Me gustaba trabajar en el turno de las noches por dos razones,: porque había menos gente a esa
hora y porque así evitaba dormir con mi esposa, que siempre se quejaba de mi mal aliento y mis
hábitos alimenticios. Además, los pisos se ensuciaban menos y terminaba de limpiarlos en pocas
horas, el tiempo restante lo aprovechaba para deambular por el hospital y comer todo lo que podía,
quería ahorrar dinero.
Uno de mis lugares favoritos era el anfiteatro por silencioso y frío, ahí era donde se
activaban mis habilidades. Me dirigía a la puerta a paso lento empujando el carrito. Nadie se
detenía a preguntar lo que estaba por hacer; las cubetas, escobas y trapeadores solo podían
significar limpieza de pisos y muebles. Pero una vez dentro, yo cerraba con llave y me ponía a
abrir las gavetas al azar. A veces reconocía las caras petrificadas que llevaban descansando algunas
noches dentro de aquellas moradas pasajeras, se veían como maniquíes pálidos que apestaban a
formol. Era un deleite ver sus cuerpos inertes e incapaces de respirar: podía hacer con ellos lo que
quisiera. Después de tomarme unos minutos para elegir a un muertito, el aroma del recinto me
ayudaba a concentrarme para encoger mi cuerpo, hasta que adquiría un tamaño que facilitaba mis
movimientos sobre la topografía de sus pieles frías y descoloridas. Prefería a los que llevaban
guardados más tiempo, me comía sus uñas de los pies porque sabían mejor que las uñas de los
dedos, un sabor similar al de los quesos franceses.
Mi esposa sabía todo sobre mí y, aunque me cepillara los dientes como era debido, no
lograba mejorar mi aliento; aun así se mostraba afectuosa y a menudo quejumbrosa. Pero mi jefe
y mis compañeros no tenían idea de lo que yo era capaz de hacer. Por eso, mientras mordisqueaba
trozos de uñas, con frecuencia me ponía a pensar en lo que dirían si se enteraban de mis
habilidades; me daba risa imaginar sus reacciones: caras de miedo o de asco. Recuerdo que mi
mejor amigo de la infancia me dejó de hablar a la hora del recreo, estábamos en el baño de la
escuela y no pude controlar mis instintos, aquel día me dieron muchas ganas de oler los botes de
basura junto a los retretes. En el instante en que acerqué mi nariz, mi cuerpo se encogió y, sin
darme cuenta, me acerqué para roer los papeles embarrados que me supieron deliciosos. Nunca
supe si mi amigo presenció mi transformación, pero aprendí que ciertos olores desencadenaban
cambios en mi cuerpo.
Después de mordisquear uñas o comer pedacitos de cadáveres, cada noche guardaba
espacio para un segundo platillo y un postre. Para lograrlo me adentraba en las gavetas perforadas
que se acoplaban a pequeños túneles, como si fueran arterias encajadas en las paredes del hospital.
Conocí los sitios donde vivían hacinadas las ratas, esperando el momento oportuno para hacer sus
recorridos. Cuando me veían no se inquietaban, al contrario, me trataban como a uno más de ellas.
Me permitían pasar a su lado o a veces tenía que caminar sobre ellas cuando no había paso. Solo
así conseguía pasearme entre diversos agujeros laberínticos que conectaban con las habitaciones
de los pacientes en estado terminal, a ellos se les podía hacer cualquier cosa porque casi no se
movían. Algunas ratas comían sus cabellos, yo prefería las sobras de comida que caían de las camas
y que no barría con toda la intención de comérmelas. Los cabellos no sabían mal, pero me parecían
demasiado secos, por eso en cuanto llegaba allí, me iba directo sobre los residuos esparcidos en el
suelo. Mi segundo plato casi siempre consistía en migajas de pan, granos de elote o arroz, a veces
un poquito de huevo o gelatina. Y después de eso no podía faltar el postre Aunque cuando me lo
saltaba, mi esposa decía que mi aliento era más sutil y solo esos días me daba besos de lengua
después del trabajo. A decir verdad, había pasado mucho tiempo desde el último un beso en la boca
porque amaba los postres.
Los pequeños túneles también conectaban con la cocina. Lo malo era que ahí siempre había
alguien cuidando. Aprendí que cerca de las estufas era mejor transformarme en cucaracha para
penetrar los rincones sin ser detectado, escabullirme entre los botes de basuras y las latas de frijoles
abollados. Durante las horas que pasaba como cucaracha podía comer cualquier cosa, incluyendo
fruta rancia espolvoreada de mugre, pedacitos de jamón caducados o restos de queso que se
atoraban en las coladeras y que, entre la mezcla de sabores, sobresalía un toque dulzón. Cuando
me sentía lleno, lo cual ocurría minutos antes de que terminara la jornada, me escabullía por las
cloacas para nadar unos minutos en las aguas turbias que me relajaban.
Antes de regresar al anfiteatro sacudía la comida que se atoraba en mis patas o en mis
antenas y me la comía para no desperdiciar nada, así evitaba gastos en comidas de humanos. Y es
que yo estaba ahorrando para retirarme con anticipación y disfrutar de mis mutaciones a cualquier
hora del día. Pero mi proyecto de vida se nubló cuando ya no pude regresar a mi estado humano.
No entiendo qué sucedió, solo recuerdo que la cocina estaba desbordada por un olor a pescado
descompuesto tan penetrante que tal vez terminó bloqueando mis habilidades.
Desde entonces vivo alerta para evitar que me aplasten, olfateo mi comida para cerciorarme
de que no tenga veneno. Extraño limpiar los pisos del hospital y los reproches de mi esposa.
Viviendo así, de nada me sirve el dinero que ahorré durante años por comer en el hospital.

Gerardo Zenteno (Puebla, México) Estudió Química y la Maestría en Administración de Empresas
en la UDLAP. Ha tomado talleres y cursos con escritores como Beatriz Meyer, Luis
Humberto Crosthwaite, Eduardo Antonio Parra y Efraím Blanco, así como una conferencia
magistral con la escritora Liliana Heker. Su cuento “Misa de domingo” fue publicado en la
antología “Quémese después de leer”, editorial Cuarentena Veinte Veinte (2023). El cuento “La
vecina Ofelia” forma parte de la colección “Líbranos del mal” de editorial Alas de Cuervo (2025) y
en la antología “Fórmula perversa” de Editorial MíWco (2025) parWcipó con el cuento
“Escapatoria”. En su Wempo libre le gusta tocar el piano, leer, viajar, ir al cine, cuidar su jardín y
coleccionar playmobil.