Lo bueno y lo malo

Eran las tres y cuarto de la madrugada cuando el primer portazo estalló como un trueno. Después vino el segundo, seco, pero igual de potente. Y el tercero fue el que por fin rompió la cerradura.

—¡Policía, hijos de su puta madre, al suelo!

La voz tronó con fuerza desde la oscuridad del pasillo, como si un demonio hubiese penetrado en el mundo real.

En segundos, la casa entera se llenó del tumulto de botas, respiraciones agitadas, de linternas que partían la noche como cuchillos.

El perro ladró con desesperación, como un fiel guardián; pero se oyó un golpe seco, luego un quejido y ya no ladró más.

Doña Elena ya era una mujer mayor, que ni alcanzó a entender qué pasaba. El ruido de gente en su casa la despertó de golpe y la hizo sobresaltarse. Sin embargo, no pudo hacer nada, apenas vio cómo le arrancaban la cobija de encima y cómo la lámpara, que había intentado encender para vislumbrar a sus agresores, se estrellaba contra la pared.

—¿Qué es esto, carajo? ¿Qué hicimos? —gritaba, con histeria, pero solo recibió un culatazo en el estómago, que la hizo contraerse en un ovillo en el suelo.

Su hijo, un hombre maduro de nombre Emiliano, intentó levantarse del sofá, medio dormido, con el control de la televisión aún en sus manos, pero alguien lo derribó de un golpe y le pisó la cabeza con la bota.

—¡Quieto, cabrón, o te vuelo los dientes de un chingadazo!

La niña, Sofia, lloraba desconsolada, con ese temblor que da el miedo más puro, el que ni entiende ni razona mientras un grupo de hombres entraba a su habitación y la sujetaban con rudeza.

—¡Callen los berridos de esa pinche chamaca!

Uno de los policías, un tipo gordo con bigote chorreado de sudor, se dirigió con total naturalidad a la cocina y, como si de su casa se tratase, abrió el refrigerador.

—Ni leche tienen, los pendejos —dijo, y se rio, tomando una cerveza que encontró luego de revisar.

Otro esculcaba los cajones, sacando la poca ropa que había, burlándose de los calzones con florecitas, tirando los santos al suelo, y metiéndose a los bolsillos los ahorros guardados en una cajita de galletas.

—¿Y esto? ¿Para quién guardas el dinero, vieja?

La señora apenas pudo decir “para los útiles…”, antes de que la cachetada le torciera la cara y le partiera el labio inferior.

El más joven del grupo caminaba nervioso, con temor de tocar hasta la pared.

—¿Y si no son ellos? —murmuró.

El sargento le contestó sin voltearlo a ver:

—Cállate y haz tu puto trabajo. Si están en la lista, están en la lista. Agarra lo que más te guste o métete tus chingaderas por el culo.

El cuarto del fondo olía a orina y a cementerio. Ahí estaba el abuelo, con los ojos abiertos, sin entender si aquello era un sueño u otra alucinación de sus medicamentos.

—¿Qué miras, viejo de mierda? —lanzó un policía casi igual de anciano.

—Lo que le hacen a mi casa —respondió apenas.

Le tumbaron un ropero encima por querer proteger el retrato de su esposa muerta. No volvió a moverse ni a emitir sonido alguno.

Alguien rompió una foto familiar enmarcada. Otro pateó una muñeca y le apastó la cabeza. Uno más, rompió el lavabo del baño, inundando la pieza.

Entre el tumulto, una linterna cayó al suelo y rodó bajo la cama, iluminando de refilón los pies descalzos de la niña, quien yacía amordazada y temblando en el suelo.

El policía joven se acercó a ella y quiso tranquilizarla:

—Tranquila, princesa —dijo con una sonrisa lastimera—, ya va a pasar.

Pero no pasó.

Después de veinte minutos más de horror, los subieron a todos a la patrulla. Sin zapatos, sin abrigo, sin entender nada. Solo fueron aventados como costales, uno sobre otro.

El viento helado de la madrugada les cortaba la piel. Doña Marga todavía respiraba con dificultad; Emiliano sangraba de la frente y boca, mientras miraba hacia el suelo de la patrulla, mudo, con los dientes rotos y la marca de una huella en la mejilla. Y Sofía lloraba a moco tendido maniatada y en una posición incómoda.

Antes de arrancar, el jefe del operativo dio una última orden a sus subordinados:

—Terminamos aquí. Quemen lo que quede. Que parezca que aquí nunca vivió nadie.

Y así fue.

El fuego empezó con los colchones. Luego siguió la ropa, las fotos, los cuadernos de Sofía, la bicicleta de Emiliano. El ropero del abuelo, con él aún debajo.

Para cuando el sol asomó entre los cerros un par de horas después, la casa era un esqueleto negro.

A la mañana siguiente, los vecinos fingieron no saber nada. Escucharon todo el alboroto, pero ninguno se atrevió a salir de sus casas a chismosear, mucho menos a ayudar. Solo quedaron las marcas de las llantas en la tierra y un olor agrio que no se iba.

Nadie preguntó nada sobre la familia. Nadie fue al cuartel a sacar a los implicados. Nadie reclamó ni dijo ni pío.

Y en el periódico tampoco salió nada. Ni un nombre, ni una foto, ni un motivo. Ni siquiera la desaparición de aquella familia.

Lo bueno, dijeron algunos, es que aquella noche nadie escapó del arresto. Lo malo, es que nadie nunca supo por qué los arrestaban.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *