Tan oscura como la noche

Cuando estaba en quinto año de primaria, mi hermano Arturo iba en segundo de preparatoria en el mismo colegio que yo. Así que regresábamos juntos caminando a casa, y aunque en ocasiones se quejaba, me ayudaba a cargar mi pesada mochila.

Un día, al doblar la cuadra, notamos que estaban bajando muebles en el gran local que hacía poco habían terminado de construir en la misma calle donde vivíamos. Lo que más llamó mi atención fueron las enormes letras que estaban colocando al frente: “Funeraria López”. Sólo pensar en que ahí se velarían muertos, me hizo sentir escalofrío.

            –¿Viste eso? –le dije a mi hermano.

            –Sí, ¿qué tiene de malo? Es un negocio como cualquier otro.

            –¡Claro que no! –contesté con ansiedad.

Al llegar a casa, lo primero que hice fue buscar a mi mamá y contarle lo que acababa de ver.

            –No te preocupes, hija –me contestó sonriendo–, lo bueno es que tiene un gran estacionamiento y no tendremos problema para guardar el auto. Lo malo sería si, en lugar de una funeraria, hubieran puesto un salón de fiesta o un restaurante, porque entonces con la música alta no podríamos dormir.

            –Mamá, pero ahí estarán las personas muertas y ¡eso me da miedo!

            –Muchas veces hemos platicado al respecto y te expliqué que morir es lo más natural del mundo, que somos humanos, un día nacemos y al pasar los años, tenemos que morir. Igual les pasa a las plantas y a los animales. ¡No debes tener miedo!

Sin embargo, al pasar los días observé que llegaban muchos autos con personas vestidas de negro, sus caras tristes, deslucidas; algunas, con lágrimas en los ojos y la mirada perdida. Vi salir algunos cortejos fúnebres; acompañaban a su ser querido al cementerio y podía imaginar cuánto dolor se guardaba en ese lugar.

Nunca me acostumbré a tener cerca una funeraria. Nunca la conocí por dentro, y pasó mucho tiempo antes de que yo fuera a acompañar a algún amigo o familiar.

Unos años después tuvimos una gran tristeza: Mariela, quien era mi gran amiga y compañera en la preparatoria, no regresó al terminar las vacaciones de verano; había muerto en un accidente automovilístico, iba con su familia. La directora del colegio nos informó que sus padres habían salido ilesos, pero ella no tuvo la misma suerte.

Sentí una tristeza inmensa y volví a pensar mucho sobre la muerte. ¿Cómo era posible que una persona como ella hubiera muerto? Tenía curiosidad de saber cómo habían sido sus últimos minutos, qué estaba pensando, qué estaba ideando y si había hecho planes para la competencia deportiva en la que íbamos a participar al regresar a clases. Quería saber por qué siendo tan joven abandonó este mundo, cuando más nos divertíamos, cuando estábamos viviendo nuestra juventud con tantos planes a futuro.

En la noche, mamá entró a mi habitación, me tomó las manos y me habló con mucha ternura.

            –Sé cómo te sientes, y veo en tus ojos la inconformidad por la pérdida de tu amiga. Quiero que sepas que morir no es tan malo, es como dormir: te pones tu pijama, te metes a tu cama, cierras los ojos y poco a poco llega el sueño, es decir, dejas de escuchar los ruidos alrededor de ti, pierdes la conciencia y quizás algún sueño llegue a ti, pero al despertar a la mañana siguiente, no sabes qué fue lo que pasó mientras dormías. Así es la muerte, hija.

Lloré mucho y comprendí que tenía que conformarme con los recuerdos de Mariela. Había perdido una gran amiga, y las competencias sin la mejor defensa del equipo de basquetbol del colegio, no serían como las habíamos imaginado. Ella se había ido… sí, ¿pero, a dónde?

El día de su sepelio, estábamos ahí sus compañeras de equipo, los representantes del colegio y algunos padres de familia. Sus padres lloraban desconsolados. No podían comprender tanto dolor. Fue entonces que me dio por preguntar a todos los que conocía qué era lo que pensaban acerca de la muerte.

Me di cuenta que son pocos los que quieren hablar sobre el tema, y las personas que lo hacen, cuentan lo que saben según su religión; cada quien da una versión diferente, que si al morir fuiste bueno, alcanzas el cielo. Otros dicen que reencarnarán en un ser superior, otros más piensan que hay otras vidas. Por supuesto, el cuerpo se descompone y va a la tierra, pero el alma que es energía pura va tal vez a ocupar un nuevo cuerpo, el cual tendrá otros padres y nacerá en una nueva familia.

De tanto querer averiguar, llegué a creer en los fantasmas, en los espíritus que no saben que han muerto y se quedan atrapados, según dicen, en otras dimensiones, y que de alguna manera se “aparecen” a determinadas personas para pedirles que los ayuden a terminar algo que dejaron pendiente.

Recordé que Mariela creía en la reencarnación, eso nos platicó después de ver una película donde unos jóvenes hacían experimentos al respecto.

En ocasiones, he soñado con personas que ya no están en el mismo plano que los que estamos aquí. Los veo hablar y comportarse como si estuvieran vivos, algunos están platicando, comiendo y hasta parecen felices de estar donde se encuentran, tal vez sea otra dimensión.

Dicen que la muerte es oscura, tan oscura como la noche. Afortunadamente al abrir los ojos al otro día, aparece la luz y volvemos a tener la oportunidad de vivir.

Nadie sabe cuándo va a morir. Pero al llegar la noche, recuerdo las palabras que mi madre me dijo cuando era pequeña:

“Ponte tu pijama, acomódate en tu cama, cierra los ojos y poco a poco dejarás de escuchar los ruidos a tu alrededor…”


Photo by Miriam Alonso

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