Sempiterna

El agua se había acumulado durante un tiempo. Años. Se acumuló por años. En la casa lo que sobraban eran las goteras. En la cocina, en la sala y en los cuartos se podían ver charcos en caída libre de todos los tamaños. La primera vez de la ligera llovizna en el interior de la casa fue un sábado. El padre llegó golpeando todo y sin darse cuenta fracturó las paredes. La grieta corrió hacia el techo. Quería huir, pero no había a dónde. La madre trató de remendar con mezclas de cemento, cal, baba de nopal, pegamento y todo lo que se le ocurrió. Nada funcionó. La hermana ayudó a pintar las paredes. Pensó en el poder de la pintura para evitar la emanación constante de gotas blanquecinas. El techo comenzaba a deslavarse. El hermano despegó la pintura dañada y resanó varias partes de los muros. Nada funcionaba. La casa lloraba por todos lados.

            Con el paso de los días el techo era una coladera en época de lluvias. Los meses secos se extrañaron como no había ocurrido. La mayor parte del año llovía dentro de la casa. Era un suceso extraño. Nunca había pasado que lloviera tanto. Escampaba y el agua estancada en el techo encontraba el sendero para dejarse caer sobre sillones y camas, mesas y sillas. Estos eran movidos de un lado a otro para evitar que se dañaran.

—¿Cómo vamos a vivir así?—, preguntó afligida.

—No hay nada que hacer. Es lo que hay—, dijo la madre sin ponerle atención.

—Algo se podrá hacer. Quizá… No sé…—. Su voz sonaba desconsolada. Las cubetas no eran suficientes para captar el agua que no dejaba de caer.

—¿Tú, qué sabes? Ya viste que hemos hecho de todo y no deja de gotear. Ya vete a dormir—, con fastidio mandó a su hija a dormir.

Los años transcurrieron. Se logró cavar una zanja para conducir el agua al patio trasero. Madre y hermanos trabajaron duro para hacer que la inundación desfilara por su camino sin cruzarse con ellos. Ella continuaba buscando la manera de secar las gotas. Esas gotas habían salpicado el techo y las paredes. Venas amarillentas recorrían su casa por todos lados. Cuando llegaban visitas, se colocaban floreros y adornos de todo tipo para tapar los desperfectos ocasionados.

Parecía que esa casa había acumulado dentro de sí todas las goteras del pueblo. Era como si la lluvia sólo prefiriera precipitarse sobre la loza y las láminas de esa vivienda número 2. No era cierto. Sí llovía en todos lados, pero ahí sus habitantes procuraban ocultar los estragos ocasionados por la incesante precipitación pluvial. Intentaron ocultar las manchas, las grietas y las inundaciones que, a veces, eran ligeras; otras, intensas. Andaban de puntitas para evitar mojarse. Había días o semanas en las que el agua les llegaba a los tobillos. Caminaban saltando sobre los muebles para no resfriarse. Muchas ocasiones no pudieron evitarlo.

            Ella sentía que tanta agua la ahogaría. A veces se ponía a sacarla con una jícara, en las noches, en silencio, para que nadie se diera cuenta. Todos ignoraban el daño que les hacía tener tanta agua en su casa, en sus cuerpos, en su vida. No hicieron caso. Los meses y años fueron testigos del torrente que brotaba despacio y constante.

—¡Ya no puedo más!—, explotó un día al escuchar la voz del padre que reía como si nada hubiera pasado.

Las gotas se detuvieron un instante y, de pronto, empezaron a desbordarse por todos lados. Las goteras, dilatadas por un breve instante, dieron paso a un aluvión. El agua cristalina y salada descendió sobre su cuerpo. Escurrió por el patio y la calle. El viento le acompañó. Como siempre, nadie se dio cuenta. Ella vació el agua acumulada. Las goteras se secaron por unos días. Al cabo de unas semanas, meses, quizá, la lluvia dentro de la casa volvió a caer gota a gota. Se volvió a acumular. Ligera, incesante, sempiterna.

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