La oscura tía Casilda

Meche saca su vieja gabardina del closet. Sacude el polvo de las hombreras. Recuerda que la última vez que la usó fue en la temporada de lluvias de hace tres años. Hoy regresará noche a casa y hará frío. Decide visitar a su tía después de la jornada. Está enferma. Por la conversación con sus primos advierte que la tía no acepta visitas en octubre. La luna llena la pone nerviosa, intensa. Una fuerte tormenta cae esa tarde, los nubarrones no dejarán verla.

Suena el timbre de salida. Meche camina y camina. Aún faltan algunas cuadras. Siente el viento estrellarse en su rostro. Se pone gorro y bufanda. Por fin está sentada en el autobús, en pocos minutos se ocuparon todos los asientos. Esperó ansiosa la salida. El operador puso el aire acondicionado. Ahora siente asfixia. «Qué bueno que decidí no ponerme la gabardina» ―se dijo.

Treinta minutos del viaje. Meche camina diez cuadras. Espera encontrar a su tía y primos. Ya se siente más helado el viento, su piel y sus huesos reclaman a gritos la gabardina. No lo podía creer, en la central de autobuses el termómetro marcaba tres grados. No obstante, nieva copiosamente, esto es un poco atípico; una lección para los incrédulos del cambio climático. Sus reflexiones hacen la caminata más amena. El camino se acorta.

«Qué bueno que está el coche». Eso significa para ella que hay alguien en casa. Toca el timbre varias veces. Por fin, tras el cristal observa a una señora entrada en años, encorvada, vestida de negro y una mantilla en la cabeza que le cubre casi todo el rostro. Con pasos muy lentos, silenciosos, se dirige a abrir la puerta. «¡Tía Casilda!, mis primos me dijeron que estás un poco enferma, ¡pero te ves muy bien!» Meche mintió. Abrazó el cuerpo enredado de pies a cabeza con esa vestimenta sombría. La sintió muy delgada, parecía cadáver con esas pronunciadas ojeras renegridas y pálida. El abrazo reveló que su tía despedía un olor raro como a naftalina combinada con carne podrida.

«Entra hija, hace mucho que tus primos no vienen a verme, pero qué bueno que me visitas, ¿vienes sola? Justo estaba por sentarme en este sillón a tejer». «Si tía, vengo a saludarte solo por unos minutos. Pronto se hará tarde, mira, ya casi oscurece. Pero continúa tía. Aquí te acompaño mientras me quito la gabardina».

Iniciaron una conversación corta. Meche celebra haber llegado antes que la lluvia. Se mojó solo un poco. Escucha ruidos en el piso de arriba, sonido de vasijas estrellarse en el suelo. ¡Ruidos estrepitosos combinados con truenos y relámpagos! Casilda se apresuró a dar una explicación. «Son los gatos. No te preocupes hija».

Enseguida, el ruido de otro jarrón que se estrella. Éste fue más fuerte, como cristal caído desde gran altura. Parecía haberse hecho añicos.

«¿Tía me permites ver qué pasa arriba? ¿Será el viento?, porque si estás sola en casa, no hay otro motivo, o… ¿todavía tienes muchos gatos?  Si es eso, ¿por qué están tan inquietos?»

La tía se rehúsa, pero recapitula, «si quieres, sube a ver qué pasa».

Las escaleras le dan la bienvenida, reciben a Meche con una sonrisa sarcástica, sucia, chorreada de orines de gatos. El olor, o mezcla de olores ácidos, corrosivos, es insoportable. Sube rápido y recuerda bien la ubicación del cuarto de su primo, busca el apagador y enciende la luz. Confiada asoma la cabeza y observa que no hay nada quebrado en el piso. Vuelve al cuarto de su prima, abre la puerta y enciende el interruptor; el foco permanece sin luz. Está fundido. Qué raro… Siente un leve cosquilleo recorrer su cuerpo, es escalofrío que la atemoriza. Le parece como si hubiera entrado a la negrura de una conciencia maligna.

Las escaleras la observan con una mueca sarcástica. Baja con temor, no sabe si por caerse o por el miedo que siente al recordar que no enciende el foco del cuarto de su prima, o por el color sombrío de la recámara, o por la sensación de falta de oxígeno. Entonces suda frío. Afuera, la lluvia con fuerte viento está acompañada de tormenta eléctrica.

«Tía, no hay nada, no veo jarrones quebrados ni a tus gatos. Pero algo me asusta. Es la sombra negra que se dibuja en la pared». «No te preocupes, es común escuchar ruidos y ver sombras que vuelan por la casa». Aún no termina de decirlo y quedan en tinieblas. La tía pide a Meche que suba por los cerillos que esconde en la cómoda de su recámara. La estancia de repente se ilumina por los rayos que caen seguidos del estrepitoso sonido.

«Pero… tía… ¿No tienes cerillos en la cocina?» «¡No! Tienes que subir. Están escondidos al fondo del primer cajón de la cómoda. Los metí desde que mis nietos empezaron a aparecer en la casa. Siento que en una de sus travesuras puedan quemarme viva». «¡¿Cómo se te ocurre semejante pensamiento tía?!»

Con el miedo que la aprisiona Meche se limita a respirar. La invade el miedo que se convierte en sudoraciones. En su piel siente el temor a la negrura. «Tía, si quieres te guío y tú los buscas». «Está bien. Vamos. Llévame. Te revelaré algo».

Con delicadeza, Meche toma a su tía del delgado brazo y con gran esfuerzo se dirige por instinto el lugar donde está la escalera. Ahora no verá su risa ni oirá su sarcasmo al pisar uno a uno cada escalón sucio. No deja de pensar en ese algo del que hoy debe enterarse… «Con cuidado tía. Ya llegamos. Sube despacio, por aquí».

Al pasar por el cuarto de su prima, Meche vuelve a sentir terror, terror hosco que se huele al estar en una casa en completa oscuridad, con aroma a humedad pútrida y en un silencio que es interrumpido solo por relámpagos y truenos. Por momentos se escucha el jadear de la tía al subir los peldaños y el tic tac del corazón de la sobrina.

 «¿Dónde están los cerillos, tía?» Pregunta con pánico y voz entrecortada. No tuvo respuesta. Preguntó ahora con voz más alta. «¿En dónde guardas los cerillos, tía?» «Dónde, dónde…¡No veo nada, se me nubla la vista!». «Tía, no te preocupes, es porque está demasiado obscuro. Dime en dónde se ubica la cómoda». «¡A la derecha de mi cama!» «¡Si tía, pero mejor dime a qué dirección de la puerta!». «¡Está a la derecha de mi cama!»

Meche continúa con pánico. Se desespera. No tiene un claro punto de referencia. Nunca ha entrado a la recámara de su tía. Siente algo blando que se desliza por la pierna, algo peludo y frio como su miedo. Dos pasos y otra vez, ese bulto que roza su pierna izquierda. No grita. Se imagina de inmediato que son los gatos. «¡Me hubiera dejado la gabardina!».

«Tía, dime, ¿de la puerta hacia donde tengo qué caminar?». «¡Con mil carajos! ¿Que no entiendes lo que digo, estúpida? ¡La cómoda está a un lado de mi cama!» Casilda contesta entre gritos, no soporta que no la entienda». «Ten calma tía. Estamos en la puerta del cuarto. Ya voy, ya voy».  

Tres enormes bultos negros, más negros que la obscuridad de la habitación, cruzan entre las piernas de la tía y rozan el cuerpo de Meche que sintió como un fierro ardiente. Ya no puede caminar, siente el peligro de caer. Se sujeta fuerte al brazo de su tía, ésta le encaja sus enormes uñas en el antebrazo.

«¡Apresúrate semejante tonta!, que la obscuridad me arrebuja. ¡Eres inútil! ¡Luego se enojan y me gritan que soy oscura!». Casilda soltó una carcajada extraña. expresión de enojo con calumnia y risa burlona hizo a Meche girar su cabeza para buscar la cara de su tía. Con asombro vio sus ojos destellantes y su enorme nariz arqueada. Sonríe y deja ver sus dientes, ¡también brillan! Una gran sombra negra surge de la nada y parece que se estrella en el techo. La ve salir por la ventana y lanzarse al vacío. La luz de un relámpago ilumina dos pequeños ojos entre la copa de un árbol cercano. Poco más recuerda de esa imagen tan oscura de su tía. Meche queda atrapada en esa pesadilla. Olvida que es viernes trece. Una larga noche de tormenta se aproxima. Se cubre del frío con la vieja gabardina.

Cerca, los gatos negros ronronean intranquilos y dan vueltas y se huelen y se rozan entre ellos.

1 comentario

  1. Me gustó mucho. Abrazos y felicitaciones.

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