El día que salvé el sábado

Vivía en Cacalchén, una especie de isla en el centro de la planicie yucateca. Dos vías férreas descansaban sobre pesados maderos llamados durmientes. Eran casi las únicas conexiones que los del pueblo teníamos con el mundo exterior y, por ello, era el principal medio de salida y entrada. Dos ferrocarriles pasaban por el pueblo alrededor de las seis de la mañana y otros dos lo hacían, a la misma hora, por la tarde. Uno salía con destino a Mérida y el otro iba a ciudad de Valladolid.

La estación estaba construida completamente de tablones de madera y techos de láminas. Contaba con una sala de espera y una taquilla. La mayor parte del edificio lo ocupaban dos andenes que se utilizaban para almacenar las mercancías de carga muerta y viva que llegaban al pueblo. En ese mismo sitio se podía apreciar una aparatosa báscula móvil con ruedas de acero donde se realizaba el pesaje de animales y costales de granos. La estación era antigua, seguramente del mismo año en el que se inauguró la ruta férrea. La pintura había sido borrada con el tiempo y las tablas mostraban el tono gris de la madera vieja. Según las películas que había visto, para mí tenía la apariencia de una endeble construcción del viejo oeste americano. Décadas de vientos y, posiblemente, algunos huracanes de baja intensidad habían inclinado la estación ligeramente hacia su costado sur, pero jamás escuché a nadie preocuparse por su colapso. Las personas más viejas del pueblo, cuando se remontaban en sus recuerdos, aseguraban que el edificio fue verde y las láminas del techo de dos aguas rojas, pero respecto a su inclinación daban por un hecho que no siempre estuvo así.

La década de los setenta llegaba a su final, como si fuera pasajera con boleto en mano viendo llegar al tren. Los sábados eran los de más movimiento en el andén ferroviario de Cacalchén. El tren que llegaba de Mérida, a las seis de la tarde, permanecía estacionado frente al andén tan solo unos diez minutos. En ese lapso bajaban y subían pasajeros locales en su mayoría y, en menor número, los foráneos que por algún motivo se encontraban de visita De los vagones de carga se solía bajar las mercancías y animales que abastecían al pueblo. Todos los sábados esperaba la llegada del tren con una carretilla “diablito” entre las manos. Mi presencia en ese lugar era muy importante. Tendría alrededor de diez años y mi valiosa carga eran los 12 rollos de la película que se proyectaría esa misma noche en el Cinema Palacio. Esperaba mi turno para recibir mi preciada carga y, cuando éste llegaba, el encargado al que le llamaban “El jefe” me entregaba una libreta donde escribía mi nombre y enseguida la autorización para llevármela.

De mi mente no se ha podido borrar el recuerdo de aquel sábado: bajaron del tren un cerdo enorme, casi de dos metros de largo y poco más de un metro del suelo al lomo. El animal se encontraba muy nervioso y mostraba mucha agresividad. El hocico era muy largo, con un par de colmillos como de unos diez centímetros que sobresalían del hocico, dejándolos expuestos. Era completamente pelón, con excepción de un mechón de pelo que le nacía en medio de las orejas y continuaba hasta el lomo. Lo vi como una bestia de otros tiempos. A esa edad me pude imaginar que sus gruñidos podían parecerse a los de un monstruo. Tenía varios amarres en el cuello y en el resto del cuerpo. Se necesitaron, por lo menos, doce hombres para bajarlo del vagón y treparlo a la báscula.

Yo ya tenía mis rollos de película sobre la carretilla y ya podía retirarme, pero nada evitó quedarme a ver el “espectáculo” porque controlar el temperamento del animal cada vez se hacía más difícil. Se podía ver que con sólo una patada el cerdo podía romper un hueso. En algún momento, todo lo que tenía que salir mal ocurrió, la poderosa bestia se escapó, arrojó por los aires a cuatro hombres —así es como lo recuerdo—, posteriormente corrió hasta chocar con una pared de madera que hizo añicos al atravesarla. A partir de ese instante el cerdo pasó a ser un problema secundario. Toda la estación se estremeció, primero se escuchó el crujido de los maderos al quebrarse. Luego fue el techo, con un sonido más parecido al de un trueno, como si las láminas se hubieran retorcido después de un centenario sueño o como si cayera sobre nosotros una tormenta de piedras y escombros. El polvo —que desde por lo menos un siglo se había mimetizado con los maderos— se liberó de golpe, dando la apariencia de neblina como si de alguna caja rota hubiera dejado escapar un aire viciado.

Entonces inició el pánico. El jefe de la estación gritó: “La estación está bien, pero capturemos a este maldito cerdo”. El endiablado animal seguía aporreándose en la estación y destruyendo todo lo que se interponía a su paso. Arremetió contra un bolso que llevaba el nombre de “Correos de México”, por lo que cientos de cartas y papeles se esparcieron por el andén. El cada vez más enfurecido animal tomó dirección hacia donde yo me encontraba, solté la caretilla que contenía mi invaluable carga y corrí hasta subir a unos sacos de maíz desde donde sabía que no podría alcanzarme, pero la bestia arremetió contra la película. Las enormes latas que contenían las cintas salieron volando y con ellas los rollos de celuloide, que se esparcieron como serpentinas por los aires. Luego el animal salió de la estación de trenes con rumbo desconocido. A mí alguien me dio una manta de agave que decía Cordemex y me dijo: “Mete tu película aquí y vete”. Como pude tomé las cintas, la de las cajas las introduje en el bolso y me retiré lo más rápido posible.

De camino al cine tenía una gran preocupación. Eran cientos de metros de cinta hechos un desastre y la película debía iniciar a las diez de la noche. En la caseta de proyección contábamos con una máquina manual que, por medio de una manigueta y disco de metal, enrollaba el celuloide, pero era un trabajo que llevaba su tiempo. En esos años el pueblo carecía de otro medio de entretenimiento, posiblemente no existía ni un puñado de televisores. Así que muchas personas esperaban con ansias el sábado para ver una película. No podía dejar a todo un pueblo sin entretenimiento. Sólo contaba con cuatro horas para que los proyectistas o “cácaros” llegaran e hicieran funcionar el par de proyectores. Lo que hice al llegar a la caseta fue calmarme. Caminé por unos minutos como animal enjaulado. Después, inicié el engorroso trabajo de regresar los cientos de metros de celuloide a su forma original de rollos. Terminé minutos antes de la hora prevista.

Nunca supe qué fue del cerdo. La estación no se desplomó o, mejor dicho, sí lo hizo, pero fue unos diez años más tarde, en el año 1988, cuando llegó hasta el andén un viajante (huracán) de nombre Gilberto que de seguro no le gustó su inclinación y decidió aplastarla hasta convertirla en un enorme montículo de tablones, láminas retorcidas y oxidados clavos centenarios.

La película se proyectó sin sobresaltos. Ahora, en el mismo lugar donde ocurrieron los acontecimientos se levanta una moderna biblioteca y un agradable centro cultural, no obstante, para mí siempre será el cine, porque esa noche salvé la función sabatina. 

1 comentario

  1. Me encantó la historia, espero segunda parte, será que el cerdo pueda hacer un cameo? En verdad la disfrute!

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