras acumuladas en su pecho desde hacía tiempo salieron de su boca hasta sentir alivio. Pero no logró levantarse. No podía pensar con claridad. Se quedó en la cama, sin fuerzas y chapoteando en un lodo espeso de color rojo anaranjado. Tenía temperatura, ardor de garganta y tos seca. Al principio. Después, todo empeoró. La fiebre hizo que su cuerpo flotara como una hoja en el aire. Viajó alrededor del cuarto, luego por la casa y, por primera vez, sintió indiferencia frente a los platos sucios que yacían en el fregadero, la ropa que él había dejado en el piso del dormitorio y las motas de polvo que impregnaban el ambiente y que la esperaban por las tardes después del trabajo, los sábados y los domingos sin descanso. Mientras flotaba, el dolor no la alcanzaba.

Isa, su hermana, la llevó al hospital. Cuando llegó, le costaba trabajo respirar.

—Hay demasiados enfermos —dijeron— y no podemos darles atención a todos. Nos faltan médicos, equipos y medicina.

Isa compró los medicamentos que le indicó el doctor. No se los administraron. La suerte no estaba a su favor. Su caso estaba perdido.

La agonía le llegaba en olas que estrangulaban su garganta. Se defendió ensayando aquel vuelo que, por instantes, la libraba del dolor. A la mañana siguiente, después de oír los berridos de su marido que la llamó al celular reprochándole haber descuidado la casa, dejó este plano.

Mantuvo su palabra. ¡Nunca más lo volvió a ver!

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