Cuando el último árbol fue arrasado por la lava de su interior, Iztaccíhuatl, salió de su sueño. Mientras abría los ojos, aquel volcán que había sido su cuerpo desapareció. Un lugar carente de vida lleno solo de basalto y ceniza lo reemplazó. Frente a ese espacio, Popocatépetl, su eterno compañero aún dormía, ignorante de que su amada se había despertado.
Iztaccíhuatl, era una mujer diminuta y desnuda en medio de aquel vacío. Solo acompañada por sus recuerdos y dolores, una mujer que cargaba con un amor no consumado tan inmenso como el cuerpo que alguna vez fue suyo. Una mujer que seguía prefiriendo la muerte a la ausencia de Popocatépetl. Miró alrededor pero no pudo ver sino un enorme volcán frente a ella. Quizás de haber sabido que aquella montaña humeante era el hombre al que amaba se habría lanzado desde su cráter por fin entregándose a su fuego. Pero ella no tenía forma de saber lo que había ocurrido, pues todo lo que podía recordar era a su padre dándole la noticia de la muerte del guerrero. Jamás se enteró que Popocatépetl regresó por ella con la cabeza de su enemigo en una lanza y su propio corazón como ofrenda de bodas. Tampoco supo cómo él cargó con ella en brazos hasta ese lugar dónde el amor convirtió a ambos en volcanes paralelos.
Al ver todo a su alrededor, Iztaccíhuatl, pensó que el lugar dónde se encontraba era el mictlán. Y sintió que no había peor castigo que la soledad que la rodeaba. Desorientada caminó por los alrededores buscando la forma de regresar a casa. Caminó por horas sin descanso por pura inercia entre la nada. Solo el encuentro con el cemento de la ciudad la detuvo. Una ciudad que había reemplazado los extensos lagos que Iztaccíhuatl alguna vez conoció, una ciudad agonizante y sin esperanza.
Se adentró en la megalópolis que por siglos la había visto cubierta de nieve, observó los edificios y las calles vacías, se extrañó ante los autos abandonados y la ausencia de vida. El miedo se iba apoderando de ella, pues si aquel era el inframundo era más terrorífico de lo que alguna vez imaginó. Escuchó un ruido, dirigió entonces su atención hacía el lugar del que provenía, descubrió que se trataba de un felino buscando comida entre los escombros. Era el primer animal que veía desde que despertó, un pequeño ocelotl moteado. Lo siguió por entre las calles hasta que el animal se perdió en un edificio. Ahí dentro, una enorme manada de felinos retozaba junto a un grupo de jóvenes raquíticos. Eran los primeros humanos que Iztaccíhuatl veía, personas iguales a ella pero más blancas. Instintivamente busco a Popocatépetl entre ellos, pero ninguno tenía sus rasgos, ni su valentía. Cuando uno de ellos la vio alertó al grupo y todos corrieron a esconderse. Solo los animales permanecieron indiferentes a su presencia. Iztaccíhuatl se acercó y se sentó entre ellos. Luego extendió sus manos para acariciarlos, los pequeños ocelotl comenzaron a rodearla restregando sus cuerpos contra ella. Al ver lo que ocurría uno a uno los jóvenes se fueron acercando, restregando sus cuerpos a su vez, formando una maraña de piel y pelos, de sudor y lágrimas. Las palabras no hicieron falta entre ellos, solo los gestos. E Iztaccíhuatl fue aceptada como un miembro más de aquella manada. Pasó junto a ellos algunos días, pero su corazón pronto comenzó a extrañar a Popocatépetl. Así que se fue. Dispuesta a seguir caminando ante la mínima esperanza de encontrarlo en aquella muerte. Solo uno de los felinos fue su compañía durante algún tiempo hasta que encontró el amor en otros brazos.
En su andar se encontró con otras personas, con perros y bestias desconocidas de largos cuellos y trompas. Se encontró con abundante vegetación cubriéndolo todo o con la ausencia total de ella. Con aguas negras y pestilentes, con aves muertas y enjambres de moscas. Con cadáveres tirados en las aceras y caminantes en los campos. Se encontró con gente más oscura que ella hablando una lengua que nunca había escuchado. Pero también encontró rastros del mundo que había conocido en las madres que se aferraban a la vida, en los templos vivos y los niños alegres, pero por ningún lado encontró el rastro del hombre al que anhelaba.
Su andar la llevó al punto de partida. Aquel vacío de ceniza frente a la montaña humeante. Entonces lloró al recordar viejos tiempos, a su gente y a Popocatépetl. Lloro hasta que el sueño tomó sus fuerzas. Sin resistirse se abandonó a él, pues solo al dormir volvía a estar junto a su amado, mientras sus lágrimas mojaban la tierra y se filtraban hasta el guerrero dormido. El hombre abrió los ojos y a sus pies dormía Iztaccíhuatl. Popocatépetl se aproximó a ella, la besó en la frente. La mujer despertó con aquel beso, miró al guerrero que tenía frente a ella y lo abrazó por el cuello mientras susurraba a su oído un suave “ te amo”. A sus espaldas, en el lugar donde alguna vez existieron dos volcanes, una costra de basalto se extendía. Una vez más solo la muerte podría separar a los dos amantes.
José S. Ponce (México, 1995) Estudió Biología en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Actividad que compagina con la lectura y escritura de literatura de imaginación. Fanático de la animación. Autor de la antología Bio-extravíos (Vórtice, 2024) ha publicado relatos en las revistas Río Grande Review, Exogénesis, Teoría Omicron, Espejo humeante, Retazos de ficción, Narrativa y Exocerebros. En los podcasts Cuentos del bosque oscuro y Noche de Terror. Y en la antología La extraña orquídea floreció en el sur. Cuentos de ecohorror.
Felicidades!! Me encantó tu historia, una historia que saca de su sueño eterno a los dos colosos que custodian nuestro país. Saludos.