Asesino cereal 

Encontrábase ahí sentado, cresta abajo, revolver en mano, releyendo la frase final: “Una sociedad regulada es una sociedad insípida”.
Cuando el entonces candidato Labrador declaró una cruzada contra la comida “chatarra”, todos lo llamaron populista; nadie creyó que realmente llegaría a la presidencia, ni menos que cumpliría su amenaza. Pero apenas un año después de entrar en funciones, el Doctor Gató anunciaba las normas de etiquetado y la eliminación de todos los personajes de los empaques con alto contenido calórico (la infame NOM-51). ¿Quién hubiera dicho que eso de la Cuarta Revolución iba en serio?
La industria se resistió. Hicieron de todo: campañas mediáticas, cabildeo, sobornos a diputados y senadores. Su jefe, Sardinas, lideró a los empresarios de alimentos y bebidas, quienes incluso recurrieron a instancias internacionales… De nada sirvió. En un dos por tres había perdido su empleo.
Ser la imagen de un cereal no es cualquier cosa. De hecho, es un trabajo hiperespecializado. Es verdad que se paga muy bien; el problema es que, tras 20 años en el sector, realmente no había desarrollado otras competencias ni recibido capacitación para otros oficios. Normalmente, los gallos se desempeñan como despertadores en las granjas, pero él había tenido la suerte de conseguir su empleo muy joven gracias al papá de un amigo. Nadie lo va a decir públicamente, pero lo cierto es que el negocio de los modelos de cereal se basa enteramente en el nepotismo. Por supuesto, en las entrevistas inventaba que empezó desde abajo, como empacador, y que gracias a su esfuerzo había ido subiendo de puesto, poco a poco, hasta convertirse en embajador de la marca. ¡Patrañas! Sabía perfectamente que su puesto no tenía ningún mérito, pero así era la vida. No es que fuera cínico, más bien realista.
Por años, solo había tenido que posar de vez en cuando, asistir a algunos eventos y departir con los asistentes, a cambio de un cheque gordo mes con mes. Todo era, como se dice en el medio, miel sobre hojuelas. Pero esa época dorada había quedado atrás. Acostumbrado al dinero fácil, jamás desarrolló el hábito del ahorro, en cambio, estaba acostumbrado al despilfarro y los excesos. Ahora, tan solo un año después, estaba totalmente quebrado. Había vendido todo lo que podía y sus tarjetas de crédito estaban sobregiradas. Alguna vez leyó sobre el estrés financiero, pero era la primera vez que lo vivía en carne propia. Hasta hace poco, ese tipo de problemas solo le pasaba a otros, perdedores que no trabajaban, gente floja y sin ambición que era pobre porque quería. ¿Pero él? ¡Él merecía abundancia!
En un inicio, no le sorprendió que sus colegas más cercanos perdieran su empleo. Era obvio que sus cereales contenían demasiada azúcar y quién sabe cuánta cosa más, pero el suyo… realmente creyó que era trigo puro y que hasta era nutritivo. Ni siquiera sabía que contenía azúcar. Por eso, cuando le pusieron la leyenda de “exceso de calorías”, se sintió como una daga en el corazón. A decir verdad, sí se sorprendió al ver los ingredientes. Jamás había tenido curiosidad por el reverso de la caja hasta ese momento: maltodextrina, mononitrato de tiamina, jarabe de maíz, azúcares añadidos, etc. Sinceramente, siempre presumía de que su cereal era el más sano y natural de todos. Incluso él mismo lo comía de vez en cuando. Eso sí, con leche de soya para compensar.
Hasta cierto punto, podía entender la motivación del gobierno. Era una cuestión de salud pública, ante todo, pero es que tenía afectaciones económicas, y eso es algo que no calcularon. Tal vez habría menos gente obesa, menos diabetes e hipertensión, ¿pero a qué costo? Nadie pensó en los miles de empleos perdidos, en las afectaciones a la industria, a los mercados… No solo eran los cereales, también los dulces, las paletas, las galletas, ¡hasta los malditos Huevos Maravilla! Todos regulados. Personalidades de las marcas más reconocidas estaban igual de afectadas; desde Jimbo, el oso panadero, hasta Sancho Pantera, de las bebidas energéticas, con décadas de trayectoria a sus espaldas. No podía entender qué rayos tenían en la mente esos políticos de la 4R, perjudicando a gente buena y trabajadora —como él— que se ganaba el pan de cada día con el sudor de su frente, mientras mantenían a unos buenos para nada que ni estudian ni trabajan.
El colmo fue cuando escuchó a un político del Partido Prieto decir que su bancada propondría retirar definitivamente todos los productos altos en azúcar del mercado. ¡Indignante! ¿Dónde quedó la libertad de consumo?, se preguntó. La prohibición jamás ha funcionado. Solo van a crear un mercado negro de golosinas. No pasará mucho para ver traficantes de Azucaraditos, Chocochispas, Frutilocos y demás. ¿Y luego qué?, ¿también van a prohibir las botanas de las escuelas? Así empezó Venezuela —prosiguió su soliloquio—.
De una cosa estaba seguro: tenía que hacer algo. Se le ocurrió formar algún tipo de organización política: “Sindicato de los Trabajadores del Desayuno”, “Movimiento Dulce México”, entre otros nombres. Había tenido mucho tiempo libre para leer y formarse intelectualmente, pero la verdad es que no tenía idea de por dónde empezar. Carecía de experiencia y, sobre todo, de poder, por lo que abandonó la idea. Pensó entonces en hacer un documental para, al menos, crear conciencia sobre las afectaciones de la regulación, ya no a los grandes empresarios, sino a los trabajadores. “Sugar rush”, se llamaría, pero no encontró quién financiara su proyecto; nadie quería incomodar al régimen. Así que empezó un podcast: “Azúcar amargo”. Consiguió fondos para hacer una producción básica y empezó a transmitir en línea. Los primeros meses, su canal tuvo un crecimiento de hasta 30% mensual, aunque claro, teniendo 70 vistas eso era más bien relativo. La meta de llegar a 1000 suscriptores y 4000 horas de visualización para empezar a ganar dinero parecía más bien lejana, por no decir utópica.
Finalmente, y en vista de sus fracasos anteriores, se decidió a crear un grupo de apoyo para sus excompañeros, gente que, como él, estaba arruinada y sin rumbo. No era mucho, pero era algo que podía manejar. Se había dado cuenta de que el desempleo no solo había vaciado su cartera, sino también su autoestima y la confianza en sí mismo. Había caído en depresión. Él, que solía levantarse a primera hora del día y correr cada mañana, ahora dormía hasta la tarde esperando nunca despertar. ¡No podía ser el único!
Las reuniones eran en la biblioteca pública. A fin de cuentas, nunca había nadie. Desde el primer día fue evidente que ninguno de ellos había vuelto a conocer el éxito o la felicidad. La política antiazúcar los había obligado a un retiro adelantado y sin pensión para el que no estaban preparados ni económica ni mentalmente. Samuel se había entregado a la droga, lo que, obviamente, no había hecho sino empeorar las cosas; Marvin se puso a dieta, primero por dinero, luego por salud, pero acabó obsesionándose con el peso, las grasas, el azúcar (¡oh ironía!); Antonio, su único amigo, se refugió en el gimnasio —y los esteroides—; Brics se hizo adicto al porno y los videojuegos; y así cada uno. No había que ser doctor para ver que todos habían caído en alguna forma de conducta autodestructiva. El tucán cocainómano, el elefante anoréxico, el tigre con vigorexia, el conejo maníaco… todos se habían convertido en una grotesca parodia de sí mismos.
Al principio, el grupo avanzó muy bien. La gente hacía catarsis; hablaban de política, maldecían la regulación, se quejaban de lo horrible de sus vidas, lloraban juntos. Pero luego, la dinámica se estancó; historia tras historia de fracaso, sentimientos de frustración y fatalismo que no conducían a nada. Las sesiones se hacían cada vez más deprimentes y la gente salía más desanimada que cuando entraba. No era su culpa; hacía lo que podía. Después de todo, no era psicólogo, solo un gallo infeliz. Trataba de ser optimista, pero en el fondo sabía que no tenía caso seguir adelante. Se estaba mintiendo a sí mismo y a los demás. Solo quedaba una cosa por hacer.
Dejó un pequeño manifiesto: “El Gran Sinsabor: hacia una sociedad post-calórica”, donde condenaba al Estado y sus políticas contra la industria de alimentos ultraprocesados. La civilización había optado por la salud física a costa del sentido del gusto, es decir, del placer de vivir, lo que conduciría inevitablemente al nihilismo. Los personajes de cereal eran arquetipos caducos de una época que llegaba a su fin.
Era el momento. Se puso el revolver en la sien, pero antes de jalar el gatillo, pensó por última vez en sus compañeros. Ahora eran como hermanos y, al igual que él, estaban sufriendo. ¿Qué sería de ellos sin su guía? Se sintió profundamente conmovido y entendió que estaba siendo egoísta. Así que se enjugó las lágrimas, guardó el arma en su cinturón y salió decidido a terminar con su dolor.
Antonio sería el primero…

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