Lunes, nueve de la mañana, la misma alumna de brackets y coletas dispares que se sienta en el fondo del salón porque teme que sus compañeros le vuelvan a robar los plumones, pregunta por quinta vez si tiene hambre. Tomás ignoró las cuatro preguntas anteriores para no interrumpir su explicación sobre el Renacimiento; más por no perder el hilo de lo que decía, que porque le apasionara hablar de Leonardo Da Vinci, personaje que a decir verdad a él tampoco le interesa. Sin embargo, ya no puede ignorarla.
Lleva más cinco minutos en silencio, oculto tras la pantalla de su computadora, donde finge que intenta leer un artículo sobre literatura mexicana que tampoco le importa, pero que se animó a abrir porque quien lo compartió en Twitter se jactaba de que por fin hacían barbacoa con las vacas sagradas. Sus ojos quedan varados en la palabra “muerte” antes de repetirse la pregunta y acordarse de la existencia de sus alumnos. Son doce, el salón más pequeño y apático del ciclo escolar. Tomás baja un poco la pantalla de la computadora para registrar lo que cada alumno hace: la mayoría trabaja en la tontería que les pidió, una ficha descriptiva sobre el invento de Da Vinci que más llamara su atención; uno dibuja con todo el cuerpo inclinado sobre la libreta, pero ni el gorro de la sudadera que se echa encima puede ocultar que otra vez está dibujando estrellas negras bañadas en sangre, flechas rojas que atraviesan ojos abiertos y la palabra “Korn” remarcada varias veces; otra se maquilla al fondo y la niña de los brackets, la que lanzó la dichosa pregunta, mordisquea la parte trasera de una pluma azul y mira a Tomás de frente, sin ningún atisbo de nervios ni intención de ponerse a trabajar pronto. Cuando sus miradas se cruzan, ella le hace una mueca que intenta decir “¿entonces?”, a lo que Tomás no sabe cómo responder. Duda. Por su mente cruzan varias opciones, desde la mentira más inocente hasta la cruda verdad. Pero Tomás teme responder con la verdad, porque la verdad siempre es patética y triste. Se acuerda que aborrece los Consejos Técnicos porque no se cansan de recomendar que no le mientan a los alumnos. Insisten e insisten que se trata de una forma de respetarlos. Pero cómo les va a explicar la inapetencia, las horas en el espejo buscándose el error, la luz fría del refrigerador recriminándole tanto silencio. No puede hablar con la verdad porque Tomás tampoco sabe exactamente cuál es.
Deja de mirar a la niña de brackets y vuelve a la pantalla, las palabras que forman el artículo sin importancia parecen hileras de hormigas negras que levantan y agitan sus patitas como para alentarlo a hablar. Pero Tomás las ignora, quiere quedarse en silencio con sus pensamientos. Por un momento imagina que él, el hombre de treinta y algo de años, deja caer el dolor de espalda y sus noventa kilos de peso sobre el sillón gris que compró en rebaja y no hace más que mirar los árboles que se mecen tras la ventana del tercer piso en que vive. Pero ni siquiera mira las hojas verdes, ni las grietas de las ramas, apenas un pájaro llama su atención y lo distrae, pero desaparece por un costado lo mismo que su interés en él. Tomás no quiere ver nada, ni siquiera las nubes que en su infancia significaron mucho para él y para Alicia. Quiere quedarse en silencio varias horas, que tampoco hablen y actúen los fantasmas que habitan su cabeza: no quiere que las recriminaciones dancen en la tarima de la memoria. Basta un poco de silencio. Un poco de mente en blanco. Hay una paz inmensa en no pensar, piensa Tomás, y las hormigas negras de la pantalla comienzan a moverse, a abandonar la hoja hasta dejarla completamente vacía. Tomás sonríe: aspira a no paladear posibilidades, a espantar las imágenes que lo invaden como a moscas latosas. No quiere pensar en sus alumnos, en los directivos que le respiran la nuca, ni en Laura ni en Alicia. ¿Cómo serían unas horas de silencio, unas buenas largas horas sin pensamientos?
-Profe, insiste la alumna de brackets. -¿No tiene hambre?
Tomás tiene que responder o la alumna no se va a callar. Si él no dice que no, si no la calma diciéndole que sí, que tiene hambre pero que ya falta poco para receso, ella podría continuar toda la mañana preguntando lo mismo. Y peor aún si los demás se le suman, si la curiosidad les entra por una oreja y, antes de salir por la otra, les hace cosquillas en el cerebro entumido por la tontería que Tomás les pidió sobre Da Vinci, entonces comenzarían a interesarse por él, a preguntarse a sí mismos: “Qué le pasa al profe, por qué no responde algo tan sencillo”. Tiene que decir algo para evitar que las otras once personas se pongan a cuestionarlo: “¿Qué le pasa, profe? ¿Por qué no habla? ¿Se siente bien? ¿Por qué ni siquiera nos mira?”. Van murmurar, van a preguntarse hasta abandonar sus lugares y rodear el escritorio. “¿Se encuentra bien? ¿Quiere un poco de agua? ¿Un poco de aire fresco? ¿Quiere que nos callemos de una buena vez?”. Tiene que responder. Tiene que levantar la vista, por lo menos, encararlos para que se callen, para que se detengan. Tiene que mirar a la alumna de los brackets directamente a los ojos, a los dientes chuecos y feos que tiene y mentirle. Mentirle ya.
-No, -escupió por fin, como si le faltara el aire. No tengo hambre porque desayuné en mi… ca… sa.
Poco antes de guardar silencio, Tomás reconoce que se ha equivocado y que ya es demasiado tarde. Usó demasiadas palabras y las muchas palabras, así juntas, actúan como imanes que atraen otras.
-¿Y qué desayunó?, reviró la misma alumna de los brackets.
Tomás sabía que él había propiciado la pregunta, que bastaba un duro pero afortunado “no tengo” para zanjar cualquier conversación posible. Un simple “no” para que ella se diera por satisfecha y se pusiera a hablar sola y en voz alta. Se pusiera a decir que ella sí tenía hambre y que le habían mandado un miserable sándwich de jamón con queso y una manzana, pero que no se preocupara, como si Tomás fuera a preocuparse, porque ya había hablado con Melissa para intercambiar la manzana por unas papitas bien picositas que ella traía. Pero no, él solito había dado pie a la pregunta obvia. Ahora no sabía cómo zafarse y se regañaba: pero para qué quiere saberlo. Se quitaba un falso sudor de la frente fría: de qué le sirve saber qué desayuné. Por unos segundos puso los ojos en las hormigas negras que formaban el artículo sin importancia, habían vuelto y se mantenían quietas y fijas, a horcajadas sobre la barbacoa de vaca sagrada. Entonces comenzaban a cobrar sentido, Tomás casi vio una esperanza de ignorar la pregunta cuando leyó apellidos como Taibo II y Villoro Jr., y arrancó bien, comprendía lo que leía y se entusiasmó porque no tenía que fingir, porque el tiempo seguía su marcha y en cualquier momento el timbre lo salvaría; pero su lectura se vio interrumpida por una risa.
Una risa inquietante, una que nunca había oído. Intentó resistir el impulso de buscar con la mirada quién era, qué ocurría, dónde estaba el chiste, pero terminó por doblegarse. Aunque un poco ahogada por el gorro, la risa crecía y se aceleraba, se inflaba como un globo que interrumpía a los que trabajaban y apretujaba el silencio contra las ventanas y hacía chirriar las butacas con la fuerza de la novedad. Todos, hasta Tomás, miraban cómo el niño agazapado sobre su libreta se incorporaba lentamente; soltaba la pluma negra y la pluma roja, no más ojos y flechas y sangre, se reía con los hombros, con la boca abierta y las piernas que bailaban entre las patas de su silla. De pronto paró. Paró y con un mutismo helado, miró a Tomás. Hubo quien reprimió la risa. Hubo quien susurró “tonto”. Hubo quien dejó de mirar al niño de la sudadera. Tomás, por su parte, se sentía acusado. Deje de hacerse pendejo. Deje de ignorarnos. A Tomás le temblaban las manos e intentó aquietarlas apretándose los muslos tensos; no lo logró. Tenía que hablar y lo sabía. Tenía la completa atención de sus alumnos, quienes esperaban impacientes que dijera algo, que por lo menos mencionara que por fin el niño de la sudadera salía de su cueva y se reía, ¡sabía reírse y quizá hasta sabía hablar! Se supone, cualquier adulto lo sabe, que los niños pierden fácilmente el interés. Que su atención no logra prolongarse más allá de dos minutos. Sería inútil pedirles que miren un video o que escuchen una canción sin que por cinco minutos los distraiga la mosca que voló o el olor que invade sus fosas nasales. Sin embargo, los alumnos de Tomás se impacientan. No dejan de mirarlo. Pobre, no sabe cómo esconderse detrás del escritorio. No sabe de qué forma hacer que el reloj avance más rápido. No sabe hablar y se abruma hasta que su silencio se riega por todo el salón como el agua que abandona la pecera rota. Su silencio moja los zapatos impacientes de los alumnos que, poco a poco, comienzan a notar que entre las butacas boquean las palabras que Tomás piensa pero no dice. Pobres palabras que no saben tragar aire. Un alumno toma la palabra “hambre” entre sus manos. Siente cómo tiembla, cómo se agita. Otra alumna, la que se maquillaba, mira la palabra “Laura” que brilla y parece no tener peso; la palabra “queso” que huele horrible; la palabra “silla” que da vueltas en una esquina del salón. Otros ven pasar a su lado las palabras “noche”, “pan”, “tiempo”, “casa”, “adiós”; se agitan desesperadas en el suelo empapado de mutismo. Tomás mira las palabras y a sus alumnos, las manecillas del reloj y de nuevo las palabras. Mira al niño de la sudadera, al que hacía un momento se reía como un idiota, se levanta y se arrodilla frente a la palabra “frío”, la recoge y la acuna como a un recién nacido. Inspirados no sabe Tomás por qué fuerza, sus alumnos comienzan a recoger las palabras sin que les preocupe mojarse el uniforme. Se acercan y extienden cada una en el escritorio de Tomás. Colocan una palabra delante de otra, las giran, las cambian de lugar. Buscan la coherencia, la intención, el mensaje oculto. Murmuran, se impacientan; hay quien quita la mano de su compañero, quien insiste en poner el nombre de Laura al principio de todo, a ver si hace sentido. El rompecabezas cobra forma, aunque se complica porque los tiempos se yuxtaponen y lo que parecía pasado se vuelve presente y el presente, pasado; y las imágenes que forman las palabras también mutan, primero ven un jardín con flores amarillas regadas por el suelo, después aparece una manzana recién mordida, el refrigerador vacío, un par de almohadas tibias, las maletas en la puerta. Tomás no interviene; aprieta los dientes, fuerte, para que ninguna otra palabra se escape. Entre el montón de alumnos que intervienen su memoria sobre el escritorio, descubre a la alumna de los brackets, a la que preguntó con insistencia, a la que podría culpar del desastre, está al fondo y mira por la ventana, indiferente al agua que moja sus zapatos y a la inquieta parvada de alumnos; es la única que no mira, pero la única que atiende el timbre que llama al receso puntual y sin aspavientos.

Eduardo Oyervides (Jiutepec, 1993). Licenciado en Letras Hispánicas por el Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales. Becario en el curso de creación literaria Xalapa, 2015, por parte de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha publicado los libros de cuento El deseo obstinado (FEDEM, 2018), ganador de la convocatoria de publicación de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay y Breves Mascaradas (Lengua de Diablo, 2023). Su libro de cuentos Un perro tras su propia cola recibió la mención honorífica en la convocatoria de Obra inédita Morelos 2022. Actualmente trabaja como profesor y escribe su siguiente libro de cuentos gracias al Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Morelos 2023. “Herme se rompió” pertenece a Un perro tras su propia cola.
