El juicio particular

El sudor se deslizaba por sus rostros mientras ordenaban a sus miradas predecir la siguiente jugada del adversario. ¿Quiénes eran ellos? ¡Los seres que representaban al cielo y al infierno! En medio de ambos: un tablero de ajedrez. A unos metros, en un rincón: un hombre llamado Bar-Simón. Atado de manos, desalentado y maltrecho, observaba al milímetro cada movimiento de los contrincantes. No era para menos; de ellos dependía su juicio particular. Al menos, así se lo habían hecho saber.

La dualidad del cielo-infierno, Dios y Lucifer, eran representados por seres encapuchados. Bar-Simón, arrodillado y prohibido de opinión, no podía más que resignarse a los designios de los jugadores.

Las reglas eran claras: quien ganara la partida se apoderaría de la suerte del condenado llevándolo a sus dominios. Si el resultado fuera acaso un empate (tablas), el aún ausente Purgatorio obtendría la recompensa. Parecía una resolución justa; el ajedrez gozaba de sus propias e inalterables leyes en donde ni la mentira ni la suerte tenían jurisdicción.

El infierno (negras) comenzó a echar andar su estrategia formando el esqueleto de su posición en base al espíritu del ajedrez: los peones. Sus planes implicaban reaccionar y anticiparse a las ideas del cielo (blancas) limitando, primero, el alcance y la actividad de sus piezas para luego contrarrestarlas con agresividad. El cielo, al percatarse de la táctica de su oponente, aguzó la mirada, arqueó una ceja y sin ocultar una sonrisa irónica, aprovechó la libertad de un peón tras sacrificar a otro para desestabilizar la defensa del caballo que flanqueaba al rey. Su alfil diagonal era ahora el asesino potencial: un plan de ataque simple, pero inquietante. Las negras podrían sobrevivir, pero necesitaban redoblar esfuerzos para salir de la apertura de manera airosa; habían neutralizado su defensa Siciliana con gran eficacia.

La historia parecía repetirse, el Ángel caído por culpa de su propia soberbia, ¿caería otra vez? No era nada sencillo desligarse por completo del oponente que tenía en frente. El maligno, al fin y al cabo, también era una creación de Dios.

La posición de las blancas al llegar al medio juego era expectante. Bar-Simón, respiraba con cierto alivio; su alma tendría como próxima parada el paraíso al cual los rumores habían señalado como un buen lugar. Sin embargo, nunca os fíes del rey de la oscuridad: apelando a su sabiduría de viejo, sacrificó a propósito su torre para dejar expuesto al peón de ventaja de las blancas, reducirlo, y retomar la posesión del centro del tablero. Su contrincante, sorprendido, actuó con rapidez, y enrocó a su rey para cubrirlo.

El tiempo transcurría con lentitud y ningún oponente daba su brazo a torcer. Bar-Simón no podía más con la ansiedad; era como una bestia famélica que crecía en su mente alimentada por cada movimiento de las piezas del tablero.

De pronto, irrumpió en escena otro personaje. Ni al cielo ni al infierno les sorprendió su abrupta llegada. Éste, miró con asco al hombre atado, escupió al suelo con desdén y sin mirarlo a los ojos —pero sin duda dirigiéndose hacia él— mencionó:

—Una noche mi ángel de la guarda me pidió que lo siguiera, y encontré un lugar lleno de fuego y almas sufrientes. Les pregunté qué era lo que más les hacía sufrir. Ellos me contestaron: “sentirnos abandonados por Dios”.

Dicho esto, clavó su mirada en los ojos huidizos de Bar-Simón y acotó:

—Todo cabe indicar que tu Dios te abandonará esta noche, sin embargo, ¿quieres que te confiese algo? —y sin esperar una respuesta afirmativa o negativa del condenado, continuó— Rogarás para que Lucifer tampoco te abandone pues mi lugar, el Purgatorio, es mil veces peor que el infierno.

Al terminar su frase, rio repulsivamente y concentró su atención en la inacabable partida de ajedrez.

La noche caía, y con ella, las esperanzas de Bar-Simón. Ningún jugador lograba imponerse al otro a pesar de sus esfuerzos. Entonces, exhaustos, decidieron no alargar más la miseria del hombre:

—¡TABLAS! —declararon al unísono.

En seguida, se quitaron las capuchas con prisa: ¡eran tres hombres de raza aria! Cada uno representaba al cielo, al infierno y al purgatorio, respectivamente, en una puesta en escena inventada por ellos mismos para librarse del aburrimiento. Cogieron los rótulos de papel que indicaban sus roles, se los quitaron de sus pechos lanzándolos al suelo. El hombre que personificaba al purgatorio sacó un arma de fuego, “Eres mío”, manifestó con arrebato —Bar-Simón lo miró, perplejo, subyugado— y disparó tres veces motivado por la excitación. Las balas traspasaron los órganos vitales del prisionero, matándolo al instante. Los otros dos lo felicitaron por su efectividad, mientras declaraban en coro: “Polvo eres, polvo serás y en polvo te convertirás. Aquí no gana el cielo, el infierno o el purgatorio; aquí gana la muerte: el final de tu cuerpo y de tu alma es absoluto, judío miserable”.

Minutos después de acabarse la botella de vino y deleitarse con un banquete ostentoso, los tres guardias de seguridad del campo de concentración de Sachsenhausen en Brandeburgo-Alemania, recogieron los rótulos que habían arrojado al piso horas antes.

Mañana tendrían que colocárselos de nuevo, simular que eran deidades, jugar otra partida de ajedrez, y matar ―no sin antes torturar física y mentalmente― al preso que ose mirarlos mal.

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