Todos los seres humanos somos una historia, algunas más emocionantes, tristes o aburridas que otras, pero siempre expectantes a lo que el destino nos tiene reservado.
Hay historias de amor, de esas que te hacen saltar el corazón con cada beso, así como también pueden destrozar el alma con solo una despedida. También hay historias que dan miedo, protagonizadas por un personaje que no vivirá lo suficiente para contar qué ocurrió antes de llegar a la tumba. Historias de desamor, para que el lector derrame tantas lágrimas que en algún momento perderá la cuenta exacta. Historias de éxito, donde un ser pequeño termina volviéndose grande. Historias que terminan tan pronto como iniciaron, y algunas que perduran para toda la vida, hasta olvidar su título.
Pocas veces se puede hablar de una historia como la de la farera, mujer solitaria que encontró seguridad y solaz en su pequeño mundo. Una vida vacía para cualquiera que la viera de lejos, pero llena de maravillas cuando la veías a través de sus ojos.
Marina la llamaban, o en ocasiones, tan solo la chica del faro.
Esas personas que la veían transitar por las calles de Nuevo Capri, un pueblo sureño ubicado en la punta de una bahía de bolsa, se creaban sus propias historias sobre ella: que no tenía familia ni marido, pues nunca se le había visto anillo en el dedo anular. Que limpiaba barcazas para poder llevarse el pan a la boca y por eso siempre tenía los dedos pelados de tanto usar cloro. Otros, en cambio, decían que en realidad era una pobre miserable que no tenía donde caer muerta y por eso había dado a parar allí, al faro abandonado.
Y quizás no se equivocaban. Quizás ella había sobrevivido al lado más egoísta del ser humano, que tras tantas decepciones la llevó a abandonar todo lo que tenía para labrarse un camino por su cuenta. Quizás ese era el tipo de historia que los dioses querían para ella: la soledad. Pues nadie nunca la había querido, pero ella no quería nada más que a su mar.
Pasar los días observando aquel cuadro de inmensidad azul era como un bálsamo para aliviar sus penas. El olor salobre de las olas estrellándose contra las rocas, el canto de las gaviotas y el fiero viento marino que venía desde los rincones más remotos del océano la saludaban cada mañana cuando salía a arrastrar su bote hacia la orilla, con las diminutas y casi imperceptibles gotas de agua salpicándole la melena oscura. No era sencillo, no para ella, vivir en la atmósfera sofocante que era aquel vacío. Pero cuando los seres humanos la dañaban, el mar se convertía en su mejor amigo.
Una mañana de agosto como cualquier otra, ella se disponía a tejer sus redes de pesca cuando un grupo de turistas apareció en la playa. Aquellos extraños, con su ropa veraniega, la piel ligeramente bronceada y sus cámaras fotográficas le suponían un verdadero misterio. ¿De dónde vendrían? ¿Qué tipo de personas eran? ¿Qué los habría llevado a parar allí? Y aunque Marina nunca había aprendido a ser muy sociable, le bastaba con solo verlos ir y venir, pensando en los recuerdos tan hermosos que se llevarían en esas fotos. Al menos, hasta que lo vio a él.
Un hombre altísimo, con una melena despeinada y vistiendo una camiseta blanca, se acercó a ella sin miedo a que los demás pudiesen verlo. Tenía un brillo especial en los ojos, uno que no parecía ser de este mundo.
—Hola. ¿Éstas las has hecho tú? —preguntó con una sonrisa generosa, que le hizo olvidar por un momento la mirada despectiva de los demás pueblerinos.
Marina se sintió incómoda. Sus manos, ásperas por el trabajo, sostenían las redes de pesca que había tejido con paciencia.
—Sí. Las hago a mano —respondió, sin atreverse a mirarlo a los ojos.
—¡Impresionante !— exclamó él, y Marina sintió que su corazón se aceleraba— ¿Sabes? Acabo de llegar, y la verdad es que no puedo dejar de admirar esta playa —continuó. Su voz era suave y agradable—. Dicen que el mar guarda muchos secretos aquí. ¿Es eso verdad?
La farera se quedó pensando. El mar era su hogar, su refugio. Y sí, guardaba muchos secretos. Ella misma era uno.
—Sí, el mar es un eterno misterio —respondió con un susurro, sin apartar la mirada del horizonte.
A partir de entonces, aquel desconocido se volvió su única compañía. La seguía a todas partes, primero insistiendo para que lo dejara acercarse y luego tomándola de la mano con su permiso. Habían días calurosos en los que se dedicaban a vagar por la playa, recogiendo conchas en la orilla, rozando el viento con los dedos y dando vueltas sin rumbo, aunque de alguna forma siempre terminaban despidiéndose al pie del faro, aquel gigante imponente que se alzaba desafiando a las olas y los cubría como a un secreto. Días pasaban, y noches largas hacían que la emoción de la farera por encontrarlo al amanecer se volviera más desesperante. Y siempre lo veía junto al mar, aquel ente que los conectaba más allá de su propio entendimiento, con los brazos abiertos y un montón de claveles blancos para adornarle las trenzas.
Él era encantador. El tipo de hombre que compartía sus experiencias y sabiduría sin parecer demasiado engreído. Le hablaba sobre el mundo, de su vastedad y sus tesoros, del océano mucho más allá de lo que sus ojos alcanzaban a ver y de los rincones más impresionantes de la Tierra en los que había estado. Ella tan solo se dedicaba a escuchar, extasiada, sin poder creer toda la belleza de la que se perdían sus ojos.
A él tampoco le importaba escucharla hablar sobre los corales o los peces, ni que le enseñara a tejer o le hablara sobre la familia a la que ya no llamaba, de su padre fallecido o sus hermanos demasiado mayores que no la comprendían ni lo harían jamás. De sus años de estudio tirados por la borda, eclipsados por su indescriptible deseo de permanecer sola allí, en un rincón donde nadie nunca pudiera molestarla y donde se dejaría consumir por la añoranza de las experiencias no vividas hasta el día de su muerte.
Al final, no le resultó difícil enamorarse de él. ¿Cómo no podría? Si a su lado descubrió que el corazón era capaz de latir a velocidades sobrenaturales, al igual que los huracanes que a veces tocaban la costa y arrasaban con todo a su paso. Así se sentía cuando él la tomaba entre sus brazos, o le hacía promesas sobre el futuro, sobre viajes, descubrimientos, y luego la besaba bajo el cielo estrellado hasta que ambos se quedaban sin aliento.
—¿Alguna vez me dirás tu nombre? —le preguntó un día en la arena, mirándolo a los ojos. Los rayos del atardecer se entretejían con sus rizos de oro.
Él le devolvió la mirada, con esa expresión melancólica con la que siempre lo pillaba observando la lejanía, allá donde el sol se funde con el océano y las estrellas lloran.
—Hay muchas cosas de mí que no puedo contarte.
—¿Por qué?
—Tu misma lo dijiste el día que nos conocimos… el mar es un eterno misterio.
No lo comprendió. Aunque tampoco lo haría hasta al cabo de un mes. Ambos habían acordado encontrarse en la playa como acostumbraban, pero él no apareció ese día. Ni el siguiente. Ni el otro…
Al tercero se desató una lluvia torrencial y el viento rugió embravecido, golpeándole el cuerpo con furia y haciendo que su vestido se agitara ferozmente mientras sus lágrimas caían. Fue entonces, solo entonces, cuando comprendió la verdad y por sus labios se deslizó el nombre que no se había atrevido a pronunciar en alto.
—¡Neptuno! ¡Me engañaste! ¡Dijiste que me querías! —le gritó rabiosamente al mar, luchando contra las violentas olas como si con eso pudiera castigarlo. Como si al hacerlo pudiera sanar su corazón roto. Al final, la única cosa que creyó que nunca la decepcionaría terminó siendo como todo lo demás.
Las olas, en respuesta, la devolvieron a la orilla, sana e ilesa. El mar la había abrazado, la había protegido, la había devuelto a su destino. De pie en la arena, empapada y desconsolada, sintió el frío que aún se adhería a su piel y supo que nunca lo olvidaría.
Fue así como el tiempo pasó, y con él los cambios y las estaciones. Las heridas dejaron de sangrar. El sol se alzaba cada mañana más resiliente. Las estrellas descansaban tanto en el cielo como en la tierra. La mujer se detuvo en la orilla durante el ocaso, como se había acostumbrado a hacer en todo ese tiempo desde su partida.
El faro, con su luz eternamente fija en el horizonte, parecía reflejar su melancolía, la soledad de la eterna espera. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Miró a la bebé que descansaba en su pecho. Irises azul océano. Rostro sonrosado con pelusas de oro. Como él. Como ella. Como las maravillas que componían el universo.
—Te llamas Nerissa. Hija de la tierra y el mar —susurró contra su pequeña nariz—. Porque de la tierra vienes, pero al mar perteneces.
Déborah Pérez Rodríguez (Cienfuegos, 2001) profesora y escritora principiante cubana. Hija de una amante de la lectura, creció entre libros e historias de todo tipo, los cuales la impulsaron a incursionar en el mundo de la escritura creativa desde temprana edad. Fue su profesora de sexto quien la incentivó a participar en concursos de escritura infantil desde los once años, no siendo hasta los dieciséis cuando comenzó a considerar este pasatiempo como algo más serio. En el año 2019 participó en el concurso Mujer, vive tu vida sin violencia a nivel provincial, resultando en el puesto segundo con su historia Vino rojo y, posteriormente, durante la pandemia se le concedió una mención especial en la VIII Edición de la Revista Literaria Pluma. Aunque se destaca por sus relatos y cuentos cortos de temáticas diversas, Déborah también tiene dos novelas terminadas.
En la actualidad cursa quinto año en la carrera de Lenguas Extranjeras, y cuando no está estudiando, le gusta pasar su tiempo leyendo una buena novela, escuchando música de la década ochentera o escribiendo sus historias.
Felicidades Deborah. Sentí la soledad y la nostalgia en tus letras.
Hola, me gustó mucho tu cuento. Una historia de amor sorprendente. Felicidades.