Chasquidos

La piel producía un sonido deslizante al recibir el golpe en su cuerpo, sentía su carne abrirse y sus órganos quejarse de dolor. Apretaba los labios, era inútil, los gritos salían pavorosos de su boca. Era azotada por su padrastro con las cadenas del perro: un Pitbull que de su lengua larga escurría siempre baba, como la sangre que a ella le bajaba ligera por sus extremidades.
Despertó. Estiró su cuerpo y subió los dedos de la mano derecha hacia la frente. La operación había sido dolorosa, pero efectiva. Todavía recordaba lo difícil que había sido someterse a ella; aún adormecida por la anestesia, confirmó que era para honrar su infancia, que fue un infierno. Sintió la tersura de los cuernos que remontaban su cabeza. Se levantó y se miró en el espejo. Su cuerpo desnudo estaba cubierto de cicatrices lisas y rosadas que brillaban a todo lo largo de su pecho y espalda. Su padrastro jamás se detuvo. Sólo le detuvo el vecino que entró a tiempo antes de que su corazón lapidara todo el sufrimiento.
El reloj en la pared marcaba las cinco de la tarde. Se vistió con calma, peinó su cabello largo y lo ató con una liga. Cubrió sus cuernos con un gorro negro de tejido grueso y fue a buscar las cadenas que había robado a la vecina. Las colgó de su cuello y salió. Todavía sentía en sus manos el titilar de las venas del pequeño perro blanco al que ahorcó.
Afuera la tarde comenzaba a llenarse de luces de colores y sonidos navideños que se extendía por todo lo largo de la avenida. Odiaba esta época. Su madre siempre se entusiasmaba en esos días de pinos y villancicos. Preparaba deliciosas cenas que ella engullía con placer, con los ojos llenos de emoción pues era Nochebuena y llegaba Santa. Apretó su mandíbula…
La tarde del 25 de diciembre de hacía varios años fue tortuosa, cómo olvidarla: los gritos, el llanto, las mejillas de su madre enrojecidas por los golpes, el ojo a medio cerrar. Y ella, caminando con torpeza, con la pierna rota y el sufrimiento quemándole las entrañas. Su madre rogaba que la dejara en paz; a cambio recibía patadas en el estómago, por detener al esposo maldito que se llevaba a su hija arrastrada por el cabello al sótano; las primeras veces era golpeada con su cinturón, las ultimas veces, con cadenas.
Aceleró el paso por la calle para dejar esa pesadilla atrás en algún rincón de su memoria. Su madre estaba enterrada desde hacía varios años, no le hubiera gustado ver en lo que se había convertido. Ahora entendía a su padrastro. Esa sensación de mareo, ver todo rojo, la respiración acelerada y después, al asestar el primer golpe: el temblor del cuerpo, el placer que invade las venas y lo hincha todo.
Cada noche de adviento salía con un costal colgado de su cinturón a buscar a un niño. Sabía lo que causaba el aspecto de sus cuernos: se acercaban curiosos a verla. La calle vacía y el exceso de confianza de los padres al dejarlos solos, le ayudaba. Meter a uno al oscuro sótano, el olor del miedo y la sangre seca que salpicaba las paredes; los ojos de súplica y terror del infante. Todo regresaba, pensaba iracunda de placer. El rostro de su padrastro, los chasquidos de su lengua, el sonido de la cadena al abrir la piel; le recordaba que estaba en el camino correcto.
Apretó los eslabones fríos que colgaban acariciando su pecho. Cuando pasó por el aparador de una tienda, su reflejo la dejó con una sonrisa en los labios: Sus cuernos sobresalían como astas de venado, era el único día que los destapaba. Su cuerpo fornido y vestido de negro le daban un aura extraña. Cojeaba arrasando con su pierna izquierda todo lo que se cruzaba en su camino. Las personas que la veían pasar se hacían a un lado con temor. La noche apenas comenzaba.

1 comentario

  1. María Elena tu cuento es tremendo, la repetición de un rito absurdo, sin sentido más que la exacerbación de sensasiones enfermas. En pocas líneas describes ese terror con mucha fluidez. Me gusta el estilo. Saludos.

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