EL MUNDO ELONGADO
Casimiro Angulo tenía una manera diferente de ver el mundo, pero no se trata de ideología o conducta aprendida socialmente. Era, literalmente, un punto de vista, un defecto (o más bien efecto) visual desde la niñez y que consistía en ver que el horizonte desciende hasta converger en un punto. Es algo más o menos parecido al efecto de gran angular o de ojo de pescado, sin que sea exactamente lo mismo, ni lo contrario; algo como una elongación negativa, como convergencia por debajo del nivel del horizonte.
Desde la perspectiva de la física es difícil explicar y desde la comportamental también. Uno termina considerando normal lo que ve, hasta que otros lo convencen de que no lo es. Igualmente es difícil comprobar que uno se comporta de tal o cual manera porque ve el mundo de ese u otro modo. Hablo de “ver”, desde el sentido de la vista.
A Angulo, los árboles le parecían más pequeños de lo que realmente serían para otras personas, creía llegar pronto a distancias lejanas, lo de arriba lo veía más abajo y le resultaba casi imposible ver desde abajo, tanto en la dimensión física como en la política. Poco a poco terminó creyendo que era el centro, o mejor, la convergencia del mundo y que todos los caminos eran descendentes, así que nunca se planteó subir, ni mirar arriba, solamente mirar alrededor para que el espacio-tiempo fuera uno, el suyo. Su mundo estaba por debajo de la línea del horizonte. Sus decisiones eran pragmáticas, no soñaba, no se planteó el futuro o por lo menos más allá de dos semanas.
Cuando fue nombrado alcalde, el gobernador elogió su capacidad para hacer obras y la prontitud con que terminaba los contratos. Casimiro designó sus tres secretarios municipales por treinta días y les pidió ejecutar en ese tiempo todo su plan de gobierno, que adrede no tenía fechas ni cronograma. Para entonces, se había casado cinco veces y vivía en la casa más alta del pueblo. La diferencia de altura no significaba nada para él, así que subía hasta su casa en un ascensor con sofá cama, mientras dormía la siesta, para no pensar que venía de abajo y que luego estaría arriba. Según su sentido de la orientación, el despacho, la torre de la iglesia y su casa estaban en la misma línea del horizonte y a igual altura del Volcán Nevado.
Aquella mañana, por primera y última vez, el alcalde miró hacia arriba al salir de su despacho, cuando el grito del conserje pudo más que su soberbia: ¡terremoto! El campanario venía a su encuentro.
LA MUJER QUE NO MIRABA ABAJO
Ella desde niña soñaba con abismos que la engullían, por eso desarrolló un mecanismo de defensa: mirar siempre arriba. Su altivez visual también se configuró como altivez comportamental, que le hizo perder detalles de la vida, la alejó de su instinto maternal. No soportaba ver un niño gateando, así que su único hijo jamás tocó el piso antes de los siete años y ella adaptaba plataformas para verlo siempre a la altura de su rostro.
Cecilia Buenavista nunca supo de las ratas, ni de las cucarachas, pero sabía de los mosquitos; oyó los ladridos de los perros, mas no vio sus dientes; olió la hierba sin mirarla, conoció los pájaros, pero no las gallinas; escuchó el rio y nunca se bañó en él. Aunque vio las estrellas, solo amó la luna. Sus colores eran el ocre y el blanco del muro de su casa, de los muros de su calle, de los balcones de su pueblo.
Le parecía muy extraño cuando sus amigas hablaban de lo maravilloso que es ver crecer a los hijos y mientras pensaba en ello caminaba sobre la cresta de la onda sísmica que la tiró justo al vacío de una alcantarilla.
EL HOMBRE QUE HACÍA CIRCULOS
Le era imposible mirar de frente y siempre distraía la vista haciendo círculos con un palito y así podía mantener una conversación, mientras expandía sus ideas y su mundo con los círculos de su varita. Así calculó distancias, midió el tiempo, reguló su imaginación. No miraba al frente, ni arriba; solo al pedazo de tierra que su círculo abarcara y la varita era un puente entre su pensamiento y el mundo.
Jamás necesitó decir su nombre, ni lo que pensaba; no contradecía. Supo que estaba enamorado cuando vio que los ojos de ella eran negros y faltaba un diente en su sonrisa de recicladora. Nervioso, aceleró la varita lo cual produjo círculos concéntricos cada vez más pequeños hasta que al final solo quedó un punto. Sin poder expandir su proyección, el hombre empequeñeció, se achicó; desapareció bajo los escombros del templo.
En la lista de muertos o desaparecidos no está su nombre. Nadie recordó al hombre que hacía círculos. La lista de víctimas la encabezan Casimiro Angulo y Cecilia Buenavista.
Samuel López Castaño, profesor Emérito de la Universidad Católica de Pereira nació en Manizales, Departamento de Caldas, en la zona cafetera central de Colombia el 14 de mayo de 1958. Cuando estudiaba administración de Empresas en la Universidad Nacional de Colombia publicó sus primeros poemas en revistas estudiantiles y luego en ejercicio de su profesión y como docente, su producción escrita derivó hacia temas profesionales. Ahora, en uso de buen retiro laboral, ha retomado su quehacer literario como una necesidad vital. Actualmente reside en Pereira, Departamento de Risaralda, Colombia.