Dos cuentos breves

Los obsesivos pasos que persiguen mi nombre

Mi nombre es X. Como sospecharán, ese no es mi verdadero nombre ¿Cómo podría serlo? Tuve que ocupar una letra ridícula, mínima, para proteger el anonimato. Digamos que es lo mejor. Sucede que el tipo del que hablaré, llamémoslo Z, es obstinado, muy obstinado. No conviene que sepa mucho acerca de mí. De ahí esta ausencia de referencias personales. Z, por cierto, es un ladrón. No uno de esos de pipa y guante, sino uno coloquial, de chamarra y navaja, un atracador callejero.

            Una mañana llegaba tarde a una cita, cuando decidí abordar un taxi. Mientras esperaba a que pasase alguno por la avenida, se me ocurrió revisar un mensaje del teléfono celular. Al alzar el rostro, noté que un tipo, el tal Z, me veía. Casi podría decir que “cuando desperté, el asaltante estaba allí”, para darle a la historia un toque monterrosiano.

Z. miró el celular. Se acercó. Llevaba en la espalda una mochila, queriendo aparentar ser un obrero calificado. Llevo más de cuarenta años viviendo en esta ciudad, así que uno desarrolla tácticas de defensa ante los probables asaltos. Ocurrió así:

Cuando Z llegó hasta X, X hizo un movimiento medio elíptico, y fingiendo prisa, se cambió de lugar. Z, tratando de parecer despreocupado, intentó acercarse a X de nueva cuenta, pero éste se movió aprisa, fingió atravesar la calle, aunque regresó al punto de partida, mientras Z quedaba, por un instante, del otro lado de la avenida. Digamos que X y Z se hallaban en A para dirigirse a B, pero a medio camino X dejó la dirección de B para quedarse en A, mientras Z corría hasta B, a riesgo de ser atropellado. La ecuación en ese momento podría resumirse como X en A, y Z en B=0. Empate con sabor a victoria para X.

Vi al desconocido quedarse quieto, al otro lado de la acera, indeciso. Fingió leer los encabezados de los diarios en un puesto de periódicos. Por fortuna, un taxi pasó justo en ese momento. Lo abordé y pude apreciar en la cara de Z una expresión que clamaba venganza.

Hasta aquí el relato no es relevante. Cualquiera pensaría que allí concluyeron los sobresaltos: una anécdota sin mayor importancia. Lo cierto es que se vuelve extraño a partir de ese momento. Intentaré explicarlo. Una semana después llegué justo a tiempo a la cita para almorzar con una amiga. Mientras disfrutábamos de una riquísima ensalada con pollo, al mirar al ventanal del restaurante me percaté, con terror, de que Z estaba afuera del sitio, fumando un cigarrillo en la calle, muy quitado de la pena.

—Carajo —dije

—¿Qué pasa? —dijo mi amiga.

Tuve que contarle la historia, lo que la llenó de terror y la puso ansiosa. Salimos por la puerta de atrás. La acompañé hasta su auto. Terminamos pronto la reunión porque ella se sintió bajo amenaza. Para calmarme, fui a beber un café a un local cercano. Al entrar, descubrí, con sorpresa, que el asaltante estaba sentado en una de las mesas del lugar. Bebía un capuchino espumoso, mientras me daba la espalda. Salí disparado. Regresé a casa. En el vagón del metro, lo vi subir. “Vaya que es necio este tipo”, me dije. Al dejar la estación, cuidando que no alcanzara a descender del tren, corrí hasta el edificio en que vivo.

A veces me asomo por la terraza (vivo en el piso quince), y veo al ladrón, paciente, sentado en la banca del jardín. Con este suman ochenta y cinco los días que llevo encerrado. Son ciento ochenta y cinco, también, sus jornadas de vigilancia. Estoy despilfarrando mi herencia en idioteces y comida a domicilio. Mis amigos están preocupados: tres veces ha venido la patrulla para arrestarle, pero el tipo es ingenioso, y se esconde no sé dónde cada vez que ve llegar a los uniformados.

La última vez le grité:

—Voy abajo, a enfrentarte.

Lo vi correr a la entrada del edificio, para esperarme. Aproveché para huir por una de las ventanas con una sucesión de sábanas que compré por internet, y até para la ocasión, como ocurre en las películas antiguas. Ahora viajo por el mundo, estoy sucio, sin afeitar. Hace poco leí en un autobús de segunda con destino a Guatemala, y en un libro también de segunda mano, un cuento llamado “El Horla”, de Guy de Maupassant. Me pareció que yo repetía ese relato, de manera degradante. A veces, en un pueblo del norte, en una ciudad del país, al estar bebiendo un tequila en un bar de mala muerte, me ha parecido verlo entrar. Entonces pago la cuenta y prosigo la huida. Debo reconocer que su persistencia es envidiable. El celular que quiso robarme aquella ocasión, por cierto, hace meses que lo olvidé en el cajón de un hotel de provincia. Seguro se quedó ya sin batería.

La calle de las antigüedades

Era imposible saber lo que ocurriría dentro de unos minutos. Como en las tragedias clásicas, no se está preparado de ningún modo. Recuerdo que saqué un cigarro, lo encendí y miré el aparador. Contemplé tras el cristal relojes antiguos, almanaques, un globo terráqueo, un maniquí que mostraba el aparato digestivo, las sillas estilo chippendale, un fonógrafo de cuerda, un autómata. En la calle, los edificios servían de marco para una tarde a ratos lluviosa. Supe, ante objetos que trascienden el tiempo y reafirman la memoria, que palabras como entomólogo, formol o anticuario, cobran un sentido verdadero. La voz de un anciano me devolvió a tierra:

—Ayúdeme, por favor.

Giré sobre los talones, sorprendido; aunque aparenté calma. El viejo estaba sentado en una jardinera derruida, justo frente a un edificio de los años treinta o cuarenta del siglo pasado. Sus manos, rugosas como los pliegues en la piel de un elefante, mostraban un temblor incontrolable. Su rostro exhibía magulladuras como si lo hubiesen cosido a cintarazos. Sus ojos, cercanos a ser grises, compartían una tristeza que me traspasó las entrañas. Comenzó una ligera llovizna. Abrí mi paraguas, y nos cubrí. El hombre se prendió a mis tobillos. Me sacudió el pantalón con vehemencia. Estuve a punto de perder el equilibrio.

—Apiádese de mí. Me encierran –dijo, con una voz que, por momentos, parecía falsa- Me encadenan al camastro, me dan comida de perro. No perdonan lo que hice…

—¿Qué hizo?

—Ellas no perdonan…

—No joda, tranquilícese y cuénteme.

El viejo rompió en llanto. Retrocedí un paso, arrojé la colilla del cigarro al piso. La llovizna era dueña de la calle. Oscurecía. Avergonzado, tal vez horrorizado ante aquella escena, miré a ambos lados. No había un alma en la cuadra.

—Debería largarse de allí —comenté, no sin cierta crueldad.

—No tengo a dónde ir.

Nos mantuvimos callados cerca de un minuto. Cruzó a nuestro lado un hombre montado en una bicicleta. Escuché salpicar el agua. Las ramas de los árboles se agitaron, cómplices de la escena. El ciclista se perdió al final de la acera; luego volvimos a un discreto silencio.  Pensé en decirle frases estúpidas como “ánimo, verá que todo sale bien”, “la vida es luminosa, aprieta, pero no ahorca”. No sería capaza de tal atrocidad. Me vino la idea de darle asilo. No lo imaginé viviendo conmigo, se veía sucio; además, algo de sombrío asomaba en su gesto, era como el de un zorro detrás de los ojos de un ciervo. No sabía si el viejo decía la verdad; y si era así, ¿qué había hecho para que le dieran ese trato?

—Tome —dije. Le alargué un billete de cincuenta pesos.

Me miró con desprecio.

—Con eso no alcanza para el hotel.

—Es lo que hay.

—No le estoy pidiendo dinero.

Tuve un arrebato de indignación, aquel hombre no se conformaba con lo que podía ofrecer. Sentí asco de mí, de los tiempos que vivimos. Yo era un egoísta incapaz de mostrar empatía, era insensible como el autómata de la tienda de antigüedades. Él, por su parte, era un pedante que demandaba conmiseración. Confundido, dejé que el paraguas cayera al piso.

—Entonces, ¿qué diablos quiere? —pregunté.

—Duele.

—No entiendo.

—La vida duele. Sálveme.

Sonrió con nostalgia, y malicia. Ahora sé que es posible esa combinación. Imaginé que se trataba de una comedia para asaltarme, estaba tan concentrado en el viejo que seguro había caído en una trampa; ya lo decía, él era el zorro y yo el ciervo. Volví a mirar a ambos costados de la calle, esperando ver aparecer a su socio criminal, revólver en mano. La calle seguía desierta.

Lo vi a los ojos. En ellos, en medio de un llanto apacible, apareció una súplica.

—Yo no…—murmuré.

—Por misericordia.

—No puedo.

Su dolor era profundo; juro que me vi reflejado en él. No soporté aquella imagen. No me soporté a mí. Se congregaron las furias. Lo demás fue confuso. Me sentí un personaje en medio de una historia de Eurípides o Esquilo. El anciano mostró una navaja de rasurar que sacó de entre sus ropas —tal vez él mismo había soñado muchas veces aquel momento—. Me miró con dulzura. Supe lo que debía hacer: le arrebaté la navaja y respiré hondo. En un movimiento diestro le cercené la garganta (me sorprendió la habilidad propia). Le ayudé a bien morir. La sangre corrió por la acerca; escurrió por el drenaje de una urbe estática. Con tranquilidad recogí el paraguas, lo extendí. Me interné en las calles aledañas Los dioses se rieron de mí o me respetaron, no lo sabré jamás. Supe que, de algún modo, en el instante que agité el brazo, navaja en mano, me fue posible experimentar al fin un poco de empatía hacia otro ser humano. Una empatía extrema, retorcida, trágica, homicida. Aunque empatía, al fin.

1 comentario

  1. Hola, muy buenos días.
    Gracias por compartir el una lectura ligera y amena en dónde narras la cotidiana vida reflejada en el espejo de la fantasía.

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