El mejor manjar

Esta casa me gusta, con sus suelos de madera y ventanas de cristal. La pared tiene papel tapiz con olor a pino maduro. Los focos aún son de luz de halógeno; la instalación repta por los techos, baja como lianas o enredaderas de plástico y cobre hasta los apagadores de chapa de pino. La tubería es de hierro colado, vibra cuando se abre la llave del fregadero de la cocina. La taza del baño está manchada con círculos de óxido y cristales de urea. Las baldosas fueron hechas a mano, los dibujos en ellas evocan rostros de personas gritando, derritiéndose en una especie de fuego infernal. Estos detalles sólo se revelan ante quien permanece largo rato mirando.

Nos mudamos hace apenas unas semanas. Cristina y Alberto aún siguen descargando cajas. Muchas de ellas están apiladas en la estancia y cuartos. Ropa vieja, discos compactos, vajillas, libros de hojas amarillentas, latas de sopa y las balas de un arma vieja. Un hogar desmontable en vías de llenar un nuevo espacio. Sus colores expulsan la oscuridad, el abandono y la soledad de la que hasta ahora era una casa vacía. Los ruidos de muebles arrastrados, las charlas por la noche y los cuchicheos han sustituido el silencio.

 —¡Esto no puede seguir así! —grita Cristina abrazando su delgado cuerpo.

  —Baja la voz —contesta Alberto y mira a su alrededor. No se ha dado cuenta que estoy sobre la credenza de madera fina.

—¡Ya no lo soporto!

—Debemos hacer un esfuerzo. Gastamos todos nuestros ahorros.

Aunque bajan el volumen de su charla apresurada, los escucho perfectamente. Nunca me quisieron. Soy una boca que alimentar.

—¡Quiero regresar con mi madre! —El rostro de ella luce pálido y cenizo.

—¿Y crees que eso resolverá el problema? —Alberto zarandea a su hermana por los hombros. Cristina comienza a llorar—. Nos seguirá a donde vayamos y llevaremos problemas a quien nos reciba.

Desde que llegué a sus vidas me vieron como algo indeseable; quisieron deshacerse de mí, pero no lo han logrado.

Alberto y Cristina siguen cuchicheando en la cocina.

***

Había luz en ella, la primera vez que la vi; sus ojos llameantes llenos de vida, el cabello ensortijado, las pecas del rostro inocente. Alberto es muy diferente: alto, delgado, moreno, serio al grado de llevar una arruga temprana en el ceño. Él es mi preferido. Ambos han adelgazado vertiginosamente, poco queda de las carnes voluptuosas de ella y del rostro orgulloso de él.

Me acogieron sin notarlo, cuando más hambre tenía. Mis padres me pusieron en la calle apenas y nací. El frío, la soledad y sobre todo el hambre me tenían en los huesos. Me convertí en una boca abierta, deseosa, angustiada. Me arrastré buscando sustento, un hogar, hasta que los conocí.

—Ya no puedo más —dice Cristina entre sollozos. Alberto le pasa un brazo sobre el hombro. Un ruido los pone en alerta—. ¿Es él? —Los hermanos se separan. Ella deja de llorar.

Ese ruido es mi tripa que se agita de hambre. Ha caído la noche y es hora de comer.

Los hermanos suben a sus respectivas habitaciones. Cristina se recuesta entre cojines mullidos y cobijas cálidas con olor a lavanda. Alberto decide pasar la noche en vela con la pistola de su padre sobre el regazo, en el sofá desvencijado, la luz de la luna sobre el rostro.

Me deslizo por la puerta que Cristina ha dejado entreabierta. La madera es fuerte en este lado de la casa. Por debajo de mi peso ninguna tabla rechina. Recorro las cobijas y sábanas que cubren su cuerpo, me sirvo lo que queda del festín. Mis manos son ventosas que se adhieren a su piel, círculos negros mostrarán donde me he posado. Mi boca, con tres filas de colmillos, engulle su cabeza y un collar de cortes decorará su cuello. «Qué bien saben los sueños y pesadillas de esta mujer». Vinagre, sudor reseco y sobaco. Me he tomado mi tiempo para sazonar su angustia y el sabor de su miedo me confirma que fue un gran acierto. Mientras el abdomen se me hincha, ella pierde vida. Toca el turno de su hermano.

Alberto sabe diferente. En él se inquieta el parásito de la duda, es aflicción por no poder cuidar de su familia. La confirmación de su poca hombría. Tiene un sabor amargo, salpicado con la sal del ego. Quebrarlo fue sencillo. Me arrastro hasta su alcoba donde su carne me espera.

Está ahí sentado. La luz celeste revela mi cuerpo. Puede ver las espinas que nacen de mi piel y el bulto agudo entre mis piernas, preparado para dejar mi semilla en su corazón. Los hombres desesperados son el mejor nido para mis crías.

—Es suficiente —dice.

Levanta el arma cargada y tira del gatillo. El cañón quema su sien y, del otro lado, una flor roja se abre hacia la noche. Debo apurarme, aunque esta vez no pueda reproducirme, una mente apagándose es el mejor manjar.

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