Silencios de jacaranda

Creo que le provoco escalofríos a esta casa. Hace tantos recuerdos que no venía. El polvo es una costra que no me deja tocar el pasado. Lo que hubo de felicidad en este lugar se destiñó, escurrió por el céspol de la cocina. Puedo ver las grietas que dejó su partida en el color arraigado, color a historia que se termina sin quererse ir; surcando el suelo desdiciéndose en ecos. Odisea al drenaje.

El olor a polilla me puso al rojo vivo el olfato cuando di el primer paso y entré. Huele a mar, pero no hay ningún mar cerca. Sólo canto de sirenas e inmenso sabor a sirenas en la punta de la lengua. Las sirenas saben a lágrimas. A veces logro ver transparencias de personas; cruzan de aquí para allá en su vida normal de hace muchos años. Sus rostros se rompen en el ahogo del pecho. Se escapan de mis ojos sin darse cuenta de mí. Escucho risas que se secan al vuelo cuando intentan salir por la ventana y está cerrada. Mueren como insectos que quedaron atrapados añorando salir al futuro.

Cualquier mueble que apenas rozo se desmorona después de aullar. El tiempo me susurra al oído su sonido de roedor de huesos; no cesa de masticarme el reposo. Escucho mis propios pasos huyendo por los pasillos de la casa. Mi niñez juega a entrar y salir por las puertas del laberintico escenario. Esa niña arrastra tras de sí todas las risas que fui. Una luciérnaga casi extinta buscando como salir para ser estrella. Esa luciérnaga no saldrá porque se ha metido en una habitación que está sellada para siempre.

Detrás de los antiguos cuadros la luz me observa escondida. La recuerdo cálida, entrando por los ventanales. Sin embargo, esa luz que se quedó aquí permanece pálida y famélica; se nota que tiene la enfermedad del olvido. Soy la sombra que recorre esta casa, avanzo y soy el crujido de las paredes que se estremecen. Tengo la espesura del dolor. Hay un viento acuífero sacudiéndome despacio el cabello y un grito me nombra la piel.

Comienzo a recordar a que vine. Alguien me formó desde su espanto al verme en la fotografía de un viejo diario y pronunciar mi nombre. Desecha en el centro, desde un sueño negro que me guía, sigo un sonido. Las raíces de un viejo árbol arañan el suelo; es música. Réquiem de rechinidos y oscilaciones. Afuera algo tiembla. Son las flores del jardín; me han reconocido. Algo escurre en mi asombro y me transparenta un llanto que cae como luz de luna. Algo péndula lo veo de reojo, tiene el rimo de mi eternidad. Canta con voz profunda de madera. Árbol de jacaranda, mano retorcida que brota de la tierra. Su esqueleto truena en gesto de bienvenida.

 En ralentí petrifico la lucidez, simplificada estoy en un sólo momento. Una sola imagen que observo fijamente; las siluetas de las ramas proyectándome en el suelo, a lado del fantasma marchito de las flores moradas. En arrullo mi ser se mece con el trasfondo de las estrellas. Mi cuerpo yace amarrado a uno de los dedos de la garra. Mueve al despojo como marioneta del silencio que nunca va a terminar. Hoy sería mi cumpleaños número 100. Olvido y vuelvo al recuerdo. Hoy es un día como la noche que me ahorqué en la jacaranda.

1 comentario

  1. Como siempre esa prosa narrativa muy de tu estilo y con imágenes que envuelven. El final me encantó. Saludos 😉

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