Lágrima de autómata

¿Será que este leño habrá aprendido
a llorar y a quejarse como un niño?
Carlo Collodi

El gigantesco Polimerochio asciende con lentitud la montaña empinada y árida. Tiene constancia de que bajo la tierra habitan anélidos y de que, en promedio, hay un minúsculo espécimen del reino plantae cada cien metros cuadrados, pero él busca árboles.
Reproduce ad intra imágenes viejas: mangos y zapotes de frutos dulces, limoneros y naranjos de ramas espinosas, jacarandas y cerezos de coloridas flores, caobas y secuoyas enormes, ahuehuetes y baobabs de extrañas formas. Sin embargo, ninguna imagen externa hace match, no capta ni un minúsculo retoño.
Un latigazo de ficcionostalgia perturba sus circuitos. Se sienta sobre una piedra amarillenta y bloquea sus receptores robosensoriales para recuperar la estabilidad energética. Lo construyeron y programaron para que tuviera la apariencia y el comportamiento de un nudoso ent. No debe su existencia a la facción criminal de la obsolescencia programada, sino a los titanes de la sustentabilidad cósmica. Es por eso por lo que, a pesar de que han transcurrido más de 8,760,000 horas desde que murieron los últimos hombres, él aún funciona y es fiel al imperativo de proteger a los árboles… pero, para eso, debe encontrar al menos uno.
Polimerochio reinicia el ascenso. Con cada paso crea una nubecita de polvo blanco. Levanta la cabeza y robobserva la troposfera: como es arriba es abajo. En su memoria corren los sonidos y las escenas de los discursos y acciones de la época final.
La humanidad entera se había alineado, de manera declarada o implícita, en uno de dos bandos: los héroes de la civilización o los hijos de Gaia. Para éstos, aquéllos eran manos dentadas, estómagos ciegos enfocados en el placer inmediato y desmedido, asesinos incapaces de valorar la alteridad y guardar el futuro. Para los héroes de la civilización, los hijos de Gaia eran corazones de extremidades atrofiadas, ojos clavados en el porvenir, salvajes e ignorantes que entorpecían el progreso.
Una imagen acústica se introduce por las cavidades auriculares del gigante de biopolímero, parece el quejido de una diosa herida, él reacciona con un robogesto de ficciopiedad e interpreta el registro: se trata de la tierra que tiene sed.
Entre los que desencadenaron el cataclismo figuraban los líderes que difundieron la ideología del consumismo desmedido, los ciudadanos borreguiles que obedecían y defendían el hipnótico lema comprar-usar-desechar y los indiferentes cuya inercia contribuyó a que el equilibrio se quebrara. En el otro bando estaban quienes intentaron reencaminar la historia, la consigna era clara y relativamente sencilla: escuchar la sabiduría ancestral, comprender lo que necesita el cuerpo, amar el agua, la tierra, el aire y el fuego, vivir como se había hecho durante millones de años.
Las imágenes internas siguen corriendo. Se le presenta la escena de una entidad semejante a él abrazando un sauce llorón, pone stop, varía el enfoque, hace zoom, repite la secuencia cientos de veces y, por primera vez, construye una ficcioinquietud robontológica: ¿aún existirán seres como yo?
El final fue brutal, pero, como ocurre regularmente, se fue gestando durante mucho, mucho tiempo. El imperio de los héroes de la civilización se había extendido como un tejido de muerte, como una sombra viscosa, como una nada creciente. El día en el que el robocorazón perpetuo de Polimerochio empezó a girar, ya no existían muchos de los colores de las cosas vivas. Algunos de los hijos de Gaia residían en las grandes ciudades y eran activistas, pero otros vivían en comunidad o como ermitaños en la cima nevada de alguna montaña y confiaban en la no-acción.
Las válvulas del gigantesco pastor de árboles se abren al máximo pues ha superado los ocho mil metros de altitud. Se activa una alerta de ficciotemor, pero sus extremidades inferiores no se detienen porque el imperativo transmecánico es “busca hasta encontrar”.
La confrontación de los últimos hombres recrudeció cuando desaparecieron los triops. Si bien su extinción no fue tan impactante como la de los girasoles, las mariposas monarca o los tigres de bengala, aquellos pequeños crustáceos de tres ojos eran los representantes más antiguos del reino animalia. Los hijos comprendieron que las denuncias en redes sociales y la firma de cartas no servía de mucho, y los dueños de las naciones simplemente los dejaban decir. Realizaron marchas, mítines y plantones, pero los defensores del orden recurrieron a la violencia y al encarcelamiento. Atacaron fábricas y edificios de gobierno, y los líderes decretaron que “matar a un enemigo de la civilización es el deber sagrado de todo héroe”. Se activó una reacción en cadena.
Los niveles inusitadamente bajos de humedad, temperatura y densidad atmosférica amenazan con quebrar la robomeostasis del autómata. Sus creadores nunca previeron exponerlo a condiciones tan extremas. Una ficciointuición le advierte que no hay vuelta atrás. Además, está cerca la última atalaya.
Enajenados por la desesperación, un grupo de predicadores del amor cósmico secuestraron y asesinaron a un empresario, y los héroes respondieron masacrando a los iluminados que moraban en las faldas de Sagarmāthā, la Frente en el cielo. Algunos de los hijos reviraron con más violencia y otros intensificaron la meditación y la oración. Sin darse cuenta, los vástagos de Gaia se convirtieron en espejo de aquello que tanto rechazaron: los activistas también destruyeron y mataron, mientras que los fieles de la no-acción, en su aislamiento, se identificaron con los indiferentes.
Polimerochio se planta en la orilla de la saliente más elevada, barre con su mira telescópica y… ¡nada!, solo muerte y desolación.
—Desearía ser un árbol de verdad —exclama con un ficcioanhelo que recién nace.
Algo parecido a una lágrima resbala de su cavidad ocular. Se trata de una semilla. Desde el horizonte, como el Hada de cabello turquesa de aquel viejo cuento, una bella cumulonimbus anuncia el buen tiempo.

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