Brevedades y silencios entrecruzados en El hombre crucigrama, de Roberto Abad

Habría que entender por cuento la realización de un ejercicio en extremo riguroso. En su correcto desarrollo se vierte la fuerza incisiva de la palabra con una precisión que no debe sino ser metódica. Partiendo de esta premisa, hay que señalar que las tentativas por lograr un resultado confeccionado por la naturaleza estructural del relato o el tratamiento literario del tema, se continúan a través de una larga oscilación de inseguridades, éxtasis, bloqueos mentales y, es cierto, aun de revelaciones que convergen, finalmente, en un resultado que se erige uniforme y sustentable en calidad de un juego de intensidad y de tensión. Se trata, en suma, de un producto de difícil elaboración, y cuyas exigencias estilísticas e intencionalidad niegan las prestaciones a que tienen acceso los géneros como la novela o la poesía. Busca la redondez y la brevedad, la palabra antes que la frase, la sorpresa antes que la explicación.
Tal afirmación no hace sino esclarecer que hablar de microcuento raya en el pleonasmo, es tanto se entiende que un texto de esta naturaleza es la expresión auténtica de relato, confeccionado a partir de la economía de un lenguaje conciso, premeditado, donde la palabra es (o tiene que serlo) una estructura mordaz en calidad de indicio. Entendido esto, no me parece arriesgado dictaminar que El hombre crucigrama se erige como un trabajo de corte selecto y condensación narrativa: riguroso en su entretejido, el libro demuestra ser la suma de una técnica que traza, con claroscuros y barruntos, una lectura ágil, especulativa y exigente.
La labor del escritor tiene por fin exteriorizar las experiencias particulares con el propósito de reivindicarlas en un ámbito más abierto y generoso, donde las confabulaciones y las conjeturas adquieren las dimensiones de un diálogo, entablado por supuesto entre el libro y el lector. Nada tiene que acotar ya Roberto Abad en estos límites.
Las palabras surgen de nosotros y de las palabras el mundo, es un hecho irrefutable. En tales términos, escribir es un acontecer que puede resignificarse desde las luces de la reconciliación con ese orbe ignoto al que sólo ciertas consciencias tienen acceso, aunque como Prometeo, nos es traído ese fuego etéreo que palpita en el más ínfimo de los hechos, y he aquí una de las indispensables funciones del escritor: la aprehensión de lo hermético y abyecto en una resolución que, si no del todo directa, al menos ha dado forma a las sombras y voz al silencio.
El hombre crucigrama, de Roberto Abad, es la experiencia lacónica con un mundo que desconcierta cuanto mayor es el esfuerzo de nuestra consciencia por seguir el discurso lógico de los aconteceres cotidianos del hombre: ni siguen una lógica marcial ni los aconteceres son del todo cotidianos. Y es que la calidad narrativa del autor no se ciñe a establecer una serie monótona de sucesos digeribles: es una propuesta, si me valen los apelativos, oscura y desafiante, asequible al entendimiento, y no por eso menos sugestiva en su temática y madura prosa; empero, de esto ya tendrán que hablar más y con mayor soltura los lectores y la crítica que, a propósito, tendría que dejar de repetir los nombres de la tradición contemporánea y hurgar de fondo en las obras de esta generación. Por supuesto que arrojo las miras a El hombre crucigrama, que se postula como uno de los acontecimientos más interesantes de la literatura y del género. Impelida por los esfuerzos de una pluma grácil, este libro no podría encontrar mejor recepción (tanto por su temática y estilo) que el día de hoy, cuando la consciencia parece germinar con mayor ímpetu y su actividad busca un paliativo a las exigencias de sus alcances.
El cuento número “14” es, entre otros, uno de los más precisos y redondos que conforman el libro; la técnica de su realización ahonda en esta propuesta que, sin bien no oscura, se erige como voluptuosa representación de las inseguridades y situaciones humanas que germinan como prueba de las incertidumbres y desazones que opacan la existencia. La escena final es exquisita y poco puedo hablar de ella sin caer en hipérboles:


Las últimas imágenes del telescopio Hubble revelaron que en otra galaxia a miles de años luz, alguien, con un artefacto igual de potente, nos observa todos los días. Y también se siente solo.


Este juego de contrastes e ingenio parece una divisa del carácter narrativo que se propone en el decurso de los relatos, aunque sin dejar de lado la naturaleza abyecta de los argumentos de cada uno de ellos. Lo cierto es que asistimos a la invención de un libro excepcional, aquello que no tiene cabida en las imaginaciones incoloras pero que desborda a las que exigen más que una certeza predecible tras entender que nada lo es. El hombre crucigrama bien puede definirse como una representación de la ruptura con el mundo, toda vez que la aprehensión de lo intangible, en una suerte de abrazo reconciliatorio que resignifica las conversaciones, los días, las relaciones, la monotonía…, se unifican bajo una virtud común: la de una realidad inagotable condensada en un breve retrato de la vida.
Finalmente, cabe señalar que, entre tanto, mientras los academicistas debaten la terminología con que se habrá de referir a cuentos de estas características a través de insuficientes criterios como para establecer el conjunto de cualidades que lo distinguen de los subgéneros narrativos, más bien desde rígidas posturas cuantitativas que atienden el carácter dimensional como rasgo ajeno a lo que se conoce llanamente como cuento, o relato, nosotros, el lector, dejémonos seducir por el libro y esos silencios juguetones que devienen eco.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *