Somos un puñado de seres minúsculos que habitaron una nube por un momento, nubes que
eran el resguardo, el referente y la identidad: país, continente, planeta. Alguna vez la India
colisionó contra un continente y de aquel choque surgieron las cumbres más altas del orbe.
Alguna vez la Luna estuvo tan cerca de la Tierra que su resplandor debió de iluminar el
cielo y retrasar la aparición de aquello que después se denominaría “noche”. Ahora mismo
el continente americano se aleja un poco más de Europa y de África; ahora mismo el nivel
de los mares sigue subiendo y gana terreno a los litorales, tras haber devorado ya ciudades
como Miami, Calcuta, y hasta países como Holanda. Andrómeda se acerca a la Vía Láctea
en un seguro cataclismo al que aguardan, pacientes, los astros. El último ejemplar de alguna
especie de insectos murió hoy, y algún bacilo o espiroqueta ha mutado hacia una etapa que
le asegura décadas de vida, a costa de la de muchos seres humanos.
Se registran y se cuentan acontecimientos que han impresionado a las conciencias
de los habitantes de este mundo. La explosión de una supernova, que se pudo percibir a
simple vista hacia el año 1054, hirió de tal modo la atención de los hombres que ahora se
conservan testimonios del fenómeno: el petroglifo de Tuitán, Durango, y los registros de
Yang-Wei, en la corte china de la dinastía Sung, entre otros. Un tsunami, hacia el año 1700,
devastó la costa oeste de Norteamérica y la memoria colectiva de aquellos lugares tuvo
presente el hecho durante siglos, mientras las leyendas se conservaban vivas en las
tradiciones orales, que perduraron durante mucho tiempo, pero que desde el siglo XXIV
parecen haber desaparecido. El recuerdo de aquel cataclismo funcionó como vaga
acechanza ante un futuro desastre.
Acaso ninguno tan sorprendente como el de la formación de la Isla de California.
Habrá quien diga que exagero, que escribo todavía influido por las consecuencias
inmediatas y palpables de ese hecho y que, ante la falta de perspectiva, me dejo guiar por la impresión y saco de proporción el acontecimiento. Con todo, no creo exagerar, pues el
estupor que me embarga lo comparte la gente de las más diversas latitudes y, sobre todo, lo
comparte la comunidad científica internacional.
En el siglo XVI, Hernán Cortés emprendió viajes de expedición a una región al
noroeste de Nueva España, en cuyo extremo sur se fundó un campamento que más tarde se
convertiría en la ciudad de La Paz, la primera localidad de California. Era un territorio
entonces agreste y distante. Pasarían siglos para que se descubriera su potencial en torno a
la riqueza de la fauna marina que habita en sus alrededores. Los registros cartográficos de
le época muestran a la península como una isla, dado el conocimiento aún parcial que había
sobre la región. La supuesta isla se extendía por más de dos mil kilómetros de litoral por lo
que se comenzó a denominar Alta y Baja California a las porciones norte y sur,
respectivamente.
Las Californias están ligadas a referentes literarios. Su nombre es producto de la
ingenuidad de los españoles del siglo XVI que, ante la fascinación que en ellos ejercieron
los relatos de Garci Rodríguez de Montalvo, confundieron ficción con realidad y pensaron
haber llegado a las exóticas regiones que visitaron caballeros como Amadís y Esplandián:
California, el país de las Amazonas. Una narración dotada de historias ricas en elementos
mágicos, aunque lógicos en su esquematismo del bien contra el mal y de la restitución de
un orden frente a la amenaza del caos. Y tal parece que el destino de las Californias es el de
seguir estando ligadas a la literatura, sólo que ahora el asunto no es el de una novela de
caballerías.
La literatura fantástica se caracteriza por narrar sucesos que obligan al sujeto –sea el
personaje o el lector mismo– a replantearse la realidad. Los cataclismos interestelares y las
perturbaciones de la Tierra toman miles, millones de años en producirse. La perspectiva
humana, limitada por la experiencia inmediata, comienza a despertar de su letargo gracias a
los progresos de la ciencia. Pero a veces se suscitan acontecimientos que sorprenden,
maravillan o aterrorizan. No es imposible que alguien haya lanzado una moneda y ésta haya
caído verticalmente, manteniendo la inverosímil posición.
Los convencionalismos humanos frecuentemente nos inducen a error. En la mente
de cualquier escolapio, al hablar de la geografía, predomina la imagen de un planisferio con
coordenadas y regiones “al norte” o “al sur”. Acostumbrados a pensar que la Península de
California forma parte del Continente, olvidamos que, en realidad, está situada en una placa
tectónica distinta. No está de más recordar que el territorio que hoy conforma la República
de California perteneció a los antiguos países, México y Estados Unidos. Desde hace
mucho se sabía que alguna vez, en la infinita sucesión de años, California sería
efectivamente una isla, tal como la percibieron los primeros europeos que llegaron a ella en
el siglo XVI. Pero la realidad demostró ser, una vez más, una gran desconocida, una fuente
de asombro y pesadilla. A quienes no encuentran sentido a tal prodigio y son proclives a
caer en la facilidad de las explicaciones supersticiosas, les recuerdo que, a pesar de todo,
los hechos excepcionales son, paradójicamente, comunes en un mundo como el nuestro. No
creo que haya voluntad suprema alguna que dictamine coincidencias, como aquella de que
nuestro planeta cuente con un satélite de tamaño ideal y a la distancia ideal que facilita el
equilibrio terrestre.
Hoy California es una isla, y el desgajamiento que se proyectaba milenario ocurrió
en unos pocos años. En realidad, el mundo se está transformando constantemente, tanto en
su estructura natural como en su organización cultural. Nos gusta marcar fases, límites,
cambios, y nos encanta etiquetarlos como para mostrar un supuesto control sobre ellos.
Pero tal poder es ilusorio. Atisbamos la realidad a través de rendijas que creamos con
nuestras explicaciones y tal vez por eso nos siguen sorprendiendo eventos que catalogamos
como insólitos. Acaso toda la realidad sea insólita; así parece probarlo la singularidad, aún
no desmentida, de nuestra existencia en el vasto universo.
Al inverosímil hecho del desgajamiento de la península, junto con la franja costera
de la parte norteamericana hasta la altura de Cloverdale, se sumó la devastación sin
precedente de toda la región, e incluso de los países circunvecinos, como la Unión del
Desierto –que coincide casi exactamente con los antiguos estados de Arizona, Nuevo
México y Chihuahua– y el Departamento del Pacífico –que ocupa los antiguos estados de
Sonora y Sinaloa.
La separación es incipiente, aunque inequívoca; el desgajamiento resulta definitivo,
tanto más cuanto coincidió con el territorio que ocupa la nación californiana, creada en el
siglo XXII. Un canal es lo que se aprecia ahora, a lo largo de kilómetros y kilómetros,
como si fuera la confirmación de una voluntad. La grieta de California parece haber
obedecido los designios de aquella nación al apresurar el movimiento de las placas
tectónicas, aunque llenando de estupor al mundo. Sobra decir que el precio fue alto: Tijuana
y San Diego prácticamente han desaparecido. Hoy, en Los Ángeles, el edificio más alto no
supera los 25 metros. La bahía de San Diego se convirtió en una península tras haber
surgido un promontorio recio, calcáreo, que parece haber estado ahí desde hace millones de
años. A la devastación sin límites siguieron los desplazamientos masivos: sobrevivientes
que se quedaron sin techo o que huyeron de la hecatombe provocada por la cadena de
terremotos que formaron el canal. Las repúblicas vecinas –tras un prolongado periodo de
hostilidades debidas a la negativa californiana para formar una confederación común– no
habían abierto aún relaciones diplomáticas; pero ante la excepcional situación agilizaron y
facilitaron hasta donde fue posible el acceso a miles de damnificados. Los esfuerzos de la
Unión del Desierto y del Departamento del Pacífico eran del todo insuficientes para cubrir
las necesidades de tantas personas. A sus esfuerzos se sumó el Altiplano y otros países más
lejanos.
En esa época, y ante la ruina de la que había sido la capital del país, Los Ángeles,
hubo que trasladar el gobierno a otra metrópoli. Se registraron incontables debates sobre las
opciones viables: por un lado La Paz, que era la ciudad más importante del sector sur; por
otro, San Francisco, metrópoli que había perdido buena parte de su influencia desde la
unificación de Las Californias, cuando el corredor Tijuana-San Diego-Los Ángeles se
convirtió en la urbe más extensa y poblada del mundo, y que junto con Oakland había
salido relativamente ilesa de la hecatombe. Sin embargo, su vulnerabilidad tectónica hacía
desaconsejable trasladar ahí los poderes de la nación.
Se vigorizó entonces una política de contención mediante una serie de leyes
destinadas a desalentar el crecimiento urbano; también, una severísima política de
austeridad porque el desastre había colapsado casi en su totalidad la economía del país. Las
Californias estuvieron varios años en una situación de dependencia con respecto a las naciones vecinas, en especial con la República del Golfo. Texas, en los últimos tiempos de
la Unión, se había constituido en el motor de la economía de la región y, cuando ocurrió la
diáspora general del siglo XXII (que afectó a la mayoría de los países en todo el orbe), los
estados de Tamaulipas y Veracruz se adhirieron a los texanos. Así pues, El Golfo, ya de por
sí hegemónico, aprovechó las condiciones californianas para obtener significativos
beneficios, como el hecho de establecer intercambios comerciales totalmente ventajosos,
además de asentar una influencia política típica de las situaciones en las que el poder se
impone de manera subrepticia, pero no menos real, a través de recomendaciones llevadas a
cabo por organismos supuestamente imparciales y por “políticas de intercambio”,
eufemismo que maquillaba la imposición de líneas directrices para controlar las economía
californiana desde Austin.
Los que se quedaron en la isla, los supervivientes, estaban conscientes de esa
dependencia, que poco les importaba. En momentos decisivos, los seres humanos apelamos
a un sentido práctico que escapa a toda consideración ideológica. Igual que en otros
momentos de crisis supremas, la gente se las arregló para encontrar salidas: revivió la
economía del trueque y surgieron nuevos modos de convivencia, a la par que algunos se
rescataron del pasado. Durante algunas décadas, la población se agrupó espontáneamente
en gremios, de acuerdo con las ocupaciones que cubrían las necesidades básicas. Poco
espacio había para distracciones, aunque desde el principio fue necesario el solaz de un
concierto o de alguna representación. Los artistas se dedicaron a recorrer las poblaciones
dispersas, desde Cabo San Lucas hasta Cloverdale, trabajando por su propio sustento y por
la satisfacción de mostrar su talento. Algunos hubo que, independientemente del dolor
general, vivieron con mayor plenitud que antes de los aciagos acontecimientos, según su
propio testimonio. Revivieron los tiempos de compañías de teatro ambulantes e incluso
surgieron de nuevo los bululúes.
Sería irresponsable pretender exponer aquí una relación exhaustiva sobre cómo
estas comunidades han dado, al parecer, un salto cualitativo en las formas de organización a
fin de lograr el interés común que, si bien han sido forzadas por condiciones adversas, pueden servir de ejemplo para los demás países, la mayoría nuevos, tras las separaciones y
fusiones ocurridas tras la Gran Diáspora del siglo XXII. En el terreno político, el fenómeno
más significativo es, sin lugar a dudas, una forma de gobierno que responde a metas
concretas, basadas en la resolución de conflictos y planificación sustentable que considera
una disminución poblacional, tendencia que –algunos expertos vaticinan– se incrementará
en las siguientes décadas a nivel global. Las Californias parecen haber inaugurado, en
efecto, esa que para muchos era una especie de utopía: la democracia sin partidos políticos.
Tal oxímoron no fue el único que se experimentó por primera vez en esa región del
mundo: también un incipiente sistema económico que no prohibía la propiedad privada ni
la acumulación de ganancias, pero en el que la gente había dejado de preocuparse por el
lucro. Los californianos seguían siendo hedonistas, como los seres humanos de todos los
tiempos, aunque sus placeres mudaron de objeto. También comprendieron antes que nadie
(o más bien recordaron) que los partidos políticos prometen la utopía y que el de Huxley no
era un mundo feliz, sino tan sólo un mundo que no conocía la infelicidad: la “felicidad” de
esa novela –que ahora es una realidad en países como Escandinavia del Oeste– era un
limbo de tranquilidad, e incluso de letargo, en el que la gente pasaba del ser al mero estar.
Nada más lejos de la urgencia de vida que había en la Isla de California: urgencia de
experimentar, de crear y de conocer en el limitado tiempo de una vida.
En el momento de escribir esto –fines del siglo XXVI– no se vislumbra lo que viene
en un futuro a mediano plazo. Es imposible hablar de un comienzo y un final en lo que
atañe a esta situación. Estudiar cualquier fenómeno en términos de causa y efecto conduce
inexorablemente a hablar de los orígenes de la vida, del mundo y del universo: toda
narración o explicación que marca un comienzo y un final incurre en la arbitrariedad, en el
mismo tipo de arbitrariedad que consiste en enmarcar un cuadro o determinar los límites de
un territorio y llamarlo país. Yo, como habitante de la Isla de California, doy fe de que la
vida sigue y de que aun en estas condiciones adversas podemos continuar. No relataré aquí
mi anécdota (registrada en una memoria colectiva que se organizó luego del desastre).
Todos los supervivientes tienen la suya, y las de los californianos no son menos increíbles
que las de quienes vieron separarse las aguas del Mar Rojo. Sólo diré lo que más me
impactó de la experiencia: la del terremoto mayor, que originó un estruendo omnipresente,
de gruesa y ensordecedora tonalidad, que torturó millones de tímpanos… y luego el silencio
que siguió a ese primer movimiento. Andaba de excursión en el Monte Lukens y desde ese
momento supe –supimos, porque no estaba solo– que nada sería igual a nuestro regreso.
Una extraña resignación se apoderó de nuestro ánimo. De nada me sirvió considerar que
semejante aceptación del infortunio debió de tener algún testigo de la destrucción de
Pompeya al que la suerte puso fuera del perímetro de la ciudad en el momento aciago: el
dolor de la devastación estaba ahí, frente a nosotros, y ahorrar las energías que gastaríamos
en lamentos e imprecaciones la canalizamos, casi desde el primer momento, en cuestiones
prácticas: dónde pasar las noches ahora que, como tantos otros, nos habíamos quedado sin
un techo, cómo conseguir alimento, cómo asimilar en lo cotidiano los cambios tan drásticos
que nos impuso la naturaleza.
Al final, esto no es un asunto de identidad sino de supervivencia, o así lo
entendemos en California: hubo un momento en el que la organización denominada “país”
proporcionó estabilidad y estructura a sociedades múltiples y a menudo disímbolas. Hoy
esas estructuras se han desvirtuado a tal punto de que sólo sirven de pretexto para mantener
a una élite en el poder (pues en toda organización hace falta alguien que tome decisiones).
La Gran Diáspora del siglo XXII supuso un cambio generalizado de regímenes… que con
el tiempo degeneraron hasta llegar a lo que hoy son. La destrucción y muerte, tanto como la
desbandada posterior al desastre, pusieron a nuestras comunidades en una situación de lo
más precaria, aunque también ante la oportunidad de organizarse de otro modo. Si
externamente se nos conoce como un país, internamente somos una serie de comunidades
cuya población total no llega a la décima parte de lo que solía ser: condición ineludible para
evitar repetir los anteriores yerros. Vaticino que el próximo siglo se caracterizará por un
franco declive en número de habitantes a nivel mundial, pero no por causa de desastres
naturales, sino por efectos de una planificación sostenida.

Rodrigo Cortéz. Lic. en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Lic. en en Educación por Tec-Milenio. Ponente en congresos nacionales e internacionales con temas relacionados con la literatura y la redacción académica. Ha sido docente en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Actualmente se desempeña como docente y coordinador de Humanidades y Ciencias Sociales en el Colegio Victoria Tepeyac, preparatoria.
Autor de Los días anónimos (cuentos), Pasados y futuros (cuentos), La duración del presente (novela),
Canal de videos de baile en YouTube: https://www.youtube.com/@rodrigobailayescribe7410. Instagram: https://www.instagram.com/rodrigo_cortez_oficial/ X: https://x.com/billyrody
