Gato viudo

El ahora gato viudo se llamaba Pichilín y disfrutó de varios años de feliz vida conyugal con su Cuquita, a la cual le fue siempre fiel, no por voluntad propia, sino por ser la única chica disponible en el apartamento de los dueños.

Un mal día, su compañera sentimental fue diagnosticada con una enfermedad grave. Un tiempo después se la llevaron y nunca regresó, pero extrañamente no se sentía solo.

Escuchaba con atención las consultas de su dueña con la adivina del 01 900, y así se enteró de que el ánima de Cuquita estaba por ahí rondando, y a eso se debía esa macabra sensación de ser observado. Quizás sus amos lo sentían también. Desde su viudez se apiadaron de él y le abrieron la puerta de la recámara. Se dio cuenta de que casi todas las noches se ponían inquietos en la cama, quejándose y moviéndose para todos lados. Concluyó que era la gatita que regresaba a jalarles los pies, lo cual era una terminología técnica aprendida de la bruja de la línea esotérica.

A diferencia de ellos, Pichilín no tuvo problema alguno para dormir, hecho que cambió cuando los dueños le trajeron a otra gatita, seguramente para consolarlo. Era blanca, de ojos azules y mucho más peluda que la primera. Esto de lo peludo no sabía por qué pero lo excitaba. Sintió como que tenía más de dónde agarrarse.

El problema era que la nueva hembra tenía una forma de ser muy rara. Con la mirada perdida, solo se movía con los humanos cerca y el resto del tiempo parecía estar ensimismada, sin responder a las muestras de afecto que el viudo le prodigaba cariñosamente. Lo peor era que los dueños se reían de él en situaciones así. Eran unos tontos que no se daban cuenta de que la felina tenía el espíritu dominado por el de su Cuca, pues según la asesora espiritual que visitaba a la señora los jueves, esto es muy común. La adivina mencionó un remedio infalible, pero algunos ingredientes eran difíciles de conseguir, así que el gato improvisó un poco. Lo más fácil fue la uña de gato, aunque dolió. La puso en el agua de su plato, que por suerte era blanco, tal como indicaba la receta. Necesitaba ruda, así que le quitó de un rasguño un pedacito de piel a la hija de la dueña, que más que ruda era una salvaje. La tierra de panteón la obtuvo en la maceta de la planta marchita que el ama insiste que es de sombra pero en realidad es de sol. Esa tierra había sido testigo de muchas muertes de plantas en el transcurso de los años. Seguidamente rodó una de las velas de la sala hasta la cocina, para dar el ambiente místico, y cuando el reloj marcó las doce de la noche, el gato maulló las palabras mágicas como pudo “Grr, miau, Grr, miu, miu, mi”.  Al pronunciarlas se le puso la piel chinita, se notaba que eran poderosas. Acto seguido se tragó un buche de brebaje y, aguantando sin tragar,  fue a la sala para derramarlo sobre la espalda de la poseída felina. Con la vista inerte, como siempre, ni siquiera se inmutó. Quizá dormía con los ojos abiertos, pensó Pichilín, y esperó a que, por la mañana, la gata volviera en sí para corresponder a sus amores.

Al día siguiente lo sorprendió el grito chillón de la Ruda. Su madre, rezongando y regañando a la hija, metió a la felina en la lavadora. El gato creyó que la había perdido para siempre entre las fauces blancas del electrodoméstico. No cabía en su asombro al verla emerger mojada pero ilesa. Después se angustió de nuevo cuando la metieron a la secadora. Por los violentos zangoloteos, fue increíble que saliera esponjadita, con el pelo más bello que nunca y reluciente. “Ahora sí, le hicieron una limpia completa. Todo será como antes con Cuquita, o mejor”, pensó el felino.

Pero la gata no cambió la expresión imperturbable de cada día, y no se le cayó del trasero la etiqueta “Made in China” con las instrucciones de lavado. El pobre Pichilín siguió sufriendo su indiferencia, pues la gata nueva no tenía en su peluchesca naturaleza aprecio alguno por los asuntos del corazón.

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