Algoritmo de sombreado

La cama neumática arrojó a Juventino como a una hojarasca. Brazos robóticos sostuvieron el cuerpo incompleto mientras untaban esponjas en arrugas, cicatrices, muñones. Después del baño, continuaron más humillaciones: la inserción del tubo de bolo alimenticio semidigerido en una herida abierta a la altura del esófago y el masajeo de dedos mecánicos en tripas tiesas, momificadas.
De una bocina brotó la voz mecánica de una cuidadora.
—Bienvenido al primer día de su extensión de vida, Juventino N, gran héroe de guerra contra la invasión de burbuloides en Betelgeuse-C. Es mi honor informar que ha sido resucitado de acuerdo a la cláusula de servicios extraordinarios en su contrato de veteranía. Han transcurrido 141592 días desde su fallecimiento. El usufructuario actual de sus despojos es el Ministerio del Buen Ánimo Contra Pandemias y Calamidades por Calentamiento Global. Su misión, aunque decida no aceptarla, consiste en efectuar una serie de visitas a escuelas primarias, donde grupos de niños se tomarán fotos con usted para presumirlas en redes sociales. El título tentativo del hashtag es #sielsoldadoJuventinosobrevivióalosburbuloidesyopuedosobreviviralanonagésimapandemia. A mí me parece que es un mensaje desmesurado, pero ¿quién soy yo más que una inteligencia artificial para juzgar las decisiones infalibles de los funcionarios del Ministerio? ¿Cómo se encuentra hoy?
Juventino no respondió porque una mano mecánica insertaba dentaduras en su boca a manera de prueba. ¿141592 días? Además, las cuerdas vocales de su garganta, sin usar durante centurias, sólo emitía un sonido seco, tieso, chasquido como pedrusco desmoronándose.
La IA dio palmadas en la espalda de Juventino.
—Pronto podrá hablar otra vez.

Amanecía y el peso acumulado de sus días extras abrumó al viejo Juventino, mientras la claridad creciente difuminaba las sombras pendulares que se habían mecido durante la noche en el cielorraso de la habitación. Echó un suspiro larguísimo en el que iba contenido el fastidio de seguir vivo.
¿Sería esta una de esas mañanas en las que lograba cagar por sí mismo o la IA que lo mantenía vivo le metería una lavativa?
—¿Cómo amaneció hoy?
Juventino carraspeó.
—Hoy desperté con ganas de matarme por ser una pieza susurrante de museo.
—Temo que ese es un deseo que no puedo satisfacer por ser contrario a las sentencias de mi programación.
Juventino se hinchó los pulmones con aire resignado, mientras la IA atornillaba brazos y piernas a su cuerpo incompleto y lo envolvía con medallas de otra centuria para más sesiones de fotos.

Durante la noche, Juventino contemplaba las sombras móviles en el techo de su habitación. Una ventana se había quedado abierta. Intermitentes corrientes de aire frío orbiculaban su cuello.
Con el ojo de su memoria se vio joven y entero mientras los dedos de su mano buscaban atrapar el viento durante un viaje en carretera. En unas horas la IA echaría la cantaleta “feliz día número sepacuántos de su blah-blah-blah”. ¿Cómo evitarlo? Expulsó todo el aliento que pudo de los pulmones y apretó obstinadamente los labios. Los párpados marchitos imitaron el gesto. Por detrás de ellos, empezaron a formarse volúmenes grises, asfixiados: parecían letras al fondo de un estanque oscuro.
¡No respires, no respires!
¡Ahógate!
¡Estrangula esta vida de maniquí!
¡Ahora!
—¡Aaaaaaahhhhhggg! —sonó la bocanada de aire que no pudo evitar inhalar.
Humedades recorrieron repetidamente el camino entre ojos y orejas. ¿Cuánto tiempo había pasado sin llorar? Recordó a su compañero de guerra: una persona artificial que lamentaba los recuerdos desvanecidos. Recordó su metáfora del olvido: como lágrimas en la lluvia. Sintió envidia de la fecha de caducidad del replicante que se había cumplido irremediablemente.
¿Por qué él no podía tener una también?
El llanto se desvió hasta sus comisuras. Sabía amargo, a sorbo de café olvidado. Abrió los ojos.
Las sombras en el techo se quebraban y bailaban desde el otro lado de su desconsuelo. Parecían danzantes bajo un diluvio.
¿Cuál había sido el nombre del replicante? ¿Rob? ¿Ron?
Roy.
Estaba programado para recitar artículos aleatorios de la wikipedia mientras luchaba contra los burbuloides en Betelgeuse-C. Decía que era una forma de transmitir calma a los combatientes humanos. La memoria de Juventino repitió el sonsonete didáctico de Roy el día que ambos se defendían en una trinchera exoplanetaria. Una llovizna persistía en su tamboril mientras el replicante declamaba: “El último desarrollo en cosmética cronoquímica consiste en un ungüento manufacturado con tiotimolina resublimada que puede eliminar las cicatrices de guerra antes de que se produzcan…” La evocación se interrumpía ahí, en la dentellada voraz del burbuloide.
Juventino llamó a la IA.
—Tengo una petición.
—¿Morirse?
—Más bien antimorirme o antinacerme. ¿Puedes conseguir un tarro de tiotimolina?
La IA hizo cálculos. Concluyó que la forma oblicua que buscaba Juventino para aliviar su existencia extendida no contravenía las órdenes del Ministerio del Buen Ánimo. Levantó el pedido en una tienda de antigüedades en línea.

Un tarro de tiotimolina resublimada bullía iridiscencias en el mueble al lado de la cama donde Juventino reposaba su última gira. La IA estudiaba las instrucciones con su ojo electrónico.
—La etiqueta es una fotocopia de una fotocopia de una fotocopia de una fotocopia. Ni con el zoom puesto en 32X alcanzo a distinguir del todo las contraindicaciones. Si estoy interpretando bien, una untada del ungüento establece vectores cronoquímicos con sus distintas juventudes.
Hay una leyenda: “Producto descontinuado. Úsese bajo su propio riesgo.”
—Embárrame.
Los múltiples brazos de la IA untaron el cuerpo de Juventino con la tiotimolina. Quedó oliendo a una mezcla de naranjas y promesas.
—La etiqueta no especifica en cuánto tiempo hace efecto.
Juventino aguardó. Aguardó. Aguardó. La tarde se alargó en el techo, encima de la cama neumática. El cielo al otro lado de la ventana se coloreaba de oscuridad y luces neón. Las sombras iniciaron su danza y él se quedó dormido.
La IA vigilaba y formulaba preguntas a partir del banco de datos de películas y series en su mente electrónica. ¿Cómo se manifestaría la cronoquímica de la tiotimolina? ¿Juventino visitaría a sus yos como un avaro conducido por un fantasma de navidades pasadas? ¿Haría alianzas con sus versiones previas como viajero del tiempo desfaciendo entuertos en una cabina azul de policía? ¿Cómo cambiaría las decisiones en su timeline que lo condujeron a convertirse en una pieza respirante en exhibición? ¿Se convertiría en una amalgama de pasado presente futuro, una conjugación de estados alterados?
Lo que siguió fue más asombroso que las ficciones resguardadas en la memoria de la IA.
Las sombras se hincharon. Respiraban y sonaban. Se inflaban del aliento de otro siglo. Se volvían tridimensionales. Coruscaban las anticipaciones de la tiotimolina.
Las figuras se aglutinaron en torno a la cama, como en víspera de aquelarre.
La IA extrapoló las formas del cuerpo a su cuidado. Comparó y comprendió: estaba viendo el continuum de Juventino, su autopercepción, sus deseos, sus sueños, lo que había sido desde que era feto y en lo que se había convertido durante cada instante de su vida. El continuum insuflaba
infinitos más infinitos que las posibilidades de cualquier multiverso.
Los juventinos murmuraban estruendosamente un nombre. El conjuro brotó extremidades lucíferas desde muñones.
La IA entendió un aspecto oculto de la naturaleza humana, como quien descubre un aleph escondido bajo una escalera de sótano: una persona es la suma de sus sombras, hechas de rostros nunca quietos, gestos sin pausa parecidos a espejos exponiéndose, exponenciándose, sin asíntotas, fronteras, horizontes. El desfile abigarrado de juventinos ocupaba la habitación, igual a marea, cartografía, cordillera móvil: era una estructura sísmica donde colgaban imágenes, sonidos y aromas experimentados durante una vida.
Juventino pronunció su nombre desde las voces que había sido. El espaciotiempo onduló.
Primero se hizo onda, luego zigzag y finalmente se quebró.
—Alguien ayúdeme a mirar —pensó la IA.
Vio una estufa vieja y detrás a una gata bicolor, malhumorada por el descuido. Vio a un hombre frente al fogón. Vio la mano del mismo hombre extinguir un cigarro en un brazo infantil. Vio un hacha en un rincón. Vio tocones de árboles y su escritura concéntrica, interrumpida. Vio un patio de escuela casi vacío. Vio gritos echados con cautela bajo cobijas. Vio una mañana de nubes que llegaban hasta el suelo mojado. Vio una carretera sinuosa alejarse del monte y cruzar un desierto. Vio un cohete alzado como torre que apuntaba al centro del cielo. Vio un campo de estrellas. Vio un edificio brutalista y un paisaje pétreo, aguzado, yermo. Vio un dormitorio de camas dispuestas bajo tragaluces que enmarcaban la noche multilunar. Vio un abrazo humanoreplicante reiterarse en una trinchera asediada por criaturas lovecraftianas. Vio fauces que masticaban. Vio robots suturar heridas y vio desfiles de agradecimiento desde sombras petrificadas.
A través de ojos huecos en máscaras agrietándose, vio la iteración de los 141592 días que Juventino había pasado en un tubo criogénico. Vio como hendiduras áridas en la tierra las formas torcidas de una supervivencia que se dilataba por pura burocracia.
La IA se reinició.
Milisegundos más tarde, cuando sus sistemas estuvieron de nuevo en línea, contempló la cama vacía y la habitación oscura. Se preguntó si volvería a encontrar a Juventino:
—Quizá si aprendo a proyectar mi sombra en el cielorraso para invocar la danza que junta presente y pasado.

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