Azul y rosa

Reza la sabiduría popular que lo que te choca te checa, y es algo en lo que he estado pensando en esta semana. El escenario que tuve para reflexionar sobre ello fue en medio del curso de capacitación al que nos citaron por parte de la empresa donde laboro. El tema que nos ocupaba: el problema del acoso sexual y las estrategias para enfrentarlo en nuestra condición vulnerable de mujeres.
Nunca se abordó en ningún momento la posibilidad de que los hombres también pueden ser violentados, aún en una posición de privilegio biológico, o por parte de otros hombres.
El curso de sensibilización surgió a raíz de varias denuncias en el último mes por parte de las compañeras de trabajo de varias áreas. El escándalo en los pasillos fue porque algunas eran de carácter retroactivo y denunciaban a las exparejas sentimentales de las compañeras.
Mientras tomábamos un receso de la dinámica, tanto hombres como mujeres, se acercaron a compartirme sus impresiones, pienso que por mi condición lésbica ambos se sienten que soy una especie de anfibio social o qué sé yo y me tienen aprecio y confianza.
Me encontré en primera instancia a las compañeras en los espejos de los lavabos del sanitario, acicalándose y hablando sobre el emponderamiento “que ya no era como antes”; recalcaron el poder de las mujeres y “que ahora esos putos iban a doblar las manos”.
Ellos por su parte, al compartirme un cigarrillo en las jardineras del edificio, se lamentaban de que ellas ya no agarraban la onda, porque antes todo funcionaba y “que todos sabíamos que los hombres llegan hasta donde las mujeres quieren”, sólo que ahora ya no se respetaban esos acuerdos tácitos en los que ellos pudieran ayudarles con sus gastos a cambio de compañía.
Recordé mis años de universidad donde en clase de Problemática Rural, la profesora Dalia Vargas enfatizaba la desigualdad entre las clases sociales, y recalcaba que dentro de las estructuras capitalistas la mujer presenta el doble opresión en su condición de hembra.
Sin embargo, después de más de una década de trabajar con esta diversidad de personas comencé a preguntarme si la Guerra de los sexos de los años ochenta —que tanto preocupaba a mis padres— auguraba el final de nuestra civilización al desarticular las estructuras familiares y laborales. A casi treinta años de distancia y después de la tercera ola del feminismo, el apocalipsis no ha tomado la forma de la “Matriarcadia” (Perkins, Charlotte, 1915), sino de algo parecido a “The Truman show” (Weir, Peter. Paramount Pictures, 1998) con todo esto de ventilar en redes sociales los pormenores de la vida diaria.
Algunas de las mujeres trabajadoras con las que convivo ostentan posiciones de poder jerárquico con respecto a los otros, con salarios que rebasan la media deseada, y aún así continúan en esa lucha por mostrar una valía en momentos cotidianos, reclamando los abusos de la deuda histórica, y es en esa lucha que está implícita una especie de búsqueda de aceptación, si no por lo laboral —en donde han superado a muchos— pareciera que continúan haciéndolo en el plano de las relaciones interpersonales.
Muchas han sido grabadas desde sus propios celulares en situaciones íntimas con consenso y meses después, el escándalo estalla en denuncias de acoso laboral aunque ostenten el poder en la oficina.
¿Hasta qué punto el hombre por naturaleza es ese ser violento y depredador que nos plantea el discurso feminista actual? Mientras escuchaba al capacitador decirnos que la mujer siempre ha sido frágil y dependiente, víctima perfecta de la violencia, recordé cuando me sacaron de clase de Familia y vida cotidiana por presentar la lectura del “Varón domado” (Villar, Esther, 1971), donde se planteaba que la mujer domina al hombre a través de la seducción y el intercambio carnal, y que su violencia la ejerce con el capital que lleva entre las piernas, porque esa es su fuerza y su poder ante el macho —aún debo esa materia—.
Y es que hay palabras y conceptos que ahora son un tabú más sucio y vil que alguno de índole sexual, como cuando se menciona que la pornocracia sigue vigente en la toma de decisiones y que ésta influye en la política del mundo. El sexo consensuado es un arma con la cual enfrentarse al gran capital, eso es algo inconcebible en los foros públicos de debate. Ahora se limitan a repetir el discurso de la violencia androcéntrica hasta la saciedad.
¿Por qué? Porque la mujer es dadora de vida y víctima de la violencia del hombre. Se habla del matriarcado y de las ideas mitológicas de James Fraser en “La rama Dorada” (1890), en donde ellas fueron el desencadenante civilizatorio al domesticar la agricultura y crear los primeros asentamientos humanos. También se apela a “El lenguaje de la diosa” (Gimbutas, Marija, 1884) y sus ideas antropológicas sin evidencias prehistóricas, donde el matriarcado era un estado ideal en el que prevalecía el orden y el progreso, gracias a la condición aglutinante del culto a una diosa primigenia de caderas y senos grandes. Una especie de Temiscira en donde se sacrificaba a los hombres después de realizar el acto carnal, mucho antes de los ritos dionisiacos.
Todo lo anterior se antoja mítico y lejano, en un pasado donde todo era mejor sin disputas entre los sexos biológicos.
Mientras seguía escuchando a mis compañeras narrar sus experiencias traumáticas por los constantes abusos de poder y acosos sexuales, mi mente recordó la película de los ochentas: “La guerra del fuego” (Annaud, Jean-Jacques, 1981), donde la supervivencia dependía de la astucia y la fuerza. Ahí las hembras sólo contaban con la única arma de sus menos fornidos cuerpos.
Si bien estas diferencias biológicas han sido eso, una diferencia de origen gestacional, hoy en día son el discurso —en moneda de cambio— para blanquear de alguna manera el intercambio de favores sexuales consensuados. La oferta carnal que se troca por mejores situaciones materiales pareciera condenarse en público, mientras que en el discurso pretende hacerse más deglutible a través de la victimización de la condición de mujer per se.
Es un nuevo discurso de la opresión en donde no importa la jerarquía del poder, sino la genitalización de quien lo ejerce, la mujer es víctima siendo jefa o subordinada, siempre y cuando se le enfrente al abuso histórico patriarcal.
La mujer no pareciera ser capaz de ejercer su sexualidad con la responsabilidad de un ciudadano pleno de facultades, y todo ello después de las victorias sexuales a través de las tres olas del feminismo. En la actualidad aún las mujeres empoderadas, siguen siendo ante la sociedad ovejas de matadero a merced del lobo.
Recordé también la noticia —con la que me desperté por la mañana— mientras me lavaba los dientes antes de ir al curso. La nota versaba sobre una pareja española de veintitantos años, quienes distribuían material pedófilo a través de Internet. El padre violando a su hija de tan sólo 6 meses. La madre tenía posesión en su celular de dicho material para distribuirlo usando grupos de Telegram. Sin embargo, sólo el padre está en prisión bajo proceso mientras ella está en libertad cautelar, debido a que en presunción por su condición femenina, es también una víctima del Monstruo de Lucerna probablemente supeditada a la violencia del hombre, o ignorante de las aberraciones criminales que realizaba en casa su pareja y padre de la infante. No es el único caso en el último año, en donde a una mujer se le atenúa su condición criminal por considerarla inferior en sus talentos antisociales, y se le reduce al papel de víctima o cómplice forzada.
Bajo esta política del progreso, no se concibe que existan mujeres que hagan denuncias falsas por acoso sexual, ni hay mecanismos de identificación para determinar si una mujer criminal es psicópata por sí misma o no.
Los sesgos de percepción por cuestión de sexo, bogan de lo micro a lo macro en una lógica donde la venganza y las bajezas entre uno y otro bando son algo cotidiano.
Las horas pasaron y el aburrimiento se apoderó de mi estado de ánimo, y la tarde llegó con la conclusión del taller. La molestia y el rencor se sentían en el ambiente, después de hacer tribuna por más de cinco horas al estilo de doble A.
Camino al estacionamiento comencé a despedirme de los compañeros, cuando de golpe el aire se impregnó con un perfume a vainilla y rosas. Eran las compañeras, acicaladas y sonrientes, quienes el día de hoy no trajeron sus autos para economizar la gasolina como es su costumbre, y que sin decir palabra se plantaron frente a los autos de ellos, esperando el acostumbrado ride de cortesía hasta la salida de las instalaciones. Los compañeros, algo menos molestos contestaron a las sonrisas y se dejaron envolver por las palabras amables y las risas cantarinas.
Encendí un cigarro y me dispuse a caminar, dejando que arreglaran sus diferencias tal y como lo han hecho durante todos estos años.
Y si aún hay rencores, en diciembre tendrán su tregua anual: al finalizar la Cena de navidad de la empresa, bajo las discretas sábanas de un departamento o de un hotel de paso.
Así como todos los años, sólo que a partir de éste, contaremos con la agravante de que en enero con seguridad habrá más reportes con el tema del acoso sexual, y yo invertiré en marzo otras seis horas de mi vida en otro curso laboral, sensibilizándome sobre mi condición vulnerable de mujer y la importancia del tema.

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