Odia la televisión. Edmundo odia el control de la televisión. Su soledad volvió gracias a él. Al menos Edmundo culpa al control de la televisión; no a su silencio. No a lo que parecía inocente, un simple juego. Edmundo jura que estaban jugando y se reían. Eso recuerda él: que se reían. Que le hacía cosquillas mientras ella forcejaba y no paraba de reír. De hecho, nunca la había oído reír así. Eso puede jurarlo. Ana no tenía una risa fuerte ni explosiva como la que Edmundo recuerda haber oído. Una risa de catástrofe, de atrocidad. Su memoria no es clara con ciertas cosas. Por eso Edmundo también odia su manera de recordar. O al menos dice que odia su manera de recordar como dice odiar el calor, las avispas, el rosa mexicano. Su memoria son retazos, jirones de un gesto, una palabra o las puras ganas de llorar. Piezas empañadas, difusas; trozos diminutos que Edmundo riega y reúne y examina sobre un escritorio que huele a ceniza húmeda. Debe entrecierra los ojos para enfocar la risa de Ana, el control, las cosquillas, el juego.
Las piezas inútiles.
Era difícil emparejar sus tiempos. Más difícil aún, que se permitieran un espacio para las películas que te obligaban a no pensar, para las siestas reparadoras, para los chistes vulgares que funden almas y sexos. Casi de inmediato sentían culpa y se castigaban porque habían gastado tiempo sin pensar en la lista del super, sin planear un viaje, el próximo capítulo de la novela, sin sacar la basura, preparar la comida o lavar la ropa. Las piezas domésticas. Era una lucha constante. Por la mañana insistían que ese día, a tal hora, intentarían acabar de una vez y para siempre con las películas pendientes. Entonces se tumbaban frente al televisor hasta que la impaciencia tocaba sus hombros y les untaba los dedos de calendarios y tinta, y les llenaba la boca de qué día es hoy y cuándo vamos a comprar la sala y de qué color te gustaría pintar la cocina, ay, me perdí, ¿qué pasó?, ¿qué dijo?, ¿quién es él? Se tendían frente al televisor hasta que el sueño tocaba sus párpados y recurrían al cepillo de dientes, al vaso de agua antes de prometerse que el fin de semana sí, el fin de semana sin falta. Entonces se tendían entre las sábanas y Ana ponía la cabeza sobre el pecho de Edmundo y él la hacía enojar porque la apretaba contra su cuerpo antes de que ella terminara de acomodar las almohadas entre sus piernas, pero por suerte el enojo le duraba unos minutos y ya solo bastaba que ella o él suspirara, que ella o él se quedara dormido primero, para pasar a otro día, a otro intento.
La última vez fue un domingo. Edmundo odia los domingos como odia su memoria, los lápices de punta chata, la caspa sobre sus hombros, la sensación de que pudo haber hecho más, algo distinto. Siete de la tarde. Tanto Edmundo como Ana estaban emocionados y ansiosos; canturreaban por los pasillos de la casa como hacía mucho tiempo que no lo hacían. En voz alta se acordaban de las fiestas de sombrero ranchero y las ganas de molestar a los vecinos con su canto en las que solo participaban los dos. Poco a poco morían de ganas de sacarse los zapatos y estirar los dedos de los pies. Edmundo había prendido algunas velas que olían a canela y naranja y había preparado pepinos en rodajas con limón y sal y un poco de tajín. Ana se había colocado la pijama de cuadros rojos que en algún momento perteneció a Edmundo. Estaban felices, lo repite Edmundo también en voz alta. Por fin terminarían la saga de Harry Potter, les faltaban dos películas y pretendían verlas una y en seguida de la otra. Edmundo arrimó los pepinos mientras Ana se acomodaba en el sillón y le preguntaba si le podía poner sus calcetines. Edmundo sonrió, buscó y le colocó los calcetines; después se tendió junto a ella y le pidió que subiera el volumen.
No, dijo Ana.
Edmundo insistió. No se estaba aprovechando el teatro en casa adquirido con la compra. Qué costaba subirle un poco.
No, volvió a decir ella.
Agarró el control y lo ocultó bajo su brazo; lo que Edmundo interpretó como una provocación. De la especie: a ver, quítamelo. Inténtalo, si puedes. Estaban felices, se acuerda. Parecía que eso dictaban los ánimos, el momento destinado al ocio y quizá al sexo. Entonces se lanzó sobre ella, aplastándola con todo el cuerpo. Edmundo buscó con ambas manos hasta sentir, hasta empuñar y jalar el control. Ella se agitaba, se retorcía; parecía jugar. Eso era, un simple juego. En aquel remolino de sus cuerpos, Edmundo jura que la escuchó reír como nunca la había oído soltar una carcajada. Por eso no entendía por qué Ana se levantó. Por qué se alejó con los brazos cruzados y la mirada extraviada. Por qué se escabulló hasta la habitación. Por qué azotó la puerta.
Edmundo no lo entendía. Se quedó quieto en el sillón, con el control caliente entre las manos. La película recién comenzaba: la música, los primeros diálogos. Edmundo dudó: debía o no debía ponerle pausa. Debía apagar la televisión o debía dejar que la película continuara con la esperanza de que Ana decidiera volver y verla. Debía o no debía ir hasta la puerta, tocar, preguntar si la había lastimado. Edmundo se preguntó qué haría ella si las cosas fueran al revés. Si él hubiera ocultado el control bajo su cuerpo. Si ella se hubiera lanzado sobre él para quitárselo. Me hubiera reído, se contestó. Imaginó que él se reía y forcejaba sin oponer mucha fuerza hasta que ella se quedara con el control. Se acuerda: al final ella ganaba. Al final siempre ganaba ella. En esa versión suya subían el volumen, Ana tendía sus piernas sobre las suyas y terminaban las películas sin que ninguna puerta resultara azotada, sin que nadie se quedara confundido en el sillón. Pero si él se hubiera levantado. Si él se hubiera enojado porque ella se le lanzó encima y se hubiera metido al baño o a la habitación y hubiera azotado la puerta, ¿qué habría hecho Ana? Edmundo imaginó que ella se acomodaría el plato con los pepinos en el regazo y que, antes de llevarse el primero a la boca, subiría el volumen y miraría cómo Harry volaba en su escoba mientras él lloraba o enloquecía o solamente se quedaba confundido en el baño o la habitación.
No. Quizá ella sí le pondría pausa a la película o apagaría la televisión antes de tomar sus cosas, arrimarse hasta la puerta para decirle que ella no tenía por qué soportar esos berrinches de niño chiquito. Que ella no merecía que la trataran así. Y se iría, azotando otra puerta, la definitiva. Y después, apenas unos minutos después, quizá desde el auto o el taxi, ella le mandaría un mensaje diciéndole que, por favor, se lleve su televisión y sus cosas a otra parte. A la chingada, por ejemplo, sugeriría. No. A lo mejor ella sí le pondría pausa a la película e iría hasta la puerta y hablaría con él. Por supuesto que Ana sabría qué decir. Sabría cómo consolarlo. Ella diría… Edmundo buscó, se acuerda, pero no tuvo palabras para llenar esta hipótesis. Ni siquiera mientras escribe las tiene. Qué diría Ana. Si Edmundo tuviera las palabras, si las pudiera oír de la boca de Ana, hacía rato que se habría levantado y habría ido hasta la puerta para repetirlas como si fueran suyas. Si pudiera imaginar qué diría ella para apaciguar su enojo, repetiría una a una todas las palabras que ella dijera en su imaginación. Insistió: ella se arrimaría a la puerta y hablaría. Diría, susurraría, movería sus labios, pero para Edmundo las palabras de consuelo, las palabras de sosiego parecían vedadas, prohibidas y censuradas. No aparecen ni siquiera mientras escribe. Edmundo manchó el sillón del sudor de sus manos. El control era de pronto un objeto ridículo. Si él tuviera las palabras. Si él supiera consolar. Edmundo no hacía sino mirar la puerta cerrada; la televisión continuaba encendida y él estaba cada vez más hundido en la indecisión, en la imposibilidad, en el silencio.
Un silencio hosco, pesado. Un silencio que lo sumía al fondo de sí mismo. Terminó la película, las luces de la calle se encendieron, los últimos coches pasaron, su cuerpo tenso nunca se movió. Entonces, tras la penumbra, en la oscuridad, poco a poco sintió alivio. Era una sombra entre las sombras de los objetos. Y las sombras no opinaban ni hablaban. A las sombras no se les pedía comprensión ni palabras de aliento. No se les pedía absolutamente nada, ni que aparecieran ni que estuvieran presentes. A nadie le importaban las sombras y Edmundo se sintió sombra y feliz entre los objetos sin palabras ni brazos para azotar puertas. Nadie revisaba nunca si aún la tenía, si aún su sombra lo acompañaba o lo seguía a pies juntillas. Nadie se preocupaba por la existencia de una sombra ni las sombras reclaman nunca existir.
Edmundo sintió alivio hasta que Ana salió de la habitación maletas en mano.

Eduardo Oyervides (Jiutepec, 1993). Licenciado en Letras Hispánicas por el Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales. Becario en el curso de creación literaria Xalapa, 2015, por parte de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha publicado los libros de cuento El deseo obstinado (FEDEM, 2018), ganador de la convocatoria de publicación de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay y Breves Mascaradas (Lengua de Diablo, 2023). Su libro de cuentos Un perro tras su propia cola recibió la mención honorífica en la convocatoria de Obra inédita Morelos 2022. Actualmente trabaja como profesor y escribe su siguiente libro de cuentos gracias al Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Morelos 2023. “Herme se rompió” pertenece a Un perro tras su propia cola.