Cerdos y chacales

Ya pasaron dos años y el cartel con la foto de la niña sigue pegado en la entrada de la tienda. Cada mes, ella, Estela, lo renueva, y cada semana, cuando la acompaño a las compras, pregunta al tendero si tiene alguna noticia, él dice que no y siempre lo hará, porque  la pequeña no volverá nunca.  Traté  de  decirle,  pero  en  vez  de  prestarme atención me decía “estate quieto”, empuñando una vara en alto. De todas formas es mejor para ella no saber a dónde fue a parar la niña.

Esa mañana  empezó  como  cualquier  otra,  el  tocino  crujía  cada  que  ella  metía  la espátula de madera  al  sartén. Cocinaba con una mano en la cintura,  seria,  con la mirada en las tiras de tocino. En un rincón, lejos de la estufa, la pequeña dormitaba un sueño acostumbrado al olor del cerdo al fuego. No debía ser difícil, considerando que los criábamos y cuando no olía a cerdo al fuego, olía a cerdo vivo, que era peor.

Fui a la habitación a avisar a Emilio que el desayuno estaba listo, era más un ritual que otra cosa, él despertaba con el aroma salado de la carne al fuego. Emilio se quitó la  sábana  de  encima y  se  sentó  al  borde  de  la  cama.  La  madera  se  quejó  por  el reacomodo de su peso. Entró a la cocina rozando con su cabello grasoso la parte alta de la puerta. Sobre la mesa estaban los platos con el desayuno listo. Tomó a la nena con sus manazas y la alzó para ponerla en su regazo mientras desayunaba. La niña talló su nariz y siguió dormida. Estela habló en su tono seco de las mañanas.

―Ahí hay pan. El tocino está caliente.

Emilio asintió con la cabeza y estiró el brazo libre para alcanzar las tiras de tocino. Ella volvió a hablar.

―¿Vendrán esas personas?

Él contestó con la voz ahogada por la masa de pan y comida en la boca.

― Si compran muchos cerdos podríamos comprar una nueva cuna para la niña.

―¿A poco van a comprar tantos cerdos?

― Sí . ¿Por qué la duda?

― Sería mucha suerte y esa suerte no nos pasa a nosotros.

―Imagina si nos compran diez de un jalón.

―Hasta no ver, no creer.

―Ya verás, estos compas tienen dinero.

Luego de dar cuenta con todo lo que había en la mesa, Emilio se puso de pie. Junto a  él, Estela, que es grande, parecía pequeña. La niña despertó y vio a su padre a los ojos,

él arrugó la nariz, aspiró aire y emitió un ronquido intermitente mientras empujaba la nariz y la boca suavemente contra el cuerpo de la niña. La bebita rio y puso sus manitas en las grandes mejillas de Emilio. Estela sonrió y le dijo.

―Pasas tanto tiempo con los cerdos que le haces igualito.

Era  cierto.  A  veces,  cuando  llegaba  a  casa  lo  hacía  a  propósito,  yo  corría  para cerciorarme que ningún cerdo hubiera entrado a la casa, a pesar de que me aterraba la idea de estar frente a frente con una de esas masas de carne.

―¿De dónde son esas personas? ―Dijo Estela.

―No sé, de otro pueblo. Quieren varios cerdos.

―¿Si son ricos por qué irán a complicarse la vida con cerdos?

―Carniceros,  criadores,  sépala.  ¿Qué  puedes  hacer  con  un  cerdo  sino  comértelo, criarlo o venderlo? Cuando alguien va a una tienda no le preguntan por qué compra un kilo de azúcar.

Ella se acercó para tomar a su hija en brazos para que Emilio vistiera su chaqueta de trabajo y terminara de atarse los cordones de las botas. Cambió su tono de voz a una escala más amigable.

―Deberíamos vender a Bicmondo.

―¿Estás loca? No hay mejor semental en ningún lado. De ahí salen los cerdos que vendemos y comemos.

―Otros machos pueden hacer lo mismo.

―Los otros dos ya no montan a ninguna. Bicmondo es el cerdo de los huevos de oro. No hay hembra que no empanzone a la primera.

Cada que salía el tema de vender a Bicmondo ella esperaba que Emilio cambiara de opinión. Yo también.

Antes de salir de la casa, Emilio se volvió a la pequeña, frunció la nariz y emitió un gruñido porcino. La niñita contestó con una risita.

Al acercarnos a los chiqueros, el coro de gruñidos creció . Estaban a unos cien metros,  insuficientes para mantener alejada la peste, que en días de calor, era insoportable.  Primero alimentábamos a los pequeños, luego a las hembras preñadas, luego a los  adultos y finalmente, a Bicmondo. Su porqueriza tenía paredes de cemento con bardas  más altas que el resto. Tras la puerta de metal escuché el gruñido lastimoso de una  puerca. Emilio abrió y la puerca trató de salir corriendo. Emilio reaccionó y alcanzó a  tomarla del collar. Le faltaban las dos orejas. La sangre ya  estaba coagulada y le  quedaban    algunos   jirones     de    carne    machacados    por    las    dentelladas     de  Bicmondo.   Dentro,   dormitaba   sin   enterarse   de   que   estábamos   ahí,   o   quizá,  simplemente no le importó . Emilio maldijo, puso el candado y llevó a la hembra a una  chiquera aparte. Me quedé atrás, no sé por qué . Me repugnaba ver a la cerda sin orejas.

Me asomé por un hoyo a la pocilga de Bicmondo. Sentí miedo al ver sus ojos brillar hundidos en la masa de carne que era su cara. Era un cerdo descomunal. Junto a él, Emilio parecía delicado. Me fui de ahí corriendo.

Enfilamos a la casa. Vimos a Estela en la parcela poniendo pañales a secar sobre unos alambres atravesados de un palo a otro. Debe habernos sentido porque volteó a vernos haciendo sombra en sus ojos con una mano, esperándonos con una mano en la cintura.

―Voy al veterinario.

―¿Se enfermó alguno?

―No. Bicmondo mordió a la blanquita.

―¿La mató?

―No, no. Sólo le arrancó las orejas. Seguro la preñó eso sí . Sacaremos el gasto del veterinario de los lechones. Ya me voy, si se le infecta quedaremos sin marrana y sin lechones.

―Pero van a venir esas personas.

―Recíbelas.

―No me gusta tratar con desconocidos.

―Entretenlos, pues. Diles que todos se venden. Excepto Bicmondo.

Emilio me hizo una seña para que lo acompañara, pero preferí quedarme. Mi ánimo no estaba para viajar en una camioneta vieja con una puerca mutilada.

La primera vez que Bicmondo se mostró fue con un macho. Emilio los tenía juntos en un chiquero grande, había pleitos por la comida, pero cuando Bicmondo se hizo más grande que los otros, hubo sangre. Una noche escuchamos chillidos, Emilio no le dio mayor importancia y fuimos a ver hasta la mañana siguiente. Encontramos tirado a uno de los cerdos. Cuando entendí qué pasó, eché atrás con la cola entre las patas. No tenía pezuñas, Bicmondo se las tragó casi hasta las rodillas, luego lo dejó sangrar en el lodo. El cerdo todavía respiraba y Emilio tuvo que terminar de matarlo. Por eso le construyeron un chiquero aparte.

Luego de que Emilio se fue, Estela  se  sentó  en una mecedora  a  amamantar a  su  pequeña. Nos quedamos ahí un rato, hasta que escuché el sonido de autos acercándose. Corrí a la entrada, Estela se levantó y también salió a ver de qué se trataba.

Llegaron tres camionetas grandes, bonitas. Se estacionaron frente a la casa, de ellas bajaron varios tipos, ninguno tan grande como Emilio pero sí muy corpulentos. De la camioneta de en medio bajaron tres hombres, uno llevaba sombrero tejano y gafas de sol. Traía una camisa de manga larga y un cinturón de hebilla muy grande, a juego con sus botas de piel de víbora. Otro era moreno y tosco, en su muñeca traía esclavas de oro que debían pesar como grilletes. El tercero era el Chascuas, un amigo que

Emilio conocía desde niño. A Estela no le hizo gracia, no tenía oficio ni beneficio y cuando no estaba drogado, estaba en la municipal o inconsciente en algún tugurio. Por su  culpa  Estela  pasó  por  muchos  disgustos  con  Emilio.  El  Chascuas  se  acercó rascándose las costras en sus brazos huesudos, sus ojos hundidos reflejaban ansiedad.

―Estela. Háblale a Emilio. Venimos a lo de los marranos.

―Emilio no está . Llevó una puerca al veterinario.

― Útala. Le dije que íbamos a venir. Los patrones no pueden estar mucho tiempo.

―Dijo que yo les enseñara los marranos.

Chascuas se movía dudoso, como si probara la posición antes de mover alguna parte del cuerpo. Volteó a ver nervioso al de las botas de víbora.

―Ella nos va a enseñar los cerdos.

―Arre pues. Rápido. Hay que ir a otro lado luego.

Estela apresuró el paso, con ella fueron el de las botas, el Chascuas y el moreno de las esclavas. Los demás se quedaron cuidando las camionetas. En los chiqueros no hizo falta que Estela hablara, el de las botas los recorrió atento a los cerdos. Volteó con el moreno.

―Mira Panzas. Yo creo que con estos.

―Yo creo sí . Con estos la hacemos.

El de las botas señaló con el mentón la pocilga de Bicmondo y preguntó a Estela.

―¿Qué hay al fondo?

―Es el semental.

―Quiero verlo.

―No tengo llaves, Emilio se las llevó . Es peligroso.

―Mejor. Panzas, tráete esa escalera, que el Chascuas te ayude.

Recargaron la escalera en una de las paredes y el de las botas subió . Se sorprendió por el tamaño de Bicmondo, como todos los que lo veían por primera vez.

―  Puta madre. Está enorme este cabrón. Panzas échale un ojo, este seguro hace el trabajo de tres en una sentada.

Panzas subió la escalera e hizo un gesto de asombro, luego se volvió al de las botas.

―Está muy grande patrón. No va a caber en el camión.

―Ese es tu problema, cabrón. Para eso te pago.

Estela intervino. Se irguió para sacar unos centímetros a los hombres.

―Es que ese cerdo no se vende, señor.

―¿Cómo no? ¿Qué no es una granja de cerdos?

― Sí, pero es el semental. Mi marido no quiere venderlo.

―Bueno, para qué discutir. De todas formas no nos los vamos a llevar ahorita. Vamos a regresar después por ellos.

―Oiga, pero no ha dicho cuántos cerdos quiere.

―Todos. Panzas, vámonos. Chascuas, apúrate.

Los hombres se fueron, Estela estaba animada. Entramos corriendo a la casa, la niña seguía dormida. Casi una hora después, Emilio regresó . Estela, meciendo a la niña en brazos, tanteó el humor de Emilio mientras él se desparramaba en una silla.

―¿Cómo te fue?

―La blanquita se quedó en la veterinaria. Va a salir más caro,  pero sí se cura.

―¿Vinieron las personas?

― Sí, con el Chascuas.

―¿Y cuántos cerdos quieren?

― Todos.

―¿Todos? ¿Los cuarenta? ―Emilio se incorporó en su silla.― ¿Pagaron algo?

―No, dijeron que luego regresaban. No traían cómo llevárselos.

―  ¿Cuándo?

―No dijeron. Yo creo mañana.

―Les hubieras preguntado. Van a necesitar un camión.

―También se quieren llevar a Bicmondo.

La cabeza de Emilio echó a cavilar. Al verlo dudar echó una chuleta de cerdo a la estufa.

―Con el dinero podrías comprar otro semental y hembras y nos va a sobrar dinero. También están los lechones de la blanquita.

― Sí es cierto. Además yo creo van a pagar mucho por el Bicmondo.

―Yo creo sí .

―Ahora sí ya la hicimos. Luego luego vamos a comprarle ropita a la niña, vamos a comprar cerdos buenos, como el Bicmondo, que tengan muchos lechones. A la mejor podemos contratar un peón. Ah y también un perro que ladre, porque este nomás gruñe. De tan corriente salió mal, mira su cola, chiquita y enroscada. Parece que se la quitaron a otro perro y se la pegaron a él.

Me señaló con el tenedor. No es que le cayera mal, tenía razón.

La chuleta ocupó toda la atención de Emilio mientras Estela mecía a la niña. La bebita estiró una mano hacia él. Emilio interrumpió su cena para arrugar la nariz, levantar el labio superior e hizo el sonido de un cerdo. La niña otra vez le contestó con risas. Esa noche fueron a dormir hablando de todo lo qué harían con el dinero de los cerdos.

En  la  madrugada  me  despertó  el  ruido  de  carros  acercándose.  Me  asomé  por  la ventana  y  vi  sus  luces  avanzar  por  la  terracería.  Corrí  a  la  habitación  e  intenté despertarlos  desde  la  puerta,  pero  de  mi  garganta  sólo  salieron  sonidos  que difícilmente opacarían los ronquidos de Emilio. Rasqué la puerta rápido y con fuerza una y  otra  vez. Para  cuándo  Emilio  despertó  las  camionetas  estaban  frente  a  los chiqueros. Traían dos camiones y mucha gente. Empezaron a romper los candados y a arrear a cuanto marrano hallaban. Un caos de hombres y marranos iluminado por los faros de los coches. Alrededor, todo era oscuridad.

Emilio salió vistiéndose. Me hice a un lado para que no me pateara al pasar. Estela salió tras él.

― ¡Emilio! ¡Deja que se los lleven! ¡Deja que se los lleven!

―A la chingada. Esos son cerdos son todo lo que tenemos.

Machete en mano Emilio salió de la casa. Yo salí también. Echó a andar el trecho entre la casa y los chiqueros con miedo y coraje en la cara. A buena distancia todavía, entre la tolvanera atravesada por las luces de las camionetas, vimos al de las botas de víbora hablando con el de las esclavas y el Chascuas. Emilio enfiló hacia allá . Entre el desorden, se oyó una voz.

― ¡Ahí va alguien! ¡Ahí va alguien! ¡Córtenle paso! ¡Rápido! ¡Rápido!

Salió al paso un tipo que le plantó cara a Emilio golpeándolo con la culata de su rifle en la cabeza. Dio de nalgas en la tierra.

―¿A dónde va hijo de su pinche madre? … ¡Ya lo tengo! ¡Acá está!

Apenas gruñí, apuntó al piso y soltó un tiro.

―Ora pinche perro ¡Sáquese, puto!

− ¡Con una verga, no disparen! – Se oyó una voz al fondo.

Sentí un miedo indescriptible y corrí tan fuerte como pude hacia la casa, vi salir a Estela corriendo como loca.

― ¡Déjenlo! ¡No lo maten!

Me detuve. Vi a Estela ayudar a Emilio a tratar de ponerse en pie sin conseguirlo.

Yo  estaba  muy  nervioso,  eché  a  caminar  de  un  lado  a  otro,  pero  sin  acercarme. Escuché la voz rasposa del Chascuas.

―No lo truenen. Es mi amigo. ¿Verdá canijo? Aquí no pasa nada. Nomás cargamos y nos vamos.

Estela lloraba abrazada a Emilio, que estaba ido. Los cerdos subían a los camiones azuzados con varas eléctricas. El de las botas seguía en su lugar, apresurando a la gente.  Otros  hombres  con  rifle  me  miraban  de  reojo.  Tenía  miedo  de  que  me dispararan. Entre el ruido se escuchó un grito de dolor que sobresaltó a todos.

― ¡Mi mano! ¡Aghhh! ¡Mi manita!

Del fondo salió corriendo un hombre con un muñón machacado donde antes hubo mano. Otros dos trataron de ayudarlo. El de las botas se les acercó .

― Si serás pendejo. ¿Qué chingados andas haciendo?

― ¡Me mordió el cerdo grande! ¡Me duele! Mi manita …

―Puta madre … Lleven a este cabrón al camión. Y traigan a ese marrano.

― Se escapó, patrón. Lo mordió cuando rompió el candado y se salió .

―Pues me lo encuentran. ¡Búsquenlo! Chascuas, ayúdalos. Que alguien se quede a vigilar a esos dos.

Las cosas iban de mal en peor. Los hombres tomaron sus linternas y comenzaron a buscar a Bicmondo. Me puse más nervioso, no podía dejar de dar vueltas hasta que, sin querer, percibí el olor de Bicmondo en el aire. Venía de la izquierda. Agucé el oído y lo percibí avanzando hacia la casa.

Me metí en la oscuridad olfateando con atención. El rastro era fuerte. En la penumbra,  lo vi olfatear el aire con su grotesca trompa. Su cara monstruosa, atroz, reflejaba un  punto de luz en sus pupilas, dándole un aspecto repugnante, maligno. Mi corazón se  aceleró . Cuando me di cuenta iba contra el cerdo, dispuesto a morderlo con todas mis  fuerzas.  Bicmondo  esquivó  mi  ataque  y  contestó  con  una  dentellada  que  de  un  plumazo me arrancó una oreja y parte de la piel de la cabeza. El dolor era insoportable. Salí chillando de ahí con la extraña sensación del frío de madrugada calando en hueso  expuesto.

Lo escuché empujar la puerta de madera de la cocina. Nadie estaba cerca para impedir que entrara. Sólo yo. Corrí a detenerlo.

Dejó un rastro de peste y sillas volteadas en la cocina, atravesó la sala y alcancé a verlo  entrar  a  la  habitación.  Distinguí  el  balbuceo  de  la  niña  en  el  cuarto.  Salí disparado hacia ella. La niña estaba en su cuna. Bicmondo gruñó y la niña soltó una risa estirando sus manitas. El cerdo la calló de un mordisco.

No pude  soportarlo.  Me  fui  tan rápido  como pude y me  escondí  entre  la  hierba. Minutos después, los hombres entraron y sacaron a Bicmondo a punta de choques eléctricos  y  palazos.   Se   necesitaron   muchos.   Vi   al   Chascuas   sacar   la   cuna ensangrentada y aventarla a uno de los camiones sin que Estela y Emilio se dieran cuenta. Cuando todo pasó y Estela vio que la niña no estaba, casi se vuelve loca. Fue a la policía a denunciar pero le hicieron poco caso, entonces ella misma hizo el cartel que pega cada semana en la tienda “ Se busca niña,

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