Año nuevo sin Antártida

Lo importante, ahora, es cuidar el vacío

(ninguna pasión, ningún plan de viaje, ningún apego a cosa concreta), 

mezclar lo ruin, lo erótico y lo culto, y hallar una forma que estribe en la ausencia de forma.

María Negroni

Neutrinos, partículas que producen un destello azulado cuya longitud de diez metros dura lo que un científico alcance a medir en microsegundos sobre la velocidad de la luz. El cálculo ni siquiera lo imagino, ni sé si eso se ve a simple vista o a través de un monitor que lo detecta, o en el oscuro universo; pero resulta que estamos totalmente rodeados de ellos, de hecho, nos atraviesan constantemente. Sin ser masa existen, sin ser luz visible existen, como un enjambre de mosquitos que resuena a nuestro alrededor. Viento cósmico o polvo de estrellas, moléculas invisibles, fantasmales… no se sabe, pero existen.

La Antártida, ese lugar inhóspito, helado, incongruente para nuestra vida cosmopolita que todo lo tiene medido, tocado y deformado… Es la certera visión de lo desconocido, aunque la miremos de reojo. Pero el bloque gigantesco de hielo flota al sur de nuestras vidas, se mueve y se transforma de una forma insospechada. No pensamos en ello cuando hay que elegir qué ponerse en las mañanas frías, decidir qué desayunar y sacar del refri los huevos semicongelados para echarlos en la sartén con aceite hirviendo. Luego corres al trabajo y pasan las horas hasta regresar a casa para descalzarte, medio desnudarte y andar entre calores, aves e insectos rondando el rayo de sol.

La Antártida, ese lugar que gira poco, que casi no se mueve, que tiene seis meses continuos de sol; será un buen lugar para los deprimidos que lloran al llegar la tarde. Si no fuera porque nada hay, más que bases científicas y científicos locos, sería un buen sitio para pasar los días de nostalgia que rayan en tristeza enfermiza. Un lugar que no anochece, que impide mirar los cambios de luz y evita con ello el pensar en la negrura. 

Y es que llega un momento en que ya no sabes si existes o solo pasas los días explorando un continente de emociones muy conocido pero inhóspito. Es año nuevo, ya pasó la navidad, nació el niño, la esperanza debía colmar los corazones pero el mío sigue igual; se resigna a estar solo, a no comer uvas y pedir deseos, a cenar una torta de bacalao que envió la prima Lidia, a no abrazar a alguien. 

El vecino me ha preguntado qué haré mañana para recibir el año. Me ha visto tan solita en el jardín, echada al sol, que no ha perdido oportunidad de mostrarme a sus hijos (en el cel) que están lejos, y de imitarse conmigo: humanos maduros, abandonados por la familia, viudos o divorciados. Su imaginación vuela y termina invitándome a su casa a tomar algo, sí, mañana, para celebrar nuestra emancipación de padres, nuestra libertad, nuestro nido vacío.  

Los científicos y las científicas locas en la Antártida no necesitan nieve artificial ni bufandas hechas por la tía Carmela; tienen en sus bases el clima exacto y las guitarras eléctricas para celebrar con un concierto, no el año nuevo (que ni ven si pasa el día o la noche), sino a organismos diminutos que han descubierto bajo los bloques de hielo; verdoso uno y el otro rojizo que no saben lo que son. Podrían ser nuestros abuelos, de eso casi no dudan, pero hasta no hacer la prueba de ADN no deben anunciarlo: abuelos pluricelulares que comen carne y parecen árboles.  

No hay en mi casa un árbol de navidad, pero haré una lasaña a la boloñesa para desquitar el no tener la compañía de mis hijos. No deseo la del vecino o la del filósofo que conocí ayer en el mercado de pelis; iba por una dotación para mi año nuevo sola, hacía mucho que no usaba falda (ya veo los efectos), el filósofo vendedor de películas me describió de entrada la escena de El imperio de los sentidos: el estrangulamiento exacto a la hora del orgasmo. No me interesa, le dije, y me dirigí a las francesas. Caminaba detrás de mí, muy pegadito. Me contó lo que hace, qué le gusta, dónde vive. Dos por cincuenta, ofreció, para ti serán gratis; lo que me gustaría es conocerte, qué harás mañana, te invito a mi casa, cenamos y olvidamos que acaba otro año. 

Las amigas en Oaxaca, mis hijos en Yucatán. Mis amigos norteamericanos que odian a Trump, por lo que viven ahora en Cuernavaca, me invitan a comer pozole y a mirar los fuegos pirotécnicos en el barrio donde viven. Mi ex de la universidad a su casa en la ciudad de México… Habrá comida, baile, gritos, uvas y todo lo que a los chilangos les encanta. Preferiría ir a la Antártida, reunirme con los locos científicos y escuchar su concierto de rock en la azotea de un bunker, y al día siguiente abrazar a mis recién descubiertos abuelos. 

Los neutrinos son insólitos, y ellos (los científicos) en la Antártida los estudian. Hacen volar un globo hasta la estratosfera para poder detectarlos y ver cómo se comportan lejos de la relación con la materia humana. Son como una sustancia espiritual, se mueven en su propio plano o dimensión o universo, como sea que se entienda. Lo escuché en un documental: un físico hawaiano hablaba de ello y concluía que era como si no existieran pero que ahí estaban; invisibles, perforando nuestros ojos, metiéndose por los oídos, anclando en el corazón, paseando por nuestras venas, introduciéndose en los músculos, los huesos, la fluidez y solidez de nuestro organismo. Igual transitan por la madera y los metales, cualquier elemento, hasta el fuego. Recorren la materia cualquiera que sea su estado. Y ellos, tan ligeros, tan hermosos… son solo luz azul, destello segundoso, ilusión.

Quizá lo que pasa es que en estas fechas de fingida espiritualidad y de consumo extenuante, resulta que no me satisfacen las teorías de lo que debe nacer cada año. Me quedo con el fantasma de los neutrinos, con los microbios casi declarados abuelos, con el bloque B-15 que navega sobre el mar, con los pingüinos y las focas y con los científicos locos que tocarán mañana su concierto de un rock caduco pero intenso, en medio de la helada Antártida. 

Corro a la oficina luego de mis huevos con mermelada. Pasa la mañana, regreso al medio día y me descalzo, casi me desnudo para caminar sobre el piso helado sin depresión de ningún tipo. Tomaré el sol esperando a que atardezca y los murciélagos me den el espectáculo volando alrededor del árbol de zapote, y que los neutrinos me penetren con su destello azulado y solo llegue a mi oído, imaginario… el canto de las focas (debajo del gigantesco bloque de hielo) que se escucha gutural, extraterrestre. Con eso, y sin uvas, me conformo. 

6 comentarios

  1. Neutrinos, que tanto convivimos con ellos, nos harán compañía cuando nadie mas este cerca, o nos recordaran al menos lo rápido que una destello puede sumergirnos en nuestras emociones. Tal vez la Antártida sea sólo un movimiento de ideas, que no todo lo es?

    1. Gracias, Bernardo por tus comentarios, sí, sumergidos en las emociones andamos.

  2. Me encantó acompañarte en tu estancia a lo posible; disfruté el la sensación virtual que producen los neutrinos en su trayecto “a quién sabe donde”. Gracias Lore, muchas gracias

    xxx

  3. Y si los neutrinos nos atraviesan, también lo harían nuestros pensamientos más profundos, o los más cotidianos por igual; sobre todo esos que encienden nuestros días y traspasan nuestras noches pintándonos de un azul transparente.

    Me encanta leerte Lorenza. Siempre regalándonos en tus letras un suspiro o un estruendo acompañado de nostalgia. Relleno de cotidianidad. Leerte es preguntarme si en verdad la vida es tan sencilla como parece. Haces que surjan varias preguntas que a veces, es imposible contestar. Y Justo eso me invita a seguirte leyendo, por todo aquello qué haces que confronte. Gracias

    1. María Elena, me encanta lo que dices, gracias por leerme.

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