Copos de nieve en verano

El sol brilla mientras se jacta de su poder y su ira calórica. Las sombras de los árboles y los edificios no alcanzan a cubrir la necesidad de frescura. Cualquier actividad parece una misión a contrarreloj. Volver cuanto antes a casa, a pegarse al ventilador, a darse un baño. A pesar de vivir toda mi vida en este lugar, no estoy acostumbrada al calor, pero soy adulta responsable y salgo a cumplir con mis deberes y darme también el placer de comer con mis amigos.
A más de 35°C, caminamos mi amiga y yo. Entre la charla y la caminata pienso en el sudor que recorre mi espalda y mi pecho, que moja mi sostén y mi blusa, que llega a mis piernas y me hace dudar de la salud de mis vías urinarias. La calle de Rayón es famosa porque da al Callejón del Libro, al de Arte, al Cine Morelos y a la Biblioteca de la Universidad junto al Centro de Lenguas. Es común ver a turistas, colonos y vendedores. Justo cuando pienso que nada me puede distraer más de la plática con Rosi, lo veo. Ahí está sentado con su libro, quizá lo ha adquirido en ese momento, o está esperando a alguien, o le gusta leer en la calle en esta tarde calurosa. Tiene su cabello negro bien peinado, parece un galán sin pretender serlo. De hecho, es más tímido de lo que parece, suele ser modesto y no le gusta llamar tanto la atención. Recuerdo que no es fan de tantos aplausos. Quizá me equivoco.
Paso de largo. No me mira. Me arrepiento y vuelvo. Dejo a Rosi hablando sola porque el corazón me hizo girar y acercarme a él. Todos mis sentidos estaban enfocados en ese hombre, mis ojos sólo lo veían a él.
—Me gustan los hombres que leen, escritores guapos como tú—. Por un momento pienso que es alguien más quien pronuncia esas palabras. Nunca había tenido el valor para confesar mi atracción hacia alguien como él. Después de milisegundos reacciono y él está sonriendo. Su enorme sonrisa está coronada por su nariz vigilante. Pido ese lunar que tiene, aunque no esté junto a su boca. Las estrellas fugaces chocan entre sí, las monedas se desbordan en todas las fuentes, los deseos de las velas de cumpleaños se hacen realidad.
—No soy guapo, pero puedo escribirte unos versos que no sean muy tristes o que hagan que te guste cuando callo—, dijo entre su sonrisa y su timidez. Creo que escucho mal. Se pone de pie, estira la mano y se presenta con formalidad. —Te recuerdo de algún otro lugar, no creo que sea de otra vida, pero si coincidimos en esta algo bueno ha de pasar—. No suelto su mano, no vi que Rosi se había ido, no oigo nada, sólo el retumbar de mi cabeza.
Las citas son siempre en el mismo lugar, a la misma hora, con las mismas ganas de robarle un beso, pero le oigo leer, su tono de voz varía con cada línea y párrafo. La chispa de cada palabra me electriza, siento que mi cuerpo vibra, hay una emoción que recorre mi cuerpo. Lo miro, lo huelo, lo escucho. Ahí está, con su libro en mano, con una pluma en el bolsillo, con una pequeña libreta gastada.
Escribe, todo el tiempo escribe, cuando lo hace, lee, sonríe y me mira de reojo. A veces parece que no existo, por momentos sus ojos me acarician con una tierna mirada, nunca me toca. No toma mi mano, no roza mi brazo, mucho menos me besa. Cuando le hablo, apenas si ladea su cabeza, es como si me escuchara en un susurro, quizá le da pena que lo vean conmigo.
—Me gustas—, le digo con todo el valor que junté desde que lo vi en aquella tarde de lectura. Se limita a sonreír. Camina y lo sigo, se sube a su coche, me subo con él. No me abrió la puerta. Está callado, maneja y sólo mira al frente, por el retrovisor, por los espejos. No responde nada. Quiero hablarle, reclamarle, exigirle una respuesta. Sólo quiero que me diga sí o no le podré gustar algún día. Se detiene, baja y lo sigo. Tiene un andar tranquilo, miro su espalda ancha y más abajo. Sigo detrás de él. No me di cuenta cuando compró flores.
Mi sonrisa crece hasta querer tocar mis sienes. Miro al cielo, se ve nublado, está por caer una tormenta. Espero que se detenga, que se gire y me entregue el ramo que lleva en sus manos. Suspender su andar. Se queda parado, sigue sin mirarme. Lo escucho susurrar, quiero que me lo diga de frente. Me acerco y mis ojos se estacionan en sus mejillas. Unas gotas resbalan. No llueve, pero su rostro está húmedo. Por fin escucho lo que dice.
—Estas flores son para ti, ojalá te las hubiera dado antes, sólo quiero que descanses y seas libre de cualquier sentimiento que te aferra a mi sombra.
Cuando intento entender sus palabras de reojo pongo atención a lo que nos rodea. Me parece conocido el lugar hasta que a mi memoria vienen desbocados los recuerdos. Aquella tarde antes de decirle que me gustaba, un golpe de calor y un coche me derribaron. Él no me escribió versos. Todo fue puro cuento.
—Gracias por tus palabras, por tu afecto y tu compañía, pero no podemos seguir juntos—. Su voz suena triste, limpia las lágrimas, me mira y antes de decirle algo, me desvanezco como copos de nieve en verano.

2 comentarios

  1. Guau, una historia para deleitarse, mantiene el interés del lector sin querer dejar de leer, algo parecido con la lectura, trajo a mi memoría un pasaje de mi vida, que cada 19 de septiembre me acongoja el alma, pero eso es otra historia, muchas felicidades Liz, continúa cosechando logros, abrazos.

  2. Muy buena historia, mantiene el interés en la lectura, hace ver todo el escenario de la historia y un final inesperado, te felicito sinceramente y espero que continúes deleitando a los lectores con tus historias

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