¡Dónde las arañas tejen su nideeeee!

La tenía, era suya… Y la dejó ir
El Perro Bermúdez

Viví gran parte de mi infancia en una privada de la Colonia Pradera de la ciudad de Cuernavaca, atrás de una mítica discoteca de aquellos años: Barba Azul. Mis vecinos eran los hermanos Sánchez Antúnez, eran como 10 hijos en total, pero no recuerdo con certeza el número. Mi hermano y yo teníamos una edad similar a la de Joaquín y Gerardo, los menores de la familia, eso nos hizo mejores amigos y con los hermanos mayores la convivencia fue mínima. A uno de esos le decían Cocol, también había un Héctor y un Neftalí que vivía lejos. En este momento se me escapan de la memoria los nombres de sus hermanas. A una de ellas le decían Chiquis y otra se llamaba Macrina. Todo lo anterior podría resultar mentira, y se justificaría por los más de 30 años que han pasado desde entonces.
Con Joaquín y Gerardo se armaban las retas de futbol en la privada. Había más morros viviendo en la misma calle: Josué, Daniel, Brenden y otros. Brenden tenía dos hermanas gemelas, les decíamos Las Pilingas, porque una se llamaba Pilar y le decían Pili; cuando eres niño la creatividad combinada con inocencia permite muchas sutilezas —o muchas pendejadas— según se vea.
Los partidos en la cancha de la privada eran encarnizados.
Resultaba obligatorio usar un mote o un nombre de algún futbolista de la vida real. A pesar de que el equipo de mis amores siempre fue el América, los compañeros de la privada me habían bautizado como El Tuquita, la razón era simple, chutaba con potencia el balón, igual que Ricardo El Tuca Ferretti. No tengo el dato de con qué equipo jugaba el astro sudamericano, pero ahora que lo pienso creo que jugaba con los Pumas de la UNAM. Durante muchos años ese fue el sobrenombre que usé y no estaba tan chafa.
Jugando en la cancha de la privada no podía sobresalir, la sombra de Joaquín era difícil de superar, él fue nuestro jugador diez. Alguna vez Cocol nos inscribió a un torneo en la colonia, les pidió coperación a todos los papás para comprar los uniformes y pagar el arbitraje. No supe cuánto fue lo que Cocol pagó, nos registro como Los Cocoles de la Pradera. Entrenamos con disciplina y nuestra participación en aquel torneo sucedió sin pena ni gloria. Eso sí, yo metí un gol y Joaquín no. Mi papá dejó de ir a los juegos cuando nuestro equipo seguía sin sumar puntos, a él no le gustaban las derrotas, toda su vida estaba acostumbrado a ganar. De los cinco encuentros oficiales, teníamos cuatro derrotas y un empate. En el último partido cayó mi gol, a mí me pareció un verdadero golazo, aunque fue una serie de eventos afortunados, un legítimo tracatraca —palabra inventada por el Perro Bermúdez y que gritaba siempre al borde del colapso—: inició con un centro a la olla; Joaquín remató de cabeza; el arquero desvió el remate con la mano izquierda; el balón cayó a los pies de Gerardo que chutó de bote pronto con dirección a la portería; el pie de algún defensa desvió el balón que impactó de lleno en el rostro del árbitro y le sacó sangre, el impacto desvió la trayectoria del balón de regreso a nuestro jugador diez; Joaquín la detuvo con el pecho y se colocó el esférico a modo para un chute certero; el balón volvió a ser atajado por el arquero que con ambos puños desvió con violencia la trayectoria del esférico mientras caía de nalgas sobre el césped; así fue como mi pierna y un cacho de panza se atravesaron con la trayectoria del balón y lo desviaron a la red, un remate extraño pero eficiente, la pelota entró ahí, donde las arañas tejen su nideeeee. De inmediato todo el equipo gritó el mantra sagrado de este hermoso deporte: ¡Gooooooool!
Ese partido lo perdimos 6 – 1, pero yo salí con una sonrisa ganadora de las canchas. Por fin había caído mi anotación en el torneo, ese que durante muchas noches soñé y que por fin se hacía realidad, aunque de una forma un poco distinta.
Aquella noche esperé a mi padre hasta que caí dormido, quería contarle con lujo de detalle, y algo de exageración, cómo fue el momento preciso en que su hijo había logrado anotar. Al otro día por la mañana, bajé las escaleras y encontré a mamá y papá en la cocina. Ella hacía hotcakes y él leía el Ovaciones mientras tomaba café. Pensé que mamá ya le había dicho y con seguridad, había trivializado la noticia: “Volvieron a perder, pero Miguelito metió un gol de churro” o algo así.
Papá apartó el periódico de su vista y me dijo: “Campeón, ya me dijo tu mamá que metiste un gol y que por fin ganaron. Aunque no lo pude ver sabes que estoy orgulloso de ti”. Me despeinó con un gesto de cariño y volvió a levantar el diario. La mirada de mamá y la mía se encontraron y ella me guiñó un ojo. La historia había sido cambiada y no supe si debía decir: gracias, pá, o gracias, má.

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